Camino de Miami en vuelo de Air France leí una sentencia que no tardaría en averiguar hasta qué punto era cierta: “Es la única ciudad del mundo donde puedes decir una mentira por la mañana y que sea verdad por la noche”. Además, el sistema para lograrlo es relativamente sencillo: todo tiene un precio.
Esto ocurre en cualquier lugar del mundo, dirán algunos. Sólo que Miami vive de eso, de ponerle precio a todo, ya se trate de una isla, de un hotel, de un negocio de alquiler de lanchas fuera borda para seguir delfines por las aguas azules de los cayos o de un permiso de residencia para un inmigrante de procedencia sospechosa (y esto incluye a la casi totalidad de los países del hemisferio sur y buena parte de los del resto del planeta).
“Todo tiene un precio”, ésa debiera ser la marca registrada de una ciudad sorprendente que lleva poco más de cien años, desde su fundación, inventándose y vendiéndose a sí misma hasta convertirse en la verdadera capital de algo más que un continente. Sí, porque Miami, nadie lo duda, es la capital, como mínimo, no sólo del Condado de Dade y del Estado de Florida, sino de un territorio que arranca en el extremo sur de la Tierra del Fuego y llega hasta la frontera norte de México, allí donde termina, o da comienzo, según se mire, aquello que durante la era Reagan algunos periódicos y activistas de la izquierda dieron en llamar “el jardín trasero de los Estados Unidos de América”.
Todo se compra, se vende o se alquila: un crucero por las Bahamas, un puente, las joyas de Liz Taylor, una fuente luminosa, una genuina banda de jazz para una fiesta, un cuarteto de cuerda procedente de los países del Este, un conjunto de reggae decididamente jamaicano, o hasta un asesinato. Y lo más increíble es que aquí todo lo que parece en venta (incluso lo que no) termina por encontrar un comprador.
Sólo ese carácter de almoneda que envuelve al gran Miami permite explicar que en el centro de Biscayne Bay, la bahía que separa el continente de la península que ocupa Miami Beach, existan islotes como Indian Creek, Palm Island, Hibiscus Island o Star Island, reductos acorazados por las aguas turquesas y por un ejército de guardias privados en el corazón mismo de la ciudad a los que sólo tienen acceso los invitados de las estrellas.
En cada uno de esos islotes, una veintena de grandes mansiones que recuerdan demasiado a Villas Borghese en medio del trópico, con extensiones gigantescas de césped sombreadas de palmas, interminables y variopintas servidumbres, embarcaderos privados y garajes para veinte coches de lujo, representan la máxima expresión del sueño del neocapitalismo barroco perseguido por millones de habitantes de todo el continente, aunque para ello sea preciso escalar a pulso los riscos que conducen al éxito o practicar un peligroso salto en el mundo del tráfico de drogas o en cualquier otra actividad fructífera al margen de la ley.
Y luego, como era de esperar en semejantes urbanizaciones, están los vecinos. De este lado, un tipo de origen cubano llamado Emilio, casado con una tal Gloria Stefan, o algo así; del otro, un tal Tony Mottola, presidente ejecutivo de una pequeña compañía de discos, Sony International, cuya reciente y guapa esposa vende, según las revistas especializadas, millones de copias de sus canciones en medio mundo con el nombre artístico de Thalía; más allá, en la casa que perteneció un día a una tal Madonna, hoy vive una rubia de origen brasileño, de aspecto más que saludable pese a su cercana maternidad y que a menudo aparece en la tele bajo el seudónimo de Xuxa; en frente, en Palm Island, la casa que fue de un tipo apodado “Scarface” y que en el juicio seguido contra su persona por fraude fiscal dijo llamarse Al Capone.., y así sucesivamente.
En los años de las duras crisis del petróleo, los 70, la sociedad de clase media venezolana, enriquecida por el aumento incesante de precios del crudo, tomó Miami como el lugar natural de asueto no ya para sus vacaciones, sino para fijar una especie de segunda residencia que hacía pensar a sus miembros que en realidad no habían salido de su propio país. Es sólo un ejemplo.
Los cubanos, por su parte, llevan cuarenta años alimentando la nostalgia y algo peor, la melancolía y la rabia, desde un territorio a poco más de cien millas de sus mansiones de Quinta Avenida en el barrio de Miramar y El Vedado. Los haitianos, en buena parte, siguen sin entender el inglés y se limitan, desde su ‘creole’ natal, mitad francés, mitad dialecto africano, a intentar leer los labios del forastero que, echándole valor, pregunta algo en el corazón de Little Haiti, más que suburbio, guetto para haitianos de Miami-Dade. Argentinos y brasileños, espoleados por las crisis continuas de sus respectivas economías y las devaluaciones, se diseminan por todos los oficios de la parte baja de la pirámide social.
Por encima, casi siempre, una figura reluciente del mismo origen que ellos, ejerce, seguramente sin quererlo, la labor de zanahoria delante del asno. Un pelotero (beisbolista) dominicano que ocupa la plaza de ‘pitcher’ más valorado de la Liga Nacional en el equipo de la ciudad; cantantes exitosos como Gloria Stefan o Julio Iglesias; modistos como el también dominicano Oscar de la Renta o el malogrado Gianni Versace; productores musicales o cinematográficos; publicistas, artistas plásticos y diseñadores; propietarios de multinacionales como “El Tigre” o ejecutivos de corporaciones financieras que, desde este Miami tan familiar para los grandes negocios, extienden sucursales y ramificaciones por todo el subcontinente, caso del propio ex presidente de Telefónica, Juan Villalonga, ejemplo emblemático en España de esa atracción fatal que puede ejercer Miami para quienes se aproximan al color exacto del gran dinero.
Y así, hondureños nicaragüenses, panameños, colombianos…, sin entrar en demasiados distingos sobre la calidad moral del dinero que les condujo hasta este lugar capaz de armonizar, quizás como ningún otro en el mundo, arquetipos tan contrapuestos como el del ocio y el negocio, la honorabilidad y el beneficio salvaje, el espíritu cosmopolita encarnado en el dólar y los particularismos localistas de cada comunidad nacional o étnica, una de cuyas expresiones más evidentes podría ser el olor a frijoles hirviendo en los pucheros de Little Havana o esos viejos cubanos que un día planearon, con apoyo de la CIA, tomar al asalto el palacio de la Revolución de Fidel Castro y hoy juegan interminables partidas de dominó en el pequeño parque de la calle Ocho. Sólo un poco más allá terminan las sombras que proyectan los enormes rascacielos del Downtown, los cuales dibujan en los atardeceres de Miami la imagen del más ortodoxo ‘skyline’ de cualquier gran urbe ultramoderna, sean Chicago, Montreal o Singapur, Seattle, Hong Kong o Sidney.
Pero Miami no termina en el dinero, ni tampoco en ser el rompeolas de constantes avalanchas de inmigración legal y clandestina de una masa inmensa de población procedente de países que hablan en español y que transita por el aeropuerto internacional con sus pesadas cajas con microondas, equipos de música y pequeños electrodomésticos útiles en la cocina. Miami es mucho más, porque no puede olvidarse que, pese a las apariencias, estamos en los Estados Unidos. Aunque para muchos angloparlantes, y no es raro que así sea, ir a Miami es como ir a un país extranjero.
El escritor David Rieff, en su cáustico libro “Camino de Miami”, recoge el chiste amargo que corrió hace unos años cuando se les pidió a los habitantes angloparlantes de Florida que votasen sobre una ley que permitía el bilingüismo en la administración local: «¿“Tendría la amabilidad de traerse consigo la bandera el último americano que abandone el sur de Florida?». Los ‘anglos’ del Estado votaron airadamente en contra de la propuesta, pero ya a mediados de los 80, un cubano, Xavier Suárez, se convirtió en el primer alcalde hispano de Miami, después de que otro cubano, Sergio Pereira, hubiese alcanzado unos meses antes el puesto de gerente general del Condado de Dade.
Pero Miami no es una ciudad fácil de resumir. Precisamente, el problema, y también la ventaja principal de Miami, estriba en su indefinición y en la dificultad para apresar en imágenes o en palabras su multirracialidad, su pluriculturalismo, su polietnia, su multiplicidad de estilos arquitectónicos, de vida, urbanísticos y de costumbres, la duplicidad y la variedad en la sedimentación de sus metainfluencias, la rica sucesión de grupos que han querido apoderarse a lo largo de su corta historia del encanto de un lugar cuyo clima lo emparenta más con el Caribe que con los frondosos bosques que habita el oso Yogui dentro de un país enorme con cuatro husos horarios.
Toda la complejidad reinante en el Gran Miami de nuestros días arranca con la desalentadora historia de un militar esperpéntico, el Mayor Francis Dade, cuando conminó a los indios semínolas a firmar la cesión de estas tierras que, al parecer, ellos denominaban con dos palabras indias: “maiha”, que significa “muy grande”, y “mih”, que significa “es así”. Al Mayor y a casi todos sus soldados les arrancaron la cabellera, lo cual se convirtió en la excusa que necesitaban para emprender un nuevo capítulo de la sórdida guerra de pacificación, más bien de aniquilación completa, sobre la que se apoya toda la reciente historia de los Estados Unidos.
Así como Cádiz tiene a Hércules; Sevilla al Gran Poder y a la Macarena; Roma a Rómulo y Remo; La Meca al cadáver de Mahoma; la Ciudad del Vaticano al Papa; y Nueva York a Woody Allen; Miami tiene un nombre propio extendido por toda la ciudad que rotula además una de sus arterias principales, una larga avenida paralela a la famosa calle Ocho que atraviesa Little Havana. Se trata de un nombre de difícil pronunciación para los hispanos, pero que recuerda la leyenda de los orígenes de esta ciudad: la avenida Flagler. El tal Henry Morrison Flagler, un magnate del ferrocarril de finales del siglo XIX, quiso extender una línea de su “Ferrocarril de la Costa Este” desde West Palm Beach, más al norte, ya fuera del actual Condado de Dade, hasta Miami, que en esos años no sobrepasaba los 1.500 habitantes, e incluso más al sur, al Parque Nacional de los Everglades y los Cayos.
El proyecto, faraónico, estuvo alentado por el deseo de extender las plantaciones de naranjos y limoneros a un lugar más templado, lejos de las heladas que a veces afectan a la parte sur de Orlando. Pero hasta entonces esta zona era sólo un lugar exuberante de marismas, palmeras, tierras pantanosas, manglares y cocoteros, poco apto para la explotación hortofrutícola pretendida por un tal John S. Collins, que a continuación de Flagler quiso convertir estas tierras en un extenso bosque de aguacates. Hoy, Collins representa poco más que el nombre de una las principales avenidas que recorren de norte a sur la península de Miami Beach y da nombre a un famoso cocktail a base de ron, limón y azúcar, el Ron Collins, pero en realidad fue el primero en especular de manera masiva e inmisericorde con los terrenos de esta parte del Estado de Florida hasta convertirlos en el imán de atracción, asociado a todas las fantasías y lugares comunes del bienestar, el descanso, la exclusividad y las bondades del clima.
En 1918, un comerciante llamado Carl G. Fisher compró la parte de Collins, que se había arruinado en su vano intento de construir una carretera que uniese la península de Miami Beach con el centro de la ciudad. Ya nada pudo parar el lanzamiento de Miami como producto de consumo masivo. El jazmín, el azahar, el espliego, las buganvillas y la dama de noche brotaban con facilidad en lugares residenciales como Coral Gables o Coconut Grove, y en South Miami Beach se construyeron hoteles y residencias en estilos novedosos y vanguardistas, muchos de los cuales, recuperados desde hace poco más de una década tras años de abandono y que estuvieron a punto de ser derribados, constituyen en la actualidad un verdadero parque temático de 800 edificios de diferentes épocas del llamado Art Déco que no puede dejar de visitarse.
Desde aquellos edificios marcados por la influencia historicista española a los que recogen las formas más avanzadas para su tiempo del maquinismo industrial y el futurismo. O esos otros de atractivas verticales y horizontales trazadas con tiralíneas e interrumpidas por huecos circulares, rememorando la estampa de aquellos grandes cruceros que ni el hundimiento del Titanic logró apartar de la imaginación colectiva de los primeros veraneantes de los años 20, 30 y 40, seducidos por ese término de origen francés recién descubierto, tan ‘chic’ y tan de moda: el turismo.
Los hoteles y mansiones que se conservan en este área siguen compitiendo, como ya lo hicieron en su día, por hacerse acreedores al título de propietarios de la piscina más bella o más glamourosa de todos los Estados Unidos. Un recorrido somero por las piletas de baño de estos hoteles constituye una increíble visita por el túnel del tiempo y hace revivir en mi imaginación la presencia de figuras de la mafia como Al Capone o Meyer Lansky, o de estrellas como Glenn Ford, Lauren Bacall o Rita Hayworth, a los que casi puede verse envueltos en sus mullidas batas blancas de baño sobre las tumbonas sinuosas de madera de teca mientras se dejan acariciar por los rayos ultravioleta, cuyos beneficios acababan de ser descubiertos por la medicina de su tiempo.
Actualmente, la presencia de aquellas figuras ha sido sustituida por la de modelos espectaculares que posan distraidamente para fotógrafos de Vogue, Cosmopolitan o Vanity Fair ante la mirada absorta de los transeúntes y por la de ricachones jóvenes de cualquier pelaje, ejecutivos con un toque de distinción que, con mucha frecuencia, incluyen una declarada homosexualidad de aspecto exquisito y saludable. No en vano, casi todos esos elegantes hoteles de arriesgados diseños en su interior anuncian interesantes descuentos a parejas de homosexuales.
Ha de tenerse en cuenta, no obstante, que, más allá de la demostración de semejante condición, sobre la cual ignoro qué tipo de acción o de documento probatorio se les exigirá en la recepción para obtener tal ventaja, incluye necesariamente la posibilidad económica de conducir un Ferrari Testarrosa como el que manejaba el mejor Sonny Crocket de la patrulla antivicio en la teleserie “Corrupción en Miami”.
Y es que “todo tiene un precio”, y aquí los de una habitación normal pueden oscilar entre las casi 50.000 pesetas de los establecimienos más asequibles, como el Raleigh, el Marlin, el Avalon, el Chelsea o el Whitelaw, éste último, escenario habitual para fotografiar modelos y colecciones de ropa, y las casi 400.000 pesetas por noche de una suite en el Tides o el Delano, genuinos templos del diseño y la modernidad que han contribuido decisivamente a derrumbar la imagen de Miami Beach como lugar de vacaciones para pensionistas y jubilados de la clase obrera y media de todo el país.
La avenida de Ocean Drive, en South Miami Beach, equivalente en España a lo que sería el paseo marítimo de cualquier ciudad costera, se ha revestido en los últimos años del aspecto de un circo de tres pistas lleno de colorido, de músculos, tatuajes, ombligos al aire, cabellos pintados de henna, protuberancias de silicona calculadísimas, rubias espectaculares de aspecto neumático a las que sólo se puede admirar unas décimas de segundo, el tiempo justo de que se pierdan sobre sus patinetas motorizadas entre la abigarrada muchedumbre que se distrae en el mercadillo callejero o que luce sus coloristas camisas de 400 dólares de Dolce & Gabanna en las terrazas de moda.
Dado el peculiar estilo de cada uno de los hoteles de esta zona, haría falta pormenorizar un poco lo que uno puede encontrar allí. La estrella, sin duda, es el Hotel Delano, obra cumbre del diseñador británico Philip Stark. Es fácil que en la puerta de dicho hotel permanezcan aparcados en todo momento no menos de media docena de coches cuyo precio individualizado supere los 20 millones de pesetas. Unas enormes gasas blancas que cuelgan de lo alto movidas por la brisa del mar dan la bienvenida a los privilegiados clientes. El interior recuerda demasiado a la genialidad del Stanley Kubrick de “La Naranja Mecánica”, todo de blanco, incluidas las paredes, los muebles, camareros y maleteros. Acabo de entrar en el paraíso del diseño más exclusivo de este siglo XXI. En lo más alto del edificio se encuentra el lujoso Spa, sólo para mujeres, con nombre en español: “Agua”.
En una onda parecida se encuentra el Tides, con una bella piscina sobre la terraza trasera y unas habitaciones que recuerdan el típico escenario para esa clase de spots de TV que parecen decididos a hacernos creer que la vida es algo lujurioso, apacible y bello.
The Pelican, también en Ocean Drive, posee 30 habitaciones, cada una de ellas decorada en un estilo perversamente almodovariano, caótico, kitsch y surrealista, y dedicadas a otras tantas alucinaciones psicodélicas de su creador, el diseñador sueco Magnus Ehrland, para la Compañía fabricante de prendas vaqueras Diesel.
El Tifanny’s posee en su azotea, desde su fundación en 1939, un monolito de neón con ese nombre, pero un viejo pleito con la firma de joyeros le impide hacer uso comercial del mismo y, aunque siguen teniendo derecho a dejar el monolito encendido, el establecimiento tiene ahora el nombre oficial de The Hotel, a secas. Un verdadero prodigio de equilibrio entre formas vanguardistas respetando elementos del pasado.
The Raleigh posee una de esas excéntricas piscinas sólo imaginables en las películas de los años 30, al igual que toda su decoración, pero la piscina de The National, en su sencillez, un estanque estrecho y largo envuelto en frondosas palmeras, no se queda atrás, y además ofrece una decoración ajustada por completo en cada detalle a la presencia del Bogart o el James Cagney del mejor cine negro.
Soy consciente de que no estoy describiendo El Escorial ni la Mezquita de Córdoba, ni pertenezco a esa nueva clase que se derrite por sentir en los dedos la textura de un objeto del último diseñador encumbrado en las revistas al uso, pero aun así debo reconocer que he paseado con detenimiento por estos edificios y he sucumbido al inmenso atractivo que desprenden sus elementos decorativos, un poderoso influjo que probablemente esté relacionado con los aledaños del lujo, la sofisticación, el cine, sus protagonistas y, en definitiva, la buena vida.
En Ocean Drive, por ejemplo, a la altura de la calle 11, se encuentra Villa Causina, una mansión grandilocuente con marcados reflejos ornamentales de historicismo español (allí han denominado a esto “Mediterranean style”), que acaba de ser vendida por 18,9 millones de dólares. Tras la verja principal, atestada continuamente de turistas que se hacen fotos como si estuvieran ante el Santo Grial, una pequeña fuente con una figura femenina desnuda de bronce a la que alguien le ha colocado un extemporáneo collar de bolas doradas.
El edificio fue, durante la mayor parte del siglo pasado, un hotel, antes de que un italiano, conocido en el mundo de la moda como Gianni Versace, la convirtiese en su residencia privada y en lugar de peregrinación para las top-models más rutilantes de los años 80 y 90. Justo ahí, cuando abría la verja que da acceso al palacete, cayó abatido de bala, tal vez a manos de uno de sus amantes despechados, el singular modisto, propietario hasta entonces de un imperio económico de dimensiones globales en el que tampoco se ponía el sol.
Pero, en cierto modo, Miami Beach, con sus exclusivas tiendas de ropa, sus Lamborghini Diablo, su gente guapa, sus artistas callejeros, sus pequeñas “guest-houses” a precios algo más razonables para el turismo joven, sus restaurantes de cocina ecléctica y sus locales de moda para bailar, constituye sólo la imagen falsa que parte del mundo tiene de Miami, la marca que los promotores turísticos venden como “Tropicool”, una postal deformante que enmascara en buena medida la complejidad vital, étnica, social y económica de este lugar.
Es fácil imaginar que en un área metropolitana que concentra 30 municipalidades con un total de poco más de dos millones de habitantes, de los que más de la mitad habla español y el resto pertenece a una variedad enorme de comunidades étnicas y nacionales de todo el planeta, y en la que, además, todo tiene un precio, hay muy pocas cosas que no estén a disposición del visitante.
Se puede aprender mambo, tango y lambada en sólo seis clases. La Johnson and Wales University ofrece clases de cocina para los días de estancia en la ciudad. Se puede pasear en un “rickshaw” asiático o en coche de caballos; visitar el claustro de un monasterio europeo trasladado piedra a piedra; asistir a un desayuno-almuerzo con música Gospel; bailar flamenco, tomar sangría y comer de tapas en lugares como la Taberna Macarena, en el 1334 de Washington Avenue; cenar en el restaurante más ‘cool’ del momento, BED (cama), en la misma avenida, con música galáctica y ambiente surrealista, a la vez que se comparte una cama enorme con los comensales; y así un número infinito de gilipolleces y actividades presuntamente estrafalarias que, de no ser en Miami, tal vez fuera necesario recorrer varias decenas de países para experimentarlas. Otro dato: sólo el Condado de Dade acumula más de cien campos de golf, y más de mil existen en todo el Estado de Florida, lo cual, dicen, supone más de los que posee ningún otro país del mundo.
Resulta relativamente fácil orientarse y circular en Miami-Dade, pero los folletos turísticos aconsejan que uno se asegure de mantener las ventanillas y las puertas del coche bien cerradas, que no pare a auxiliar a nadie en las avenidas y autopistas y que vigile bien su entorno cada vez que se detenga en un semáforo. Puede que sean recomendaciones algo exageradas y tal vez también dependa del momento que atraviese la economía local.
Es indudable que los años 80 constituyeron una época de inusitada actividad para la gran delincuencia en la zona de Miami, especialmente tras el desembarco masivo de cubanos llegados con el Mariel. Se calcula que, de los más de cien mil “marielitos”, unos 20.000 habían sido ‘limpiados’ directamente de las cárceles de Fidel Castro, considerados “delincuentes profesionales” por la propia Policía de Miami. Lo cierto es que aquellos años y toda aquella acumulación de negocio en torno al comercio de la droga a gran escala, sirvieron para relanzar al mundo una nueva imagen de Miami gracias a una serie de TV, con Don Johnson vistiendo chaquetas de color pastel como protagonista.
No era la primera vez que Miami se reinventaba a sí misma, aunque esta vez, es cierto, lo logró de una manera muy original: mostrando al mundo que esta zona de Florida acumulaba más violencia y más traficantes de drogas que cualquier otro lugar del planeta. Lo que en el lenguaje de las calles de Bogotá, Caracas o Quito significaba dinero flotando por todas partes que se reinvertía en el negocio de la construcción y en grandes proyectos comerciales perfectamente legalizados. Otra vez el gran mito indestructible del dinero volvía a ejercer de imán para los habitantes del “jardín trasero”
Pero Miami ya se había reinventado anteriormente en varias ocasiones. La primera de ellas cuando surgió Coconut Grove, cuyos primeros asentamientos datan de 1873. En la construcción del Grove participaron muchos artesanos procedentes de las Antillas, principalmente de las Bahamas, y en la zona todavía se evidencian las raíces caribeñas en sus casas recónditas y en los jardines tropicales que envuelven este entramado urbanístico apacible y alegre. Durante mucho tiempo, Coconut Grove fue el reducto preferido de muchos bohemios y artistas y, hasta hace muy poco, el vecindario contaba con la presencia de gente como Madonna y Sylvester Stallone, propietarios de sendos palacetes en dicho lugar.
En la actualidad, uno de sus principales puntos de atracción es el Museo y Jardines de Vizcaya, una mansión de 1916 de estilo italiano renacentista construida por un industrial algo chiflado. Con sus 70 habitaciones decoradas con mobiliario clásico europeo sirvió en una ocasión de escenario a la Cumbre de las Américas. En la misma zona se encuentra el Coco Walk, un centro comercial bullicioso y al aire libre con una oferta variadísima de tiendas, cafeterías y restaurantes. Entre otras perlas de la extravagancia local, aquí se celebra cada año la Coconut Grove Bed Race (“Carrera de Camas de Coconut Grove”).
Lindando con el Grove se encuentra Coral Gables (“Tejas de coral”), una ensoñación hispánica, una urbanización preñada de mansiones rodeadas de ficus enormes y fabulosos campos de golf que un estudioso de la arquitectura definió una vez, con toda la mala leche de la que fue capaz, como “de estilo bastardo hispano-morisco-romántico-gótico-renacentista-disparatado-comercial-infernal y caro”. Parece que la explicación a esta especie de fiebre loca por lo español hay que buscarla en un tal Addison Mizner, uno de los primeros arquitectos de la zona a comienzos del siglo XX, el cual pasó en su juventud unas pequeñas vacaciones de estudio en Salamanca.
Si repasamos, de norte a sur, los nombres de las calles que atraviesan Coral Gables, la sorpresa puede ser total: Mallorca, Menorca, Alcázar, Alhambra, Giralda, Aragón, Andalucía, Valencia, Almería, Sevilla, Catalonia, Málaga, Toledo… y una de las grandes avenidas que corta a todas ellas es la Ponce de León Boulevard. Casas de roca coralina u ostionera y tejas rojas envuelven la sinuosa red de canales donde se encuentran ancladas elegantes embarcaciones de recreo. No es Venecia, pero, a diferencia de aquélla, al menos… tiene un precio.
En Coral Gables no se puede olvidar el Hotel Biltmore, construido por la mafia en 1925, con una torre cuya perspectiva perfuma nuestra memoria con el trazado y las proporciones de la Giralda, tan de moda en los años 20 en toda la Costa Este, como lo demuestra, además de otros ejemplos, la réplica casi exacta del original que existió por aquel tiempo en la ciudad de Nueva York.
El Biltmore posee, y es decir mucho en un país acostumbrado a batir sus propios récords, una de las piscinas más grandes de los Estados Unidos, pero en el interior destacan, sobre todo, la azulejería de estilo andaluz, sus balconadas de madera y sus escudos de inspiración castellana. Pasear por el Biltmore es posiblemente la forma más aproximada de sentirse en España sin salir de Miami y, más concretamente, uno tiene la sensación precisa de que recorre el interior del Hotel Alfonso XIII sevillano. En el fondo, ese mismo aire se respira en otros hoteles de época en La Habana, también construidos por la mafia de este lado, como el Hotel Nacional o el Hotel Sevilla.
Cuando Fidel Castro entró en La Habana, buena parte de la ciudad inmaterial se trasladó con los que emigraron a las costas de Florida y terminaron por instalarse en Miami. Si en los años 20 y 30 los mafiosos de este lado exportaban sus riquezas en forma de negocios y casinos a la isla, hoy, las cosas parecen haber cambiado de manos. Los cubanos que se enriquecieron con tesón y esfuerzo en esta ciudad (algunos, es innegable, también lo hicieron con el tráfico ilícito de cualquier cosa en todo este tiempo) controlan los principales resortes de la política y el dinero, como han puesto de manifiesto en tantas ocasiones, no sólo con el caso Elián o con los grupos de paramilitares que acosan y provocan constantemente a las autoridades cubanas por cielo y mar, sino incluso durante las últimas elecciones que permitieron a George W. Bush alcanzar la presidencia de los Estados Unidos gracias a los recuentos interminables de las urnas en Florida.
Little Havana no es el único enclave de la comunidad cubana. No podía serlo, puesto que son más de 800.000 mil almas oriundas de Cuba las que viven en Miami-Dade. Buena parte de estos cubanos viven ahora en Hialeah, una municipalidad famosa por el hipódromo del mismo nombre, considerado el más emblemático de América y uno de los más bellos del mundo. En realidad, la parte más deteriorada de Little Havana está siendo ocupada en los últimos años por nuevas oleadas de inmigrantes deheredados, procedentes de otros países latinoamericanos.
Pero, incluso así, La Pequeña Habana y su famosa Calle Ocho conservan todo el sabor de rabiosa cubanidad que se le supone. Alguien dijo que este lugar “es el único sitio fuera de la propia Cuba al que los cubanos tienen derecho a llamar su hogar”. Los cubanos de la vieja situación tratan de seguir viviendo como si no se hubiesen trasladado de país, alimentan el mito y la nostalgia de la ciudad que no pisan desde hace 40 años y que no han podido mostrar a sus hijos salvo en fotos o en imágenes de televisión. Una empleada de una compañía de ordenadores, de 28 años, hija de cubanos, independizada, que ejerce como guía turístico en sus horas libres y que jamás estuvo en la isla en la que nacieron sus padres, me confesó una vez: “Me encantaría ir a Cuba, estoy deseando, pero mis padres me llamarían traidora”.
Un viejo empleado de seguridad del lujoso Hotel Hyatt Regency, en el Downtown de Miami, antiguo barman a lo largo de 30 años de los cruceros que parten de Miami, al que su primera esposa, una norteamericana con la que pasaba los veranos en Fuengirola, le dejó una pensión vitalicia al enviudar de ella, y casado ahora con una colombiana 32 años más joven que él, me murmuraba sus recuerdos de aquella ciudad de La Habana que abandonó siendo un jovenzuelo, a la vez que se mordía el labio inferior para mostrarme su admiración por lo que estaba reviviendo en su memoria: “¡Aquellos jamones colgados chorreando grasa…!”, decía, y yo hice lo posible por no llorar de la risa.
La larguísima Calle Ocho es el escenario cada mes de marzo de un Festival cubano en el que se reúne la línea de conga más grande del mundo, con más de un millón de personas bailando, tocando, bebiendo e, inevitablemente, maldiciendo la revolución de Castro. La presión emocional contra el castrismo en Little Havana es constante, y, como se encargan de recoger cada cierto tiempo los noticiarios, no sólo la padecen sus habitantes, pues aquí viven también muchos de los integrantes de organizaciones algo más que beligerantes contra el régimen marxista de los hermanos Castro, como la Brigada 2.506 o Hermanos al Rescate, entre otras.
En el restaurante Versalles o en La Carreta, justo en frente uno del otro, se puede degustar la carta más extensa de platos genuinos de la cocina tradicional cubana y deleitarse con el sentido del humor, agudo pero dolorido, de los panfletos que editan algunas de las organizaciones antes citadas, en las cuales, si uno quiere convertirse en un hombre próspero en Miami, más vale no verse acusado por sus autores de comunista.
También en la Calle Ocho existe un reducto muy apetecible para los que, como me pasa a mí y al miembro de seguridad de ese hotel, les cuesta demasiado vivir sin oler de vez en cuando un plato de jamón serrano. El local se llama La Vasca y lo regenta un levantino que guarda en su almacén de ultramarinos algunas de esas maravillas gastronómicas nacionales (chorizos, salchichones, tintos, ventrescas y sardinas en conserva, aceitunas, aceite de oliva…) que a uno le reconcilian con el mismísimo demonio y que, a los cubanos las suyas, les deben hacen olvidar por unos minutos hasta la existencia de los hermanos Castro.
Un poco más al norte se encuentran Overtown y Liberty City, donde se asienta la comunidad afro de Miami. El primero de ellos fue el original, pero dada su proximidad al Dowtown de los rascacielos y de los grandes bancos, se han visto obligados a irse desplazando hacia el segundo, la copia. Overtown, muy próximo al Orange Bowl donde juega el equipo de ‘football’ de los Miami Hurricanes, presumió durante la primera mitad del siglo XX de gozar de algunos de los más prestigiosos clubes de jazz del país, en los que realizaban habitualmente sus presentaciones artistas de la talla de Billie Holiday o Count Basie. En la actualidad, Overtown conserva, ahí es nada la paradoja, la casa del primer afroamericano de Miami que logró ser millonario, un tipo llamado D.A. Dorsey. ¡Están locos estos romanos…!
Más al norte aún se encuentra Little Haiti. He querido conocer en varias ocasiones un antiguo mercado con estructura de hierro catalogado por las autoridades como un atractivo cultural de primer orden y que se ubica, según todas las guías turísticas, en un lugar muy preciso dentro de la comunidad haitiana. Por más que he intentado dar con el mismo, no he tenido el gusto de verle ni la pintura. Sucesivas veces he preguntado a unos y a otros al llegar al barrio y, cuando por fin he encontrado a alguien a quien demostrar mi probada capacidad de hacerme entender en inglés, me ha mirado exactamente igual que si le estuviera preguntando por el lugar de apareamiento de los osos polares en el centro de Alaska: lo que se llama no tener ni puta idea, así que mi única conclusión racional ha sido que la dicha estructura debió ser vendida al peso en fechas relativamente recientes por algunos desalmados y que ni la Policía ni las autoridades turísticas han tomado nota todavía del asunto.
Junto a Hialeah se encuentra también la municipalidad de Opa-Locka, justo al lado del aeródromo del mismo nombre, del cual partió la primera mujer en cruzar en avión el Atlántico y el Pacífico, Amelia Earhart. Su último proyecto consistió en dar una vuelta completa al mundo, pero su avión desapareció en algún punto impreciso del Pacífico. Recientemente, los satélites militares han descubierto una mancha junto a un atolón casi desconocido y, al parecer, una mujer de aquellas islas ha revelado que su padre le contó hace años que vió caer un avión en dicho lugar, lo que ha desencadenado el típico operativo patriótico-chauvinista americano que corresponde en estos casos para averiguar si se trata del aparato de la Earhart.
Lo cierto es que la ciudad de Opa-Locka fue diseñada por otro pionero de la aviación llamado Glen Curtis, donde dio rienda suelta a la más especulativa, frágil e inútil imaginación que pueda soñarse. Si Addison Mizner glorificó el pastiche del “Hispanic Style” en Coral Gables, Curtis hizo aquí más de lo mismo pero en el estilo de las Mil y Una Noches. Minaretes y cúpulas en miniatura al estilo de Damasco, arcos en puertas y ventanas a la manera de Istambul, fachadas y colores como en Jaipur o El Cairo… fugaz entretenimiento de niño rico que no debió encontrar mejor cosa en la que invertir su tiempo y sus millones que en jugarse la vida en aquellos viejos cacharros que volaban o en darse el gustazo de fundar una urbanización absurda y extemporánea en estas latitudes: Opa-Locka.
Pero el tornillo que sujeta a todos estos municipios de Miami-Dade y en torno al cual giran como el molinete de un crío, se encuentra en la avenida Brickell, “la Wall Street del Sur”, en el Downtown. Dicha avenida, asentada sobre el lugar en el que los semínolas atacaron al descerebrado de Francis Dade, acumula ahora las sedes de cientos de bancos y corporaciones financieras de todo el mundo. El BBVA y el BSCH, entre otros, cuentan con dos edificios gigantescos en el corazón de la Brickell, pero también se encuentran por decenas las oficinas de insólitos bancos asiáticos, europeos, australianos, africanos y, por supuesto, sobre todo, de cada uno de los países del “jardín trasero de América”.
Incluso los angloparlantes, los llamados “wasp” (abreviatura construida con las iniciales de “white”, “anglo-saxon” y “protestant”) debieron pensar que el dinero es una cosa demasiado seria como para dejarla en manos de sus propios ejecutivos. Al fin y al cabo, como dijo con una frase lapidaria el escritor Mario Vargas Llosa para describir la pujanza de la comunidad latina de los Estados Unidos frente a los anglos: “Tal vez conozcan muy bien las deudas externas de nuestros países, pero muchos de ellos creen que Buenos Aires es la capital de México”.
El Downtown de Miami, enclavado junto al puerto de cruceros turísticos más grande y de mayor movimiento del mundo, cuenta con elegantes tiendas, el segundo distrito dedicado al comercio de joyas más importante de Estados Unidos, feroces rascacielos de vidrio y de metales cromados, hoteles de gran lujo, teatros y centros culturales de primer orden y el American Airlines Arena, nuevo hogar de los Miami Heat de la NBA.
No hace falta cambiar de acera para sorprenderse otra vez con el fantasma de la Giralda de Sevilla, esta vez encarnado en la Liberty Tower, símbolo local de las olas sucesivas de inmigración por este punto del país, como lo es la Estatua de la Libertad para los neoyorquinos. Todavía, decenas de miles de cubanos recuerdan su dolorosa entrada por este punto…, sin billete de vuelta, al menos de momento.
Hoy, aquellos cubanos que se exiliaron con la llegada al poder de los barbudos en La Habana, integran el núcleo duro de la burguesía de Miami y apalean inversiones desde sus ostentosos despachos de este Downtown tropical. Miami no es sólo el refugio de los lacayos y de los dictadores latinoamericanos que huyeron de sus países de origen a toda prisa con los maletines a medio cerrar asomando los fajos de dólares que no dio tiempo a ingresar en una cuenta de las Cayman. Nadie puede negar, escuchando las conversaciones casuales en español de la avenida Brickell, que muchos de estos cubanos se tragaron toda su rabia y la convirtieron en talento y esfuerzo para hacerse un hueco y construirse un nuevo hogar en este lado de lo que ellos sueñan como el paraíso perdido.
Otro viejo chiste, ya inapropiado y obsoleto, sobre cubanos, que recoge en su libro David Rieff, decía que Cuba es un país enorme, “porque la isla está en el Caribe, el Gobierno en Moscú, el ejército en África y su población vive en Miami”. En cierto modo, la primera y la última son las dos únicas afirmaciones que siguen teniendo validez de este aserto. Las otras dos se las ha llevado el viento de la Historia.
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