Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

Carter no se suicidó por esta foto

| 4 comentarios

Esta imagen de Kevin Carter, de marzo de 1993, valía más que millones de palabras..., casi todas absurdas y ponzoñosas. (Foto: KEVIN CARTER)

Esta imagen de Kevin Carter, de marzo de 1993, valía más que millones de palabras…, casi todas absurdas y ponzoñosas. (Foto: KEVIN CARTER)

Habíamos dejado al fotógrafo sudafricano Kevin Carter, uno de los cuatro miembros del Club del Bang-Bang, en una morgue de Johannesburgo tres meses después de que su amigo y colega Ken Oosterbroek falleciera acribillado en una refriega en un suburbio el 18 de abril de 1994.
El 27 de julio de ese mismo año, Carter se suicidó en su furgoneta, días después de haber recibido el Premio Pulitzer de Fotografía por una imagen que conmovió al mundo y que había obtenido un año antes, en marzo de 1993, durante una visita relámpago al Sur de Sudán en guerra.
Desde su fallecimiento, y aún antes, durante el año que transcurrió entre la publicación por primera vez de aquella imagen en el NYT (marzo de 1993) y su muerte (julio de 1994), millones de comentarios inundaron Internet y le alancearon con toda clase de preguntas estúpidas sobre si ayudó a aquella criatura desvalida o si se limitó a hacer la foto y se marchó.
Tras su muerte, la catarata de estupideces redobló su intensidad e hizo fortuna la soplapollez de que se suicidó acosado por la mala conciencia de no haber hecho algo más por aquella criatura.
Acababa de nacer un mito brutal, una leyenda casi indestructible, pero… CARTER NO SE SUICIDÓ POR ESTA FOTO.
Cuatro meses después de su estancia de unas horas en el sur de Sudán, mi amigo el fotero Luis Davilla y este boniato caímos, sin saberlo, en aquel mismo lugar, una aldea infecta llamada Ayod, perdida en ninguna parte.
Enseguida supimos que se trataba del mismo lugar donde Carter había obtenido esa imagen que veíamos repetida casi a diario en la Prensa de medio mundo. Tras deambular durante 45 días por aquellos lugares, adquirimos una especie de compromiso personal para ‘desfazer’ tanta mentira y tanta cochambre como se venía vertiendo sobre aquel desgraciado fotero.
Durante años pareció una tarea inútil. Imposible derribar el mito, la atribulada leyenda que el mundo había construido en torno al suicidio de Carter que, al parecer, le señalaba como un ser despiadado, sin alma, un carroñero de la imagen… ¡FALSO! Porque, como Luis y yo no nos hemos cansado de repetir durante estos casi 20 años, en reportajes, foros, seminarios y entrevistas…

…CARTER NO SE SUICIDÓ POR ESTA FOTO
(Publicado en El Mundo. 25 de marzo de 2007)
LOS PERIODISTAS españoles que hicieron otra instantánea donde Carter captó la foto que le valió el Pulitzer desmontan la leyenda negra. La niña no agonizaba, defecaba. El fotógrafo espantó luego al buitre.

Por José M. Arenzana y Luis Davilla
La foto de Kevin Carter debería haber sembrado de silencio el mundo. Pasó todo lo contrario. Desató una tromba de chismorreos y palabrería que tras casi 15 años abrasa todavía foros de Internet e invade seminarios. Gañanes de la opinión, evangelizadores laicos, moralistas progres, bienpensantes reaccionarios, profetillas pichaflojas y hasta algún periodista de relumbrón reverdecen la teoría de que Carter se quitó la vida por el remordimiento de no haber salvado a la indefensa criatura de esa bestia.
Sí, 16 meses después de aquella foto, la noche del 27 de julio de 1994, su autor, el sudafricano Kevin Carter, que venía de recoger el Premio Pulitzer en la Columbia University, conectó una goma al tubo de escape de su coche, dejó una confusa nota y se suicidó. Tenía 33 años.
Desde que el New York Times publicó la foto (marzo de 1993), millones de personas sintieron un impacto en la barriga, un estremecimiento fugaz que muchos aún perciben como una especie de agresión a una parte íntima de su sensibilidad. Alguien iba a tener que pagar por ello. Hasta que, al fin, Carter, el agresor, pagó su culpa. Ya no tendría forma de defenderse. A partir de ahí, bastaba con repetirle al mundo la milonga hasta la náusea: «Claro, el dilema moral, la culpa, todo eso le condujo a la tumba, bla, bla…». Y siguen.
El fotógrafo Luis Davilla y yo estuvimos en ese lugar meses después que Carter, en julio. Luis retrató una escena parecida y los dos sabemos que no sucedió así. Quienes esparcen la patraña no saben de lo que hablan. O peor: mienten.

El boniato Luis Davilla retrató una escena parecida (debajo) pero la trató sin dramatismo mientras estuvimos en aquel mismo lugar cuatro meses más tarde, en julio del mismo año. (Fotos: KEVIN CARTER y LUIS DAVILLA)

El boniato Luis Davilla retrató una escena parecida (debajo) pero la trató sin dramatismo mientras estuvimos en aquel mismo lugar cuatro meses más tarde, en julio del mismo año. (Fotos: KEVIN CARTER y LUIS DAVILLA)

A mediados de marzo de 1993, Carter viajó con su colega Joao Silva, un mozambicano recriado en Sudáfrica, al sur de Sudán, un lugar acosado por las hambrunas y el terror de la guerra desde la llegada al poder de los radicales islámicos. Carter y Silva eran dos de los cuatro foteros conocidos en Johanesburgo como el Club del Bang-Bang, gente especializada en retratar la brutalidad durante el fin del apartheid en suburbios como Soweto o Thokoza. Pertenecían a esa clase de reporteros que no se amilanan ni cuando la muerte les mira de cerca o la sangre les salpica la lente. Así ayudaron a enterrar al régimen racista de Pretoria. Por entonces, Ken Oosterbroek, el líder del grupo, el más guapo y equilibrado, había sido dos veces Mejor Fotógrafo del Año. Y Greg Marinovich, el cuarto bang-bang, Pulitzer desde 1991 por una secuencia en la que un miembro del partido Inkhata era linchado, primero a cuchilladas y luego abrasado a fuego.
Cuando Carter y Silva llegaron a Ayod, entre infectos pantanales, a unos mil kilómetros del lugar civilizado más cercano, el poblado funcionaba como feed-center, un centro de alimentación de la ONU. Unas 15.000 personas exhaustas que huían de los combates, con grave desnutrición y enfermedades como la malaria, el kala azar (leishmaniasis) o el gusano de Guinea, se concentraban allí y aquello era un verdadero festival de ayuda humanitaria. Silva y Carter, cada uno por su lado, hicieron fotos toda la mañana de aquel espanto. Cuando se reencontraron, Carter le describió la escena y se sentó a llorar: esperó 20 minutos a que el buitre entrase en plano, hizo la foto, espantó al bicho (o no, qué más da) y se marchó.

 Kevin Carter durante uno de los numeros disturbios de Johannesburgo durante el final del appartheid.

Kevin Carter durante uno de los numeros disturbios de Johannesburgo durante el final del appartheid.

Durante el año siguiente, Carter se vio alanceado con dilemas y acusaciones obtusas, cuando no estúpidas, de quienes jamás han pisado un escenario semejante, incapaces de imaginarse una realidad tan atroz como la del sur de Sudán, pero que parecían hacerse cargo del vértigo terrible que expresaba su foto. Un insensato llegó a escribir: «El hombre que ha ajustado su lente para captar esa foto es otro predador, otro buitre en la escena». Y yo afirmo: difícil ser más imbécil.
Carter acudió a toda clase de foros para ofrecer su versión de lo sucedido, pero para entonces su vida era un completo desastre. Muchos años antes había intentado suicidarse, fumaba White Pipe, una mezcla de marihuana, mandrax y barbitúricos, tenía graves problemas familiares y una personalidad desordenada, perdía sus carretes de fotos en aviones y aeropuertos, arrastraba depresiones, llevaba una vida caótica y tenía acumuladas experiencias trágicas como para colapsar las consultas de varios psicoanalistas.
Por si fuera poco, el 18 de abril de 1994, Carter dejó a su amigo Oosterbroek y demás bang-bang de guardia en un suburbio de Johanesburgo y se marchó a conceder una entrevista a un colega, pues seis días antes le habían comunicado la concesión del Pulitzer por la foto de la niña y el buitre. En la radio del coche escuchó que Oosterbroek y Marinovich habían sido heridos en una refriega nada más irse él. Voló hacia el hospital, pero Oosterbroek había fallecido. Las preguntas estúpidas siguieron. Y los imbéciles, como carroñeros, haciendo de las suyas.
En fin, ¿qué otra cosa pudo haber hecho Carter por la niña? ¿Espantar al buitre? Al parecer, lo hizo, aunque los buitres (los hay a montones) habrían vuelto de todos modos. ¿Llevarla consigo? Bien, ¿adónde?, porque parece que nuestra conciencia acomplejada pretende imaginar que esa criatura yace en un páramo hacia ninguna parte. No es cierto. Esa criatura, reventada por el hambre y por las diarreas, que a los niños allí les desvencija el ano y les hace colgar una tripa larga pierna abajo, está a unos 20 metros de la puerta del poblado, junto a la empalizada de paja que rodea el feed-center y rodeada de gente que deambula a su alrededor. Nadie la ha llevado hasta allí. Simplemente, esa niña se ha sentado a defecar. Sí, maldita sea, es el estercolero de la tribu, donde todos los suyos, de generación en generación, acuden a realizar sus deposiciones. Son gente educada, al fin y al cabo, con sus normas cívicas, que no permiten que uno haga de vientre en cualquier lado. ¿Será preciso decirlo en plata? ¡Esa niña ha ido allí a cagar! Y el buitre, esa bestia cobarde que parece tan atenta, no hace sino esperar a que la niña le regale su magra ración de carroña cotidiana, como también sucede con la criatura que retrató Davilla en idéntica actitud en ese lugar demoníaco y escatológico.

Un Kevin Carter sonriente antes de que su vida se despeñara por el infierno de las drogas y la depresión.

Un Kevin Carter sonriente antes de que su vida se despeñara por el infierno de las drogas y la depresión.

No, Carter no se suicidó por un remordimiento de esa clase. Se limitó a recortar un trozo de paisaje para servírnoslo a domicilio. La expresividad fue su gran logro, pues la foto ejerce de metáfora certera de una realidad trágica y atroz de una guerra olvidada. No es ningún montaje: sucedió así y Carter sólo nos troceó y nos regaló el significante; el significado lo pusimos nosotros, espectadores occidentales, atormentados por nuestra sucia conciencia y acosados por los problemas de obesidad extensiva desde la tierna infancia. Carter no era otro predador ni el ejecutor de la niña, no, sino su único redentor. La redimió y esparció la culpa al mundo, para que volviésemos los ojos por un segundo hacia la tragedia de Sudán y ayudásemos a esas criaturas a llevar su cruz olvidada. Carter no logró salvarla, pero es que eso ya (a unos más que a otros, desde luego) nos correspondería a todos.
Tres meses después de la muerte de su amigo Oosterbroek, a finales de julio de 1994, Carter recogió su Pulitzer y el día 27, a la vuelta, anotó en un papel que dejó en el asiento del copiloto: «He llegado a un punto en que el sufrimiento de la vida anula la alegría… Estoy perseguido por recuerdos vívidos de muertos, de cadáveres, rabia y dolor. Y estoy perseguido por la pérdida de mi amigo Ken…». El dióxido de carbono de su vieja furgoneta puso el resto, pero no sabemos hasta cuándo los opinadores y moralistas seguirán haciéndole pagar a Carter que nos diese ese aldabonazo y ese susto en la conciencia. De todos modos, los niños y los buitres seguirán estando allí. Aunque Carter ya no esté para retratarlo.

(Enlace al original publicado en El Mundo): http://www.elmundo.es/suplementos/cronica/2007/595/1174777207.html 

(En muchas otras ocasiones nos vimos obligados a ‘escupir’ públicamente nuestro relato para desmentir los cansinos e inagotables discursos que repetían la indestructible mentira sobre Carter y salir en defensa de una verdad triturada y arrasada por el cotilleo moralista. Aquí, dos ejemplos más, el primero en declaraciones realizadas a PERIODISTA DIGITAL a propósito de la misma basura que esa vez se contaba nada menos que en el diario El País, bajo la prestigiosa firma de un columnista anglo del periódico, con motivo del próximo estreno de un documental relativo al asunto en Canal +, y el segundo, que publicamos en forma de reportaje en ABC con algunas reflexiones aclaratorias):

 

Publicado en ABC de Sevilla

Publicado en ABC de Sevilla

Publicado en ABC de Sevilla

Publicado en ABC de Sevilla

4 comentarios

  1. Pingback: Los fotógrafos no curamos las heridas, las infectamos. | Alois Glogar

Deja una respuesta

Los campos requeridos estan marcados con *.