Atravesé el Mediterráneo una primavera, en un vuelo casi al completo de la compañía española Viva Air, desde Barcelona a El Cairo. Íbamos advertidos de los secuestros, asesinatos y atentados terroristas del integrismo islámico que habían tenido lugar en los meses precedentes río arriba, al sur del Nilo, y a las puertas del Museo Nacional de la capital, los cuales hicieron descender el turismo en el país más de un 75 por ciento. Un auténtico desastre para la economía nacional.
La normalidad fue absoluta durante todo el trayecto. Mientras las azafatas servían los detestables aperitivos habituales de cualquier línea aérea alrededor del globo, el pasaje se desenvolvía con la usual tranquilidad para estos casos. De pronto, a media hora de aterrizar en el aeropuerto de El Cairo, una larga fila de mujeres colapsaba el pasillo central del avión para entrar en el retrete: “¡Coño –pensé-, la naranjada era sólo igual de mala que otras veces!”. ¿Qué pasaba? En seguida lo averigüé.
Aquellas mujeres, a las que veíamos entrar vestidas a la usanza occidental, con sus vaqueros, sus faldas discretas por encima de las rodillas y sus blusas generosamente abiertas luciendo colgantes y collares, salían ahora del “cuartito” tapadas hasta los pies, con túnicas, hayek y yilabas o melayas de diferentes colores. Velos, hiyab, nikab y capuchas cubrían sus cabellos, mientras sus ojos, grandes como almendras gigantes de California, habían cobrado un intenso cerco de lápiz negro que les añadía un toque aún más misterioso a la prominente nariz de la que hacen gala las mujeres egipcias desde los tiempos de Cleopatra. Entrábamos en la Umma: se acabó el cachondeo. Y eso que Egipto era y es un país gobernado de modo laico y con mano dura hacia el integrismo religioso.
Días después, alojado en el Hotel Meridien, uno de los más lujosos del centro de la capital, en la ribera diestra del Nilo, contemplé de nuevo a mujeres de inconfudibles rasgos egipcios ataviadas a la occidental mientras disfrutaban al atardecer de un refrigerio en la elegante terraza del hotel, sobre la Corniche cairota. Unas mesas más allá, un tipo con yilaba blanca, kaffiyah a cuadritos rojos y blancos, perilla rala y bigote, rolex poderoso en la muñeca y gruesas gafas de oro (la viva estampa de un jerarca o un ejecutivo de “Petrolandia”), se hacía acompañar en la misma mesa de tres seres bajo burkas negras con rejilla, como penitentes de Semana Santa, zapatitos acharolados negros y guantes también negros: “Factor 900 de protección solar…”, pensé. Para beber, ellas (debo suponer que se trataba de tres mujeres) hacían desaparecer sus refrescos bajo las túnicas que las cubrían, con sumo cuidado de no dejar adivinar nada de sus cuerpos a los presentes.
Pasó el tiempo. Esta vez pude verlo a través de la TV. Era media tarde y descansaba en mi cuarto del Sheraton Internacional de Muscat, la capital del sultanato de Omán, después de un día de ajetreo en el que tuvimos que visitar una planta de extracción de gas en el desierto para un posible reportaje. No hay duda, tenía puesto el canal de la TV de Abu Dhabi, la capital de Emiratos Árabes Unidos. Salían imágenes de unos lujosos grandes almacenes, refulgentes de cristal, mármol y acero, una especie de nave galáctica con neones reflejándose sobre largos pasillos de mármol impecable. El reportero, también con perillita y bigote, como el ricachón de la Corniche de El Cairo, y también a la usanza árabe -túnica blanca, pañuelito de mantel a cuadros sobre la cabeza, pero esta vez sin poderoso rolex y sin gafas gordas de oro-, andaba haciendo una de esas encuestas callejeras en el interior del hipermercado. Cuando el cámara cambiaba de ángulo, de fondo podían apreciarse todas esas boutiques de marcas fabulosamente caras en Europa. No en vano el PIB por habitante de los emiríes supera los 24.000 dólares USA.
Había mujeres que contestaban a las preguntas del reportero envueltas en sus yilabas y con sus rostros enmarcados en un velo: el hiyab o el chador tradicionales. En cambio, otras… atravesaban las puertas del radiante local comercial, verdaderas mezquitas de la religiosidad del dinero, y cuando entraban en plano vi a algunas sacarse de encima con naturalidad sus túnicas para mostrarse ante la cámara. Anonadado, las contemplé, ahora en plenitud, con sus gafas de Chanel, sus bolsos de Tommy Hillfiger, sus vestidos de Dior, su bisutería de Dolce&Gabana (o parecida), sus zapatos de Dona Karan y, a buen seguro, aunque el olor no me llegaba a través de la tele, sus perfumes de Calvin Klein o de Givenchy. Algunas, muy sonrientes, hablaban con el reportero luciendo incluso discretas faldas (me refiero al largo, claro) de Versace, cuyo precio, por ese medio metro cuadrado de tela, no bajaría de los 400 euros.
La pregunta es: ¿tanta variedad de actitudes con el velo cabe en el Islam, en la Umma universal del profeta Muhammad? Pues sí, cabe eso y también toda la brutalidad imaginable de los taliban instituyendo bajo amenaza la burka obligatoria, como una cárcel, para todas las mujeres en Afganistán. Eso y el desenfado de las musulmanas del Cuerno de África (Etiopía, Eritrea, Somalia, Djibouti…) al cubrirse distraídamente la cabeza con velos multicolores para realzar su belleza y elegancia naturales a la vez que lucen dibujos florales pintados con henna en manos y pies. Y también la estrechez inquisitorial de las máscaras de cuero de las beduinas yemeníes, de las omaníes rurales y de las mujeres tigres de Eritrea y de Sudán. Y el descuido en la observancia por parte de las hijas de Alláh en el África negra. Y la sutil delicadeza de muchas oficinistas malayas o indonesias. Y la desaparición casi perenne de las féminas en las calles de las ciudades de Arabia Saudí. Y la respetuosa compatibilidad de un tímido y simbólico velo de una reina de origen libanés-americano como Noor de Jordania. Y el marrón estrecho o el negro enlutado (aunque para el luto en el Islam se usa el color blanco) de las oficialistas en Irán, que ahora, no sin cierta provocación para los del Ministerio contra el Vicio del Gobierno de Jatamí, comienzan a abrirse a prendas más cortas y de más llamativos y variados colores.
Tengo entendido que la única referencia a cubrirse la cabeza que aparece en el Corán es en 33, 59, y dice así: «¡Profeta! Di a tus esposas, a tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran con el manto. Es lo mejor para que se las distinga y no sean molestadas. Alá es indulgente, misericordioso». Argumentan algunos musulmanes que “la obligatoriedad es algo secundario, porque prima el símbolo de respeto, dignidad, ensalzamiento y elevación de la persona, a la cual se valora por lo que es por dentro y no por su aspecto exterior”.
Feligreses que se reclaman ortodoxos acusan a la rigorista doctrina wahabita, la de la actual monarquía de Arabia Saudí, tan exigente y restrictiva con las mujeres en materia indumentaria a la vista, de modernista y reformadora, no de ortodoxa como se la tacha en Occidente. Según esto, el wahabismo es una corriente nacida apenas en el siglo XVIII que revisó y reinterpretó las palabras del profeta también a este respecto. En tal caso, los conceptos se invierten y modernismo y reforma serían sinónimo de atraso y fanatismo en las exigencias del vestir, mientras que ortodoxia y tradición lo serían de tolerancia y progreso.
Para otros, el hecho de cubrirse con el velo “expresa la pertenencia a una comunidad islámica más amplia, incluso internacional y un rechazo antioccidental transnacional. La imagen de la joven con velo frente al ordenador es parte del orgullo nacional”, dicen. No faltan quienes añaden que cubrirse la cabeza es beneficioso para el cuerpo humano, pues evita, explican, la liberación de frío o calor que hace trabajar al organismo de forma innecesaria; de ahí, dicen, la costumbre, también en Occidente, hasta hace apenas medio siglo, de no salir a la calle sin sombrero.
No sé yo, pero lo terrible, al menos a nuestros ojos, no siempre para los musulmanes, ni siquiera para todas las musulmanas, es cuando cubrirse con un velo se transforma en algo aún más grave, forzoso y rigorista que una política de Estado.