El Acuerdo Climático de París, así como la Conferencia de Río, donde dio inicio toda esta miseria, más los sucesivos tratados de Kyoto, Nairobi, Johannesburgo o Copenhague, no tienen nada que ver con la salvación del planeta o de la Naturaleza. Menos aún con salvar a la Humanidad de ningún desastre.
Resulta hasta difícil creer que las izquierdas de más de medio mundo (pero también las derechas) se hayan tragado hasta los corvejones y se hayan convertido en el mazo de vanguardia de tamaña manipulación de la realidad concebida por las oligarquías más cerradas y poderosas del capitalismo especulativo, al que tanto dicen odiar.
El llamado «cambio climático» es una minúscula anécdota que en poco o nada afecta al estado de cosas en la climatología global y a través del tiempo. Pero es, sobre todo, un apócope de un asunto todavía más dudoso que, strictu senso, se refiere al posible «cambio climático inducido por la acción del hombre».
Eliminando la segunda parte del nombre real («la acción del hombre», aunque aquí nadie se apresure a usar lenguaje inclusivo y añada «y de las mujeres»), la consecuencia es que, cada vez que algún estudio parece detectar alguna variación de un dato en la climatología, esta se atribuye, sin decirlo, a la variación obtenida por causa o acción de la intervención del hombre sobre la Naturaleza. Y si lo primero es, per se, dudoso, ya que se trata de un simple dato de los muchos que intervienen en el proceso climatológico, lo segundo es directamente un disparate, llegando a afirmar cosas tan estúpidas como que los pedos de las vacas (metano) agujerean la capa de ozono y otras mil lindezas propias de Disneyland que incluyen desastres apocalípticos predichos lo mismo a diez que a cien años vista.
Que ni siquiera una sola de las predicciones hechas en el documental de Al Gore, «Una verdad incómoda», se haya cumplido, logra derribar las falsedades sobre las que se construye todo este discurso ambientalista, como tampoco han servido tales evidencias para que el Comité del Nobel le retirara el Premio concedido a dicho sujeto por proclamar tantos embustes y profecías de «bruja Lola».
A día de hoy, con tal descarga de propaganda oficial y oficiosa, hasta los escépticos conservan alguna reserva sobre la capacidad de destrucción de la Naturaleza por el ser humano. Dado que el ser humano es «un bicho tan malo», parecen pensar, a muchos les cabe que algo de razón habrá en lo que dicen y pronostican todos esos vendedores de jarabes milenaristas, dado que, además, reciben el apoyo y respaldo de muchos de los gobiernos de los estados más fiables del planeta… No?
Pues no, sencillamente no es así, las cosas no funcionan de ese modo y debiera servirnos de alerta que fue el propio Al Gore quien promovió y predijo otro posible desastre coincidiendo con cambio del milenio referido en aquella ocasión a un fallo informático que podría ser generalizado, a escala global, ya fuese por el cómputo de fechas en datos binarios de los ordenadores o por una ola de radiación del sol que afectaría al mundo de manera harto escabrosa. De hecho, la anécdota volvió a quedar en nada. Pero una cosa es segura: con cada una de estas pamplinas, alguien (o muchos) se hincha a amasar pasta. No italiana. Y encima, mucha gente aplaude.
Volviendo al asunto, lo que se esconde detrás de toda esta manipulación fue algo tan sencillo como la intención de generar la convicción y la necesidad de que el supuesto cambio climático (que en sí mismo es una entelequia de difícil traducción a la realidad) se produce como consecuencia de la acción humana. Hasta aquí, imposible ver las verdaderas intenciones de tal elucubración. Pero es en el paso siguiente, a partir de la iniciática Conferencia de Río (más todas las sucesivas habidas desde entonces, casi una cumbre por año sobre el clima), cuando empieza a comprenderse lo que subyace detrás de establecer ese paradigma.
En dichos acuerdos no se habla tanto de salvar el planeta ni a la Humanidad, sino de cómo rentabilizar ese paradigma mentiroso. Si hemos logrado establecer de manera oficial que la acción humana provoca con sus contaminaciones un efecto terrible, los Estados han de hacer algo y comprometerse a reducir sus emisiones. Como resulta obvio, atentos a la paradoja, los que más contaminarían serían siempre los países más industrializados, motivo por el cual, la penalización aparente debiera dirigirse a esos mismos, según la teoría deducible de tal aserto.
Pero hete aquí el cambio de compás que introducen en el baile estos listos, que dice así… Si los países que contaminan son los más desarrollados, lo que debe hacerse es otorgarles a esos mismos países unas cuotas de contaminación máxima y exigirles que las reduzcan en un tanto por ciento en un plazo determinado de tiempo; a los países menos desarrollados, como contaminan poco, no se les otorgan cuotas o permisos de contaminación, aunque, si desean industrializarse (y por ende contaminar y por ende desarrollarse), estarán obligados a comprar licencias de contaminación a aquellos países muy desarrollados y contaminantes a los que les sobren cuotas.
Sin licencias compradas a los países desarrollados, los subdesarrollados no podrían crear industrias ni comprar muchos más coches, ni hacer carreteras, etc, condenándolos aún más al subdesarrollo en el hipotético caso de que supieran, quisieran o pudieran salir del ‘primitivismo’ industrial y tecnológico en el que se encuentran.
Ah, por cierto, fue Bill Clinton uno de los mayores impulsores de todas estas obligaciones globales sobre el clima, aun a sabiendas de que su país no cumpliría con ellas y, de hecho, después de estampar su firma, se ocupó enardecidamente de que el Senado de su país al completo rechazara mediante votación la obligatoriedad de aplicar las mismas en su propio país…
Pero hay más… ¿sabéis quién fue el jurista que redactó toda esa mierda estatutaria de normas de aplicación sobre cuotas y licencias de carbono, etc? Pues la cosa echa humo, porque el redactor de las mismas fue un caballero que por entonces trabajaba en un gabinete jurídico norteamericano llamado… Barack Hussein Obama, que en unos años más alcanzaría la presidencia de los EE.UU. de América…. Hasta que llegó Trump. Y mandó parar.
Para hacer viable todo este mercado de compraventa de licencias, varias firmas internacionales, entre ellas varias participadas por el mismísimo Al Gore, abrieron el Climate Exchange, una bolsa de valores donde se compran y se venden «cuotas de carbono», aunque también de metano, de fluoruros y de otros gases, tal vez contaminantes, pero ni de lejos causantes de los supuestos cambios apocalípticos en la climatología global.
Rusia, que sufrió un retroceso descomunal en sus procesos de industrialización tras el derrumbe soviético, dispone de licencias o cuotas suficientes para jugar en bolsa con esos valores a su capricho y, de hecho, se ha reído a carcajadas de toda esta operación especulativa anunciando reducciones de gases contaminantes por encima de lo que tenían previsto y poniendo en el mercado un volumen de licencias francamente exorbitante que convertía todo en una payasada.
A su vez, los países europeos son los que se han tomado más a pecho toda esta pantomima dado que el mercadeo de licencias le ha permitido jugar en bolsa con unos valores meramente especulativos que liberan recursos financieros sin que en realidad produzcan nada o casi nada. A la vez, esto sí, una vez establecido el paradigma de ‘lo climático’, Occidente ha generado todo un nuevo sector industrial que, sea o no rentable en muchos casos, nos permite mantener ocupadas a muchas personas, ya sea investigando nuevos materiales o nuevas máquinas adaptadas, o bien reconvirtiendo, por la fuerza de la legalidad, a sectores enteros de la industria, obligados a adaptarse a una barahúnda de nuevas legislaciones genéricas o sectoriales que incluyen permisos específicos para construir una casa, para abrir un negocio, para fabricar un coche, así como un sinfín de multas y penalizaciones que permiten nuevas maneras de recaudar impuestos a los Estados. Todo ello bajo la etiqueta mágica de «sostenible». ¿Les suena?
Como es obvio, cada uno de esos costes se repercute por el fabricante en el precio final, siendo de este modo el contribuyente el que costea tal renovación del parque industrial. A veces, eso sí, la investigación y el desarrollo de esos nuevos productos logran abaratar el coste final para el consumidor, de modo que la repercusión sobre el paganini no es siempre tan abultada como debiera, pero es evidente que el abaratamiento no repercute en su totalidad en beneficio del cliente final.
Faltaría una cuestión: ¿cómo es posible que muchos científicos y organismos científicos respalden con sus estudios algunos o muchos datos parciales del discurso, haciendo, a veces, afirmaciones categóricas indemostrables y fiándolo todo a una previsión? Muy sencillo: la tarea lógica de un político o de un órgano encargado de administrar bienes públicos en asuntos de esta clase o en asuntos sanitarios, por ejemplo, habría de ser siempre la de apoyarse en los datos que la Ciencia le marque. Pero en este caso les ha bastado con revertir la ecuación: si usted desea fondos para investigar sobre cualquier asunto, sírvase incluirme un apartado o algo relacionado con lo que yo le marco (el «cambio climático») o simplemente no recibirá fondos para su proyecto. Equivale a decirle a un investigador de la planta del tomate que ha de incluir en sus estudios un apartado dedicado al impacto de género en la reproducción y crecimiento de la planta del tomate o no recibirá fondos. Esto lo vemos a diario y a nadie puede sonarle raro porque ya se han introducido esta clase de exigencias legales en los asuntos más peregrinos, incluidos los presupuestos del Estado o de los gobiernos autonómicos. Y resuelto.
Una vez establecido el paradigma y oficializadas las afirmaciones categóricas indemostrables, el paso siguiente es invertir la carga de la prueba y hacerla recaer sobre los que se oponen al paradigma: demuéstreme, parecen decir desafiantes, que lo que yo digo y a lo que dedico los recursos, no es cierto. Así que, ahí los tenéis, los que se oponen a tanta afirmación predictiva, se la cogen con papel de fumar y se enredan con los matices que el rigor científico exige, mientras los otros lanzan discursos grandilocuentes, de trazo grueso, llenos de emocionalidad imposible de contrastar y con profecías aterradoras que dejan atrapados a los incautos delante de sus pantallas, ahítos de terror, de rencor y… de estupidez.
Lo que me interesa destacar ahora de todo esto, no es el proceso en sí mismo, sino la gran manipulación de tipo político a la que estamos sometidos para, en definitiva, descubrir nueva vías de financiación de ciertas oligarquías con sólo establecer paradigmas, aunque sea apoyándose en mentiras, que, una vez asumidas por los gobiernos occidentales, muchos ciudadanos asumen como verdades incontestables y se muestran dispuestos a expandir con sus mantras habitualmente moralistas, esta vez mayormente desde las izquierdas y, como siempre desde esa actitud ‘progreta’, con la superioridad moral auto otorgada que les permite calificar de panarra o de fascista a todo aquél que ose cuestionarles sus pamplinas.
Pero, digan lo que digan, sépanlo… «el Rey va desnudo». Y los que aplauden, en pelotas.
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