Nairobi, la capital de Kenia, una ciudad amplia y dispersa, a casi 2.000 metros de altitud sobre la sabana de África, y en cuyas calles del “downtown”, de grandes edificios modernos, puedes cruzar tus pasos con un guerrero samburu, muy serio y armado con una vieja lanza y su largo escudo de cuero y fibras vegetales. Lo miras, incrédulo, y lo ves tan ensimismado, caminando descalzo por la acera, tan en su papel, tan auténtico, que piensas que tal vez sea un empleado del Ayuntamiento para dar sabor local a los turistas; o un extra de alguna película que se dirige al rodaje. Quizás, imaginas, erró su camino tras las huellas de un león en los alrededores; o no supo resistir la curiosidad y se adentró en este extraño habitat de torres en el que los “musungus” (hombres blancos) y los negros se desenvuelven con naturalidad desde hace años.
Te dispones a cruzar un semáforo en una esquina comercial. Al otro lado de la calle ves una librería, una oficina de cambio y un cajero automático, mientras el tráfico intenso fluye con dificultad en un cruce de la Jomo Kennyata Av. De repente, miras al lado derecho –ya sabes, conducen por la izquierda y el volante a la derecha, magra herencia colonial británica- y te encuentras a un palmo de distancia el rostro impenetrable y silencioso de un auténtico masai o de un turkana casi en bolas, pintarrajeado, que cubre su cuello y su frente con un mazo de collares de cuentas de todos los colores, a la vez que un aro enorme le atraviesa la nariz o el labio. Real como la vida misma. Y te dices entre dientes: “¡Carajo! Pero, ¿dónde me he metido…?”.
Tranquilo, amigo, esto es África. Levanta tu mano derecha con la palma al frente y dile: “¡Jambo (yambo), bwana!” (“¡Hola, hombre!”). Es posible que por respuesta te muestre unos dientes enormes y blanquísimos. Puede que hasta te devuelva el gesto con idénticas palabras, sorprendido de que un tipo sonrosado como la lengua de una vaca maneje algo de swahili.
Puede que pienses que esta ha sido tu primera vez en usar ese idioma, pero te equivocas. Seguro que viste alguna película de Tarzán, de las antiguas, las de Johnny Weïsmuller (“¡Ankawa Chee-ta!”, ya sabes). Y seguro que también alguna vez empleaste la palabra “safari”, que en swahili sólo significa “viaje”. Y si viste la película de Disney “El rey león”, quizás recuerdes aquella cancioncilla, “Hakuna matata”, que, llevado al inglés, sería: “No problem”. ¿Quieres más? Si haces memoria, recordarás que el babuino amigo de “Simba”, el leoncito de dicha peli, se llamaba “Rafiki”; pues bien, dicho palabro se traduce como “amigo”. Ah, y “simba” es el término que denomina al “león” en swahili. En otra ocasión te anotaré más expresiones útiles de esta lengua hermosa y eufónica que se habla en buena parte de la zona oriental del continente, incluyendo Tanzania y regiones limítrofes, como por ejemplo: “¿Quieres dormir esta noche conmigo…?”.
Cae la noche sobre Nairobi. Si no hay nubes, comprobarás que ese cielo no te suena de nada. Claro, estás en el hemisferio sur, donde las estrellas son tan irreconocibles. Será mejor que te alejes ahora del centro de la “City”. Lo que durante el día era bullicio y tráfico imposible, ahora son calles desiertas y casi a oscuras. Los ladrones acechan por todas partes, pero la propuesta que te han hecho es casi imbatible: visitar el Carnivore.
Pillas un taxi y te diriges al sitio. Se trata de una macrodiscoteca al aire libre, a las afueras de Nairobi, llena de chozos con bares, barbacoas, restaurantes y varias pistas de baile. Está situada sobre una colina muy próxima a aquella en la que yace el legendario cazador Finch-Hutton al que dio vida en el cine Robert Redford, el amante de Isak Dinesen, la inmortal Karen Blixen de “Memorias de África”. Aquí, las peladas acacias no se funden con las puestas de sol violáceas bajo los acordes de los violines majestuosos de John Barry, sino con auténtica música disco africana de fondo.
El Carnivore, que cuenta con una enorme sala de conciertos, el “Simba Saloon”, por la que han pasado algunos de los más grandes artistas del continente, desde Manu Dibango a Pepe Kalé o Rita Marley, no es exactamente un lugar de esos para turistas, sino más bien de gente situada, ejecutivos, empresarios, profesionales, funcionarios y el equivalente más próximo de una burguesía local africana. El Carnivore ofrece la posibilidad de bailar hasta altas horas de la madrugada y, con seguridad, encontrarás a una amplia gama de expatriados y expatriadas de cualquier parte del mundo, desde traficantes de armas y espías a sueldo, a misioneros de paso, periodistas que van o vienen de cualquier conflicto o humanitarios sin fronteras, ya que es un lugar habitual de encuentro de los “musungus” esparcidos por estas remotas regiones.
Todas las ONG de cierta relevancia y todas las agencias de la ONU tienen sede abierta en la capital keniana, verdadero centro de distribución continental de este tipo de ayuda. Sólo Naciones Unidas y sus diferentes agencias tienen en Nairobi no menos de 5.000 funcionarios permanentes de todo el mundo que ocupan una ciudadela-fortaleza sobre las Gigiri Hills, en el centro de la ciudad, rodeada de frondosos jardines y dotada de todo tipo de servicios: estamos en el gran hipermercado mundial de la ayuda humanitaria.
Pero, sobre todo, el Carnivore es el lugar mejor equipado que conozco en el mundo para paliar el riesgo de contraer el mal de las vacas locas. ¿Por qué? Muy fácil: entre cócteles, música en directo y escarceos con las promiscuas bellezas indígenas, en sus enormes barbacoas de carbón crepitan toda la noche filetes, muslos, costillares y solomillos de… cocodrilos, cebras, oryx, búfalos, impalas, jirafas, avestruces (por supuesto), ilans (elands), gacelas Thomson y de otras muchas especies y bichos salvajes de las praderas africanas, cuyos trozos son servidos en espadones nativos. “A beast of a feast” (“Un banquete de bestias”) es el lema publicitario del Carnivore, un lugar con un menú exclusivo, casi único en el mundo, que acaba de abrir delegación en Johannesburgo, en la República Sudafricana. Tendré que visitarla.