No creo que los números encierren una moral.
Un número, una cifra, es un signo frío, aséptico, abstracto, suspendido en el aire, un significante que por sí solo carece apenas de significado.
Siete (o 7) significa siete (7) y, en puridad, casi no es posible añadirle nada más a ese concepto sin incurrir en aquello de que lo definido no debe entrar en la definición. Uno ve el 7 y puede concluir que hablamos de algo que es mayor de seis (6) y a la vez menor de ocho (8), pero sin saber en qué escala ni referido a qué.
Otra cosa, en cambio, son las matemáticas, hechas de cifras y números, sí, pero que encierran, intuyo, todo un juego de correspondencias y equivalencias, de alzas y restas, de multiplicaciones grandiosas y divisiones hacia la nada (o la menos nada) que en conjunto representan y contienen todo un sistema de valores morales inflexibles.
Las matemáticas, pues, exigen e imponen el respeto irrefutable a sus propios valores y a sus consecuencias, expulsan de sí mismas los atajos caprichosos, las fullerías y las ocurrencias, ofreciendo a menudo una verdad ajena a toda clase de relativismo.
¿No era ese el objetivo, el de educar en valores? Pues echemos mano de la firmeza reglada de ese sistema, el de las matemáticas. Intensifiquemos la enseñanza en ella y obtendremos la mejor escuela de valores que podamos imaginar.
En las matemáticas, cada parte, cada número, cada operación, tiene su amplia lista de derechos a comportarse conforme al código que le fue asignado, pero también la obligación indeclinable de ofrecer el resultado que le corresponde o de transformarse en otra cosa pero sin excusas ni subterfugios; en ello y sobre ellos cabe poca discusión.
En otras ciencias y expresiones de la inteligencia humana todo resulta opinable, sujeto a la percepción individual, a los intereses o a los prejuicios de cada cual. Ni siquiera los hechos más incontrovertibles presentan una sola cara desde donde mirarlos. Todo, hasta lo más extravagante, puede llegar a tener acomodo en la manera de contemplar la realidad que nos rodea.
Pero para mover el mundo hace falta un punto de apoyo, siquiera uno, desde el que poder multiplicar su fuerza aplicada de transformación.
Ese punto de apoyo no lo ofrece el Arte, ni la leyes éticas, ni el conocimiento de las muchas reglas (a menudo mutables) de la Biología o de la Naturaleza. Tampoco la moral religiosa, sometida al enfoque de las personas y de cada tiempo…
Cualquier disciplina encierra un código propio que apela a unas reglas, a la Historia, a la sociología del momento, al análisis estadístico del pasado, al silogismo interno de cada uno o a la propia experiencia que permitirían una evaluación. Pero ninguna de ellas, me parece, contiene un sistema de valores tan cerrado sobre sí mismo y tan insobornable como para formar parte insoslayable de la formación de los niños y jóvenes del futuro.
Las matemáticas expulsan de sí mismas la corrupción, los desviacionismos, los caprichos, los intereses particulares, las injusticias y la prevaricación. Y las consecuencias, cuando se hace eso, terminan siempre en el disparate, sin posibilidad de error.
Las reglas de las matemáticas son iguales para todos. Se podrán emprender caminos más fáciles o más dificultosos para solucionar las ecuaciones y los ‘problemas’, pero no admiten promesas de intangibles, ni desviacionismos, ni delirios, ni utopías hacia el ‘hombre nuevo’.
No queda otra que asumir la metáfora de códigos internos de valores que contienen las matemáticas para alcanzar a formar una sociedad racional y razonable donde nadie pueda apelar a delirantes antojos para transformarla.
El día que nuestros jóvenes, y todos, aprendamos esto, no sólo habremos arrumbado para siempre la demagogia del color del cristal con que se mira o las discutibles enseñanzas sesgadas de muchas pretendidas educaciones para la ciudadanía, sino que nos habremos instalado en una sociedad que aspira, sin fullerías, al verdadero progreso.