En esta vida nadie puede echar a pelear el número de veces que se ha jugado los cuernos por una razón u otra o sin motivo alguno.
Sin duda hay oficios y lugares de mayor o menor riesgo, está claro, pero a menudo esas cosas acontecen y pasan de manera tan extraordinaria o desapercibida que nadie sabe lo cerca que estuvo de que le cayera una maceta en la cabeza o un obús (según las circunstancias), de pisar una mina, de que un terrorista apretara el botón o de un ratero atrás de una esquina navaja en mano dispuesto a degollarte por sacarte algo del bolsillo.
Otro viejo amigo y querido boniato, Perico Barbadillo, sevillano de los viejos tiempos, que se había trasladado a la capital keniata después de intentar montar un negocio televisivo en Dar-Es-Salam, en el país vecino, narra historias de su experiencia africana a caballo entre lo absurdo y lo hilarante.
Cierto día nos encontramos casualmente en la puerta del Hotel New Stanley de Nairobi con el famoso escritor de viajes Javier Reverte, quien nos informó de que Perico se encontraba instalado ahora en la ciudad. Tras gastarle una broma telefónica haciéndonos pasar por agentes de la estación de Policía de Kilimani, el bueno de Perico quiso agasajarnos en su casa. Fuimos a verle.
Habitaba entonces un hermoso chalé en una zona residencial que parecía un bosque. Además de cocinera, planchadora y otras personas a su servicio, el precio irrisorio de alquiler incluía a una familia de samburus que habitaba, según sus costumbres, un chozo en un rincón del jardín y que se encargaba de cuidar el césped y la seguridad del recinto, pues Nairobi, y especialmente de noche, no es precisamente un lugar seguro bajo ningún standard.
Al descender del taxi que nos condujo hasta su casa, uno de aquellos guardias samburu salió a recibirnos en la oscuridad, cual askari de su tribu (‘soldado’, en kiswahili), con el escudo oblongo de cuero y lanza en ristre apenas detectó las luces del vehículo al otro lado de los setos. ¡Maldita sea, el susto que se metió este boniato al encender la linterna para guiar sus pasos y encontrarse de frente a aquel personaje amenazante y solitario envuelto en su breve túnica de colores pardos mientras nos apuntaba con la mkuki (lanza) engatillada en el brazo derecho como si se dispusiera a atravesar a un simba en mitad de la sabana!
Pero el episodio más extravagante y divertido que cuenta Perico de sus estancias africanas tiene que ver con cierta variante imperceptible del llamado ‘efecto mariposa’ y narra el periplo que le llevó a cruzar casi de costa a costa el continente para un documental televisivo. Por su cintura, más o menos.
En una de las jornadas, a la expedición le alcanzó la caída de la tarde en un pacífico poblado en cualquier parte. Dado que la aldea no contaba con chozos suficientes para alojarles, optaron por montar sus tiendas de campaña. El lugar elegido, muy cerca de la empalizada, junto a la puerta de acceso al recinto de la aldea, justo al lado de unos postes donde los nativos amarran a sus perros. Con buena lógica europea, pensaron que en caso de surgir algún peligro inesperado los ladridos de los canes les alertarían.
Bendita ingenuidad occidental y maldita diletancia africana, porque, al amanecer, Perico y los suyos lograron comprender que el punto escogido no podía ser más inoportuno, ya que los nativos atan allí a los perros para que sirvan de alimento si la oscuridad de la noche, como es costumbre, les abre el apetito a hienas, leones y demás fieras.
That’s Africa…!
El boniato pretende resaltar con esto la importancia, inadvertida, pero a veces decisiva, que puede tener en África tomar una opción u otra en los asuntos más banales de cada día. Aquí, un gesto, una elección cualquiera sobre una nimiedad, puede desatar esa especie inadvertida del llamado ‘efecto mariposa’ que más tarde te descubre la relación oculta que existía entre tu respiración y los sucesos primordiales que desencadenan. Y no siempre desfacer el entuerto y dar marcha atrás es posible si no es en mitad de un buen lío.
Las rutinas en África pueden ser muy diferentes de las de Occidente y de muy diversa estirpe, de modo que, en situaciones tan desconcertantes y complejas como las que se vivían por aquellos días en la frontera del viejo Congo de Joseph Conrad con Rwanda, en la orilla norte del Lago Kivu, diríase que a cada sístole y diástole de nuestros corazones se condicionaban de forma irreparable los sucesos que se derivarían a cada instante.
Y luego, claro, están los africanos. Y la manera a menudo tan primaria que emplean para manejarse ante ciertos acontecimientos. Tanto, que desconciertan a cualquier desavisado. Alguien tan experimentado con los refugiados de medio mundo como el directivo de MSF-Espáña Jordi Raich relata la perversa situación en la que se vio envuelto en Angola.
En la base logística de su organización en Huambo (Nueva Lisboa) se habían empezado a recibir noticias insistentes de la presencia de varios cientos de desplazados en estado calamitoso que huían de los combates en una localidad cercana dentro de su distrito. Como responsable de la misión, decidió fletar de inmediato dos camiones cargados de material para socorrer a las víctimas con la mayor urgencia.
A mitad del recorrido, los vehículos pesados encallaron en unas pozas de barro del camino, de donde tardarían siete horas en liberarlos con la ayuda de unas veinte personas de los alrededores que se prestaron a colaborar.
Ese día se vieron obligados a regresar a la base, pero, a la mañana siguiente, Raich envió a un equipo de operarios para remendar el barrizal a la vez que emprendió un viaje de inspección hacia el poblado, esta vez en un todoterreno capaz de sortear obstáculos de esa clase.
El resto del camino estaba en buenas condiciones, pero al llegar a su destino la situación de los desplazados era aún peor de lo que imaginaba, con gente que moría de inanición e infecciones a cada rato.
Repasó el terreno a su regreso de manera concienzuda para asegurarse de que los vehículos pesados no se verían atrapados en el próximo intento. Sin embargo, cuando un par de días después retomaron la ruta con los camiones cargados de material de mergencia hasta los topes, una nueva poza gigantesca apareció en el camino. Quizá se le pasó por alto, pensó. Así que otra vez tocó echar mano de unos peones improvisados para que les ayudaran a reparar la vía. Tras varias horas de esfuerzo, se pusieron de nuevo en marcha, cuando, de repente… ¡otra poza más!
Raich, al fin, decidió pensar ‘en africano’. Ordenó parar a la comitiva y se introdujo con su todoterreno en el lodazal. Puso el punto muerto y aceleró con furia, simulando haber quedado atrapado en el fango. “Al momento -relata Raich- asomó una partida de jóvenes para echar una mano”.
Y añade:
“Entonces los reconocí. Siempre eran los mismos los que nos sacaban del barro y siempre eran los mismos braceros que estaban ‘por allí’ cuando necesitábamos ayuda para reconstruir la carretera. Ellos fabricaban los obstáculos por la noche para que nos atascásemos y sacarnos dinero en propinas por empujar los vehículos, así como jornales por las reparaciones. Lo peor –termina Raich- es que los farsantes eran del mismo pueblo al que íbamos a asistir. Su ciego egoísmo y estupidez impedían la llegada de la comida que podía salvar la vida de sus propios parientes”.
That’s Africa…!
Pero volvamos a Zaire, ese No-país del mapa en el que entra holgadamente toda la Europa occidental Incluidas Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña, España y casi hasta la península escandinava en su totalidad, y que en 1965, año de acceso al poder del cleptócrata Mobutu Sesé Seko, contaba con más de 140.000 kilómetros de carreteras y, 30 años después, su red viaria se había visto reducida a 5.000 kms.
Goma era entonces, en apariencia, una hermosa y bulliciosa villa que conservaba aún cierto aire colonial, ubicada al borde del apacible Lago Kivu. Y digo sólo en apariencia porque era fácil que la hecatombe que se había desatado y se vivía en el país vecino, unida a la anarquía administrativa, a la actitud primaria de los africanos y a la propia sinrazón de la Naturaleza transformaran aquel remanso en un completo infierno. Como así iba a ocurrir en cuestión de días y se estaban percatando de ello las tropas de Infantería de Marina y de la Legión francesas.
Las aguas del Kivu, transparentes y risueñas en la niebla, invitan a una melancolía y una nostalgia casi austro-húngaras, pero nadie puede olvidar que resultan en extremo venenosas por la cantidad de azufre que contienen y por las extrañas criaturas microscópicas que allí viven, capaces de destriparte el estómago y el hígado en cuestión de semanas. La paradoja no es pequeña por cuanto pronto veremos a más de dos millones de personas acosadas por la deshidratación y las diarreas a orillas de una masa de agua colosal y aparentemente apta para el consumo.
Pero ahora estamos sobre la pista de asfalto del aeropuerto. Hay un movimiento discreto de tropas francesas en la lejanía mientras el Ilyushin 76 fletado por la Cruz Roja Internacional descarga a toda prisa los sacos de grano. No queda más que dirigir nuestros pasos hacia la destartalada terminal de pasajeros.
En su interior, dos filas de soldados perezosos, vestidos y armados de cualquier manera, hacen un pasillo que conduce hasta la puerta de salida. A la izquierda de la sala hay un pequeño laberinto de cubículos acotados con mamparas y sin techo que sirven de despachos. Mandamases civiles circulan nerviosos de un lado a otro pegando voces en un idioma extraño.
A un aburrido funcionario (signifique lo que signifique este concepto en el Estado inexistente al que los boniatos y el amigo makandé se disponen a ingresar) le mostramos la documentación obtenida en Nairobi que nos valida para estar allí, así como nuestros pasaportes. Con un gesto desganado nos informa de que debemos aguardar. Lo último que ha de hacerse en estos casos es permitir que tu pasaporte se aleje demasiado en manos de otro de tu campo de visión. En África hay aduaneros capaces de birlarte el alma en un juego experto de burlanga con un simple pase de trileros.
Transcurre una larga espera, apoyados aquí o allá, echando un cigarrillo en la puerta de acceso a la propia pista o recostados sobre las mochilas en el suelo (no hay asientos). Por fin, otro funcionario, con un ostentoso peluco de color oro en la muñeca, nos hace pasar a uno de los minúsculos cubículos de las mamparas, coloca su pistola desnuda en lo alto de la mesa vacía y nos informa de que toca pagar cierta cantidad en concepto de permisos de entrada en el país. Comienza, una vez más, el típico festival africano (farsa teatral en cien actos) para intentar limpiar de los bolsillos de los blanquitos esos billetes verdes que acostumbran a llevar consigo. Qué pereza…
Se va, vuelve, se sienta, se levanta… y así transcurre el tiempo, ensayando una protesta suave de nuestra parte, exhibiendo una amenaza discreta de su lado, negociando en cada envite una rebaja, elevando la apuesta sobre la inconveniencia de que estemos allí y, en definitiva, ambas partes procurando una salida que revista el atraco de un pretendido imperativo legal que no existe desde Boma y Matadi, casi en la costa Atlántica, hasta este otro extremo del país. Y mientras tanto, una rata inmensa se pasea tan feliz por lo alto de las mamparas del redil.
El funcionario ha degradado ya su apuesta por dos veces y así los boniatos han obtenido una considerable rebaja sobre las ofertas iniciales, lo que refuerza la decisión de no rendirnos. No hay acuerdo ni siquiera cuando el tipo ofrece que los boniatos y el amigo makandé firmen un impreso por el que se comprometen a acudir esa misma tarde a una comisaría concreta de la ciudad para hacer el pago de un visado imprevisto y caprichoso. ¡Ni de coña, vaya! Salvo que la cosa se ponga realmente fea, los boniatos no se van a presentar al atardecer voluntariamente en ningún tugurio preñado de sátrapas armados y a espaldas por completo del movimiento que, al fin y al cabo, se registra en aquella pequeña instalación aeroportuaria. Nada, no hay acuerdo.
Aburridos de este juego absurdo en el que los africanos podrían emplear el resto de su vida, los boniatos, atrapados en la descuajeringada terminal del aeropuerto, abandonan el despacho y deciden pasear un rato por la sala. De repente, un revuelo de personas se abre paso entre las dos filas de soldados. Se trata del nuncio apostólico de Su Santidad en esta zona del mundo, un negro alto y sonriente vestido de obispo, con solideo y cinturón morado, que viaja desde Angola hacia no se sabe dónde y que ha realizado una escala técnica en este remoto rincón de jungla.
Es nuestra oportunidad, piensan los boniatos, y se aproximan al nuncio para explicarle lo que nos sucede. Le solicitan a Su Eminencia si pudiese realizar entre aquella gente antes de emprender su vuelo alguna gestión que ablande la espesura negociadora, pues llevamos retenidos en el aeropuerto más de dos horas.
Acostumbrado a atender peticiones más peregrinas y desesperadas, supongo, el nuncio se vuelve hacia un miembro local de la comitiva que le acompaña, aunque sin demasiado éxito. Se gira hacia nosotros, alza las manos y se encoge de hombros como para disculparse y expresarnos que ha hecho lo que se ha podido antes de seguir su camino hacia la escalerilla de su avión. Gracias, Eminencia.
Tras el pequeño revuelo que se ha formado con la llegada del Obispo, los boniatos aciertan a ver al otro lado de la fila de soldados a un tipo con un inconfundible aspecto de vendedor de quesos manchegos. O de cura párroco de pueblo en la meseta castellana, da igual. Quiero decir que ese tipo, de aspecto bonancible y sonriente, que ahora parece saludarnos con la mano desde detrás de la barrera de soldadesca (como si nos conociéramos de toda la vida e hiciese mucho que aguardara nuestro reencuentro), nos resulta tan familiar como un bizcocho mojado en un tazón de leche, como un plato de salchichón y chorizo carpetovetónicos, como una jarra de sangría o un pasodoble tocado en mitad de la plaza de un pueblo.
Ha llegado la hora de apostarlo todo a nuestra suerte. Si no queremos pudrirnos atrapados en esta miserable burocracia africana que puede conducirte a las situaciones más insospechadas, mejor tirar por la calle de en medio. Y esa calle es la que se abre precisamente entre dos filas de soldados perezosos y que conducen hasta la puerta de salida… Rien ne va plus!
Este boniato tiene la costumbre de viajar a África sobrecargado en casi todos los bolsillos de su chaleco de bolígrafos baratos de todos los colores, además de portar un puñado de canicas de cristal, chicles y caramelos, que a veces sirven para que un niño te regale una sonrisa y otras, como ahora, para que las tropas te cedan amablemente el paso como si les estuvieras sobornando con cuatro pagas extra y un crucero por el Caribe para toda su familia. Bienvenidos a Zaire.
That’s Africa…!