Por si alguien sigue ahí… Nos dirigíamos desde Nairobi hacia Goma, en la frontera zaireño-ruandesa. La aeronave, cargada de sacos de grano hasta la coronilla, había sido fletada por el Comité Internacional de la Cruz Roja (ICRC), con tripulación ucraniana, bajo bandera desconocida y quién sabe si propiedad del que años más tarde sería declarado por las autoridades de EE.UU. “enemigo público número 1”, el tayiko Viktor Bout, denominado “el mercader de la muerte” y considerado por la propaganda oficial “el mayor traficante de armas del mundo”.
Bout resultó detenido finalmente en Tailandia en el año 2008, mediante un engaño urdido por la CIA en colaboración con los servicios secretos de varios países y luego extraditado en 2010 a EE.UU., donde fue condenado a 25 años de cárcel acusado de haberse dedicado de manera intensiva al tráfico de armas en muchos de los peores conflictos africanos de los últimos veinte años.
En el momento de su arresto, Bout había acudido a Bangkok bajo el señuelo falso de que alguien relacionado con las FARC colombianas estaba interesado en comprarle alguno de los últimos aviones que le quedaban en propiedad tras haberse dedicado, desde poco después de la caída del Muro de Berlín, en 1989, al transporte de casi todo en África. De casi todo, incluye, por supuesto, cargamentos de ayuda humanitaria.
Cuando fue detenido, la Embajada norteamericana presentó una solicitud de extradición a las autoridades judiciales tailandesas bajo la acusación de que el tayiko se encontraba en Bangkok negociando la venta de un cargamento de armas para la guerrilla de Colombia, aunque por aquel entonces no se tenían noticias de actividad alguna por su parte desde hacía varios años, especialmente desde que se estrenara una ficción para el cine, protagonizada por Nicolas Cage, que se tituló “Lord of War” y en la que, bajo otro nombre, Bout aparecía retratado como un despiadado e inescrupuloso repartidor de muerte en todas las confrontaciones bélicas de la época. Pero para entonces, Bout estaba ya retirado y vivía más o menos plácidamente mientras trataba de vender los últimos restos de su negocio aéreo al mejor postor.
La historia de Bout, sí, está ligada, inevitablemente, a los desplazamientos atípicos de mercancías en África. Y es indudable que la ayuda humanitaria se encuentra entre los grandes contratistas atípicos de esa clase de vuelos en todo el continente. Cuando suenan los timbres de alarma por una emergencia humanitaria, las ONGs reclaman sus servicios a compañías de cualquier pelaje que sean capaces de poner con urgencia a su disposición aeronaves de muy diverso tipo, ya sea avionetas versátiles para desplazar a un grupo de cooperantes a un lugar remoto y casi inaccesible o para que establezcan una línea irregular de vuelos de gran tonelaje para el transporte de sus logísticas durante meses. (Recuérdese la trágica historia del Yakóvlev-42 alquilado por las Fuerzas Armadas españolas y que se estrelló con 62 militares a bordo en los alrededores del aeropuerto turco de Trebisonda. Fallecieron todos, incluidos sus trece tripulantes, que no por casualidad eran doce ucranianos y un bielorruso).
A Bout, un tipo sin oficio ni beneficio, el desmoronamiento de la URSS le pilló recién destinado como funcionario de medio pelo en una embajada soviética en territorio africano. Sin sueldo ni nadie a quien acudir, pero con cierta facilidad para aprender idiomas, el tayiko se las arregló para hacerse poco a poco con algunos de los viejos aviones de carga de su extinto país, los cuales nadie reclamaba, y fue ampliando poco a poco su flotilla con otras aeronaves de diversa consideración y prestaciones que alquilaba a quienes les hiciese falta trasladar algo por el continente.
Reclutó a las tripulaciones de muchas aeronaves que habían quedado varadas en países extraños por el colapso soviético y, gracias a ello, logró reunir los vitales e imprescindibles códigos de aterrizaje de casi todos los aeropuertos y aeródromos de África.
El imperio de Bout creció de forma considerable y terminó por establecer en Dubai y Abu Dhabi, en los Emiratos Árabes Unidos, las franquicias necesarias para solventar los permisos de vuelo y transporte a través de los distintos países europeos, africanos y de Medio Oriente. Se convirtió en el rey.
Fue así como se hizo millonario, y es muy probable que a lo largo de esos años en sus aviones viajase de todo, junto o por separado, que esa es otra historia, porque en un avión de transporte, que puede compartir clientela y ser cobrado a dos clientes distintos al mismo tiempo, hay espacio para mercancías muy diversas.
La pelea judicial para obtener su extradición a EE.UU, que duró dos años, estuvo trufada de presiones políticas y militares al máximo nivel y de documentos falsificados por la propia CIA. De cara a la galería, ante el mundo, las autoridades soviéticas defendieron a Bout en contra de los intereses norteamericanos, pero ni siquiera está claro que el reo no fuese utilizado como un muñeco de trapo por el KGB para obtener algún precio no revelado del enemigo a cambio de la extradición del supuesto mercader de la muerte. Quizá fue traicionado por los rusos y mi amigo Daniel Estulin sabe de esto más que casi nadie, pues acompañó a Bout durante casi un año en Bangkok y le visitó en la cárcel de alta seguridad en varias ocasiones, vestido con un pijama de color butano y encadenado de pies y manos cada vez que se le desplazaba para un interrogatorio o para una declaración judicial.
Sirva todo esto para entender que, una vez marcados los objetivos de producción en el negocio de las Víctimas, S.A., una vez identificada la ‘víctima sexy’ en forma de hambruna, guerra o emergencia por desastre natural, la industria humanitaria no se detiene en efectuar análisis de ninguna clase que puedan entorpecer una tarea ya de por sí compleja, arriesgada y carísima en la que, además, compiten a cara de perro con otras organizaciones similares por sustanciosos bocados de los presupuestos públicos en sus respectivos países y para aliviar los bolsillos y, de paso las conciencias, de sus conciudadanos.
Y nadie, tampoco Amnistía Internacional, que ha liderado siempre la campaña de propaganda contra Bout hasta convertirlo en una especie de monstruo reductor de cabezas, concentrando en su figura lo que, a buen seguro, no afecta sólo a una persona, se ha tomado la molestia de comprobar cuántos vuelos humanitarios, de los cientos de miles registrados en estos años en África, se realizaron en aeronaves pertenecientes al imperio aeronáutico de Bout.
Y de todos modos, aun así, mucha gente considera que el objetivo sustancial son las víctimas, los inocentes, las cuales, según el imaginario común del ciudadano occidental, están siempre fuera de toda sospecha y quedarán eternamente agradecidas por el despliegue de altruismo y generosa solidaridad que seamos capaces de demostrar y de hacerles llegar.
Al respecto, el ex dirigente de MSF Jordi Raich reflexiona en su libro “El espejismo humanitario”:
<<…numerosas poblaciones no consideran nuestra ayuda un acto altruista sino una obligación que tenemos para con ellas. En el multicultural planeta que nos acoge abundan las sociedades estructuradas alrededor de los conceptos de comunidad, copropiedad y participación, muy alejadas del individualismo que caracteriza a la civilización caucásica. En ellas, la generosidad del que tiene no es juzgada una virtud o una decisión voluntaria, antes bien es un deber para con los congéneres menos favorecidos. No es, pues, de extrañar que el humanitario no sea visto como un sujeto que comparte su riqueza sino como alguien que no da todo lo que podría ofrecer, como alguien que nunca da suficiente. A los ojos de numerosas víctimas, el cooperante es un falso magnánimo porque es desprendido con el dinero de los demás, en este caso los donativos y subvenciones entregados por los habitantes y los gobiernos de las regiones industrializadas a su ONG. Da un poco de lo mucho que tiene y lo poco que da no le pertenece>>, concluye Raich. ¡Booooom!
Desde luego, como añade Raich, refugiados los hay de muchas clases y esa manera de verlo está más exacerbada entre los desplazados que proceden de las ciudades, los cuales son más dependientes y más exigentes con la asistencia que se les presta por cuanto a menudo no están habituados a hacer una fogata en pleno campo o a procurarse un cobertizo con sus propias manos. Aquellos Mercedes Benz que podían verse en Benako aparcados en la puerta de sus improvisadas chozas delataban a quienes estaban dispuestos a mostrar toda la intransigencia y la chulería asesina de que son capaces para exigir lo que consideran un derecho a ser atendidos y servidos. Sobra añadir que son éstos, en cualquier caso, los que enseguida se convierten en líderes de la masa e imponen sus condiciones.
En cierta ocasión, en un paseo por otro apartado lugar de África, esta vez en Tombuctú (Malí), el boniato tuvo la ocasión de conocer de primera mano el relato de un joven de apenas 18 años deseoso de emprender algún día la aventura de cruzar a Europa. Podrán creerlo o no, pero ese muchacho, con el que trabé una buena amistad que aún hoy perdura (actualmente vive en Bruselas, casado con una expatriada belga a la que dejó embarazada cuando ella prestaba servicios en una ONG por aquellos remotos desiertos) y que había sido esclavo hasta los 14 años en un caravanserai tuareg, donde su madre se encargaba de cocinar para el resto, estaba absolutamente convencido de que los ‘tubabus’ (‘blanquitos’) vivimos bien porque en Europa cada cual dispone en su casa de una maquinita con la que fabricamos dinero cada vez que nos hace falta. ¡Lo juro! ¡El chaval estaba absolutamente convencido de esto y aseguraba que todos en Tombuctú creían eso a pies juntillas! De modo que, a saber qué clase de troglodita fanático islamista les había trasladado semejante idea…
Me costó muchas horas convencer al amigo Isa de que en Europa la gente se esfuerza muy duramente por encontrar un trabajo y luego, con suerte, se pasa la vida cargado de obligaciones, rutinas y responsabilidades para obtener el sustento de los suyos. Otro buen montón de tiempo lo dediqué en primera instancia a descubrirle a mi amigo el movimiento de rotación de la Tierra para hacerle comprender que no es el sol el que gira alrededor del planeta, como él creía por sus observaciones, sino al contrario. Cuando al fin pareció entenderlo, perplejo y con cara entre el asombro y la más sincera gratitud, exclamó:
-“Pepe, ¡tú eres un sabio!”.
El grado de información de mucha gente en África puede llegar a ser conmovedor. Por ejemplo, en Eritrea, en las montañas semidesérticas que ascienden desde el Mar Rojo hasta Asmara, nos encontramos en cierta ocasión con un anciano que, conmovido por la presencia de dos seres de piel blanca y de aspecto europeo, se dirigió entusiasmado a su aislado cobertizo para vestirse con un salakot de lona del tiempo de Maricastaña y, mientras sostenía con una mano el tradicional matamoscas de pelo de rabo de vaca, alzaba el otro brazo saludando al modo fascista a la vez que gritaba al viento en la soledad del lugar vítores marciales en italiano a Vittorio Emanuele III, el viejo monarca de tiempos del fascismo de Mussolini que abdicó en 1946.
En otra ocasión, en una apartada aldea de Sudán del Sur donde muchos ancianos se sorprendían al verte encender una cerilla o un mechero (¡capaces de hacer fuego entre los dedos!, pensarían asombrados), varios muchachos que de niños habían pasado algunos meses en Cuba, acogidos por la Revolución, preguntaban nerviosos si aún seguía vivo FidelCastrorruz (lo pronunciaban así, todo junto y al completo) y se interesaban por saber algo de Los Van Van, el grupo salsero por antonomasia de las isla en los años 80. Conocían a la perfección, en cambio, el manejo de las sofisticadas y aparatosas armas que portaban en sus manos.
Pero no olvidemos que estamos volando hacia Goma, la hasta entonces hermosa ciudad junto al Lago Kivu de un país inexistente que sirve de frontera con Rwanda. En las afueras, el inmenso cleptócrata Mobutu disponía entonces de uno de sus muchos palacetes de descanso, rodeado de la fragorosa jungla del Parque Nacional Virunga, el de los famosos gorilas en la niebla donde fue asesinada y yace enterrada la primatóloga Dian Fossey, y de siete volcanes tremebundos, el más cercano el Nyiragongo, cuya cumbre monumental emite día y noche un resplandor rojizo colosal y amenazante que ilumina el cielo y convierte el paisaje en una especie de estampa irreal sacada de una película de Disney.
Del otro lado de la frontera, ya en Rwanda, está Gisenyi, que hasta unos meses antes se diría una bucólica villa perfectamente adaptada al gusto europeo, como si de una decadente población a orillas del Lago Como se tratase, con sus residenciales rodeados de setos y arboledas, sus edificios oficiales y sus pequeños comercios.
El Ilyushin 76 traza en el aire un enorme semicírculo de reconocimiento, está a punto de tomar tierra en el aeropuerto de Goma y en esos momentos la pista de asfalto se encuentra atiborrada de niños que juegan a la pelota, ajenos en apariencia a la pesada mole de metal con alas que se les aproxima con nosotros a bordo. No es hasta el fatídico último instante en que el Ilyushin invierte sus alerones para la toma de contacto, cuando la multitud de críos corre hacia los márgenes de la pista de un aeropuerto cuyas vallas de protección permanecen a duras penas en pie, a trozos y medio oxidadas,
Bienvenidos al no-país.
Mientras la tripulación ucraniana del Ilyushin enjareta a pie de pista el papeleo correspondiente y se procede a toda prisa a la descarga de las mercancías, los dos boniatos y el amigo makandé tienen tiempo de percibir que el paisaje es verde y selvático hasta donde la vista alcanza, la temperatura tibia y el ambiente muy húmedo y neblinoso, pero, fuera de la pista de asfalto, el terreno es irregular y rocoso, inservible para practicar otro deporte que no sea el de cortarse los pies descalzos. Se trata de lava petrificada y es en semejante escenario donde se desarrollará en los próximos meses el más caótico, demencial y espeluznante campo de desplazados del que se guarde memoria.
Varios años después de nuestra estancia, ya en el año 2002,la arteria principal de Goma quedaría arrasada por una de las cíclicas explosiones del Nyiragongo y la pista del aeropuerto sepultada bajo un río de lava de millones de toneladas que luego se convertiría en una capa pétrea de dos metros de espesor.
(*****)
Pero estamos, al fin, en suelo zaireño, tal vez en uno de los paisajes semi vírgenes más hermosos del planeta y tenemos que dirigirnos hacia el desvencijado edificio que sirve de terminal. Allá a lo lejos, en una esquina del aeropuerto, pueden observarse los movimientos de algunas tropas, jeeps y oficiales de Inteligencia de la Legión francesa, recién llegados y a punto de que se produzca el desembarco del grueso del contingente de material y tropas.
Alguien (empieza a sospechar el boniato) está sumamente interesado en que los periodistas conozcan los hechos in situ para que cuenten al mundo tamaño despliegue de efectivos y la labor que se disponen a realizar. Y si unos boniatos han sido agraciados con semejante premio, cabe pensar lo mismo del río de pasta que se debe estar cociendo a esas horas en las oficinas de varios gobiernos con destino a las organizaciones humanitarias de turno para que revistan de altruismo entusiasta y de optimismo benefactor la tarea que van a desarrollar.
Pero, la verdad sea dicha, hemos llegado, quizá, demasiado pronto. Aún no ha tenido tiempo la Inteligencia francesa de pulir los mecanismos para facilitar la propaganda y en la terminal de Goma permanece el habitual destacamento de policías corruptos, ahora arropado por una hueste de soldados desarrapados, cada cual con un arma diferente y vestidos como Dios les ha concedido entender.
(To be continued)