El destino lo quiso y la fortuna nos sonrió…
A toro pasado se pueden decir estas memeces, pero lo cierto es que, gracias a unas acertadas gestiones y a unas cuantas copas en los locales nocturnos nairobitas, habíamos conseguido un permiso de embarque en uno de los vuelos con destino a Goma, en el estado inexistente de Zaire del muy corrupto Mobutu Sesé Seko.
Esa misma tarde, según vimos, se había dado a conocer el comienzo de la “Operación Turquesa” por parte de un ingente destacamento de tropas especiales de Francia en aquel extremo de Rwanda. ¡Premio gordo!
Difícil dormir ante la expectativa del día siguiente, de modo que, según recuerdo, traté de avanzar un poco en el “Noche de Tahúres”, de Raúl del Pozo, pero no conseguí centrarme en aquella historia, tal vez porque toda la picaresca de burlangas y trileros relatada en la novela resultaba irreal o ingenua frente a la cruda realidad de aquellas jornadas.
Una vez en el Wilson Airport (en la anterior entrega lo denominé Victoria Airport, perdón por el lapsus que me hizo confundir el nombre con el de la capital de las Islas Seychelles), aeródromo dedicado a tiempo completo al despegue y aterrizaje de mercancías con fines humanitarios para todo el continente, nos asignaron el transporte.
Se trataba, ¡oh!, de una reliquia soviética, un mastodonte de carga con dos o tres tripulantes ucranianos que responde al nombre genérico de Ilyushin 76, famoso en el mundo entero no tanto por su capacidad y versatilidad, cuanto, sobre todo, por la incomprensible facilidad para que, sin explicación aparente, se le abra en pleno vuelo la gigantesca rampa trasera y esparza sus mercancías al viento desde varios miles de pies de altitud. Un par de meses después de nuestro vuelo, otro Ilyushin 76 (tal vez se trataba de este mismo), sufrió dicha clase de accidente en la zona, cuando sobrevolaba la selva congoleña con más de un centenar de refugiados a bordo. Más de ochenta cabecitas negras quedaron esparcidas por la jungla y sirvieron de raciones de alimentación inesperada a los buitres y a las hienas.
Como cabe esperar de una aeronave de carga y transporte de tropas (más aún si soviética), el Ilyushin es un avión espartano, con dos filas de asientos abatibles de red acoplados a sus paredes para el uso de ‘paracas’ y un enorme ‘salón-almacén’ de techo muy alto donde se depositan los vehículos o, como en este caso, muchas toneladas de grano en cientos de sacos con destino a la frontera zaireña.
Aparte de la tripulación, ubicada en un cubículo alto en el morro del aparato, al que se accede desde el almacén mediante una escalerilla de mano vertical, el pasaje se completó aquel día con un equipo de otros tres infortunados boniatos (un mozambiqueño y dos sudafricanos, si la memoria no me falla) equipados todos ellos con los habituales y pesados chalecos de kevlar y cascos blancos de acero para protegerse en eventuales tiroteos. Creo que alguno de ellos venía de pasar algunas semanas en Bosnia-Herzegovina o en otro lugar de los Balcanes.
Mal presagio si se tiene en cuenta que, por nuestra parte, nos disponíamos a penetrar en zona de combate a cuerpo gentil, comme d’habitude, sin seguros especiales ni planes de alojamiento en Goma y con nuestro exiguo presupuesto diezmado de gravedad por el jefe de la Policía de Benako y por los gastos de la inesperada noche nairobita.
Así las cosas, mejor respirar hondo, tratar de relajarse y encomendarlo todo al “carpe diem”. Ya veremos…
Por si acaso, decidí darme el gustazo de viajar por primera vez tumbado en un avión, sin cinturones de seguridad que me aprisionaran, y nada mejor para ello que hacerlo en lo alto de esa çómoda montaña de sacos que se acumulaba delante de nosotros.
Sobrevolamos de nuevo la gran planicie alta y la sabana keniana y, otra vez a la inversa, el inmenso y legendario Lago Victoria (para hacerse una idea de su tamaño, más de una hora sobre ese mar interior en el que a menudo se producen naufragios por el oleaje), antes de aproximarnos a la media docena larga de inmensos volcanes que rodean a Goma y al mítico Parque Nacional Virunga, junto al Lago Kivu.
Sé que no resultará muy asequible para nadie comprender por qué razón, una vez más, viajaba con los boniatos el amigo makandé Rafael S. Lizondo. Podría pedirle a él que intentase pergeñar unas palabras que lo justificase, pero dudo mucho que sirva para algo. Así que este boniato sólo añadirá que en el verano de 1994, cuando aterrizamos en Nairobi, el amigo makandé se disponía a emprender a pie y en solitario un recorrido hacia Sudáfrica, acompañado de una mochila, un poco de dinero y, eso sí, un típico bastón somalí en cuyo interior se aloja, disimulada, una larga espada.
A la vista de cuál era esta vez nuestro objetivo, penetrar hasta Kigali, en pleno caos (como el año anterior lo había sido intentar alcanzar las montañas de Kordofán, en el centro de Sudán), el makandé, resuelto y despreocupado, preguntó: “¿Os importa si voy con vosotros? Total, la caminata hacia Sudáfrica la puedo hacer en otro momento…”
Nada que objetar, amigo. Como siempre, fue un placer.
Estábamos a punto de aterrizar, pues, en el mismo ojo del huracán del mundo. Las embajadas, los cenáculos más altisonantes y los despachos políticos y militares de todo el globo volvían en esos días sus miradas hacia aquel lugar en el que la Francia del viejo lobo Miterrand iniciaba un asombroso y despampanante despliegue de tropas en mitad de un marasmo confuso de intereses en una remota esquina del planeta en la que se acababa de producir una matanza estratosférica, despiadada, obscena y de raíces casi inexplicables, a la vez que se iniciaba una operación mastodóntica de ayuda humanitaria que ya por entonces amenazaba con quedar fuera de control después del paroxismo vivido en el lado tanzano.
Pero, ¿cuáles eran esos intereses en juego?
Tres actores principales, un cooperador necesario, y muchos otros colaterales. Los tres agentes principales eran Francia, China y Estados Unidos. Y el cooperador necesario no fue otro que el aparato de política humanitaria más influyente del planeta, con sede en el East River de Manhattan: la ONU.
Está amplia y sobradamente documentado que en los meses previos al extermino en Rwanda (abril de 1994), ese minúsculo país no sólo se había convertido en el tercer país importador de armas en el continente, sino que en menos de un año había gastado buena parte de la tradicional cooperación francesa al desarrollo en comprar más de 600.000 machetes a… ¡China!
El machete, es cierto, es un instrumento de trabajo muy común entre la amplia comunidad agrícola de Rwanda (por aquel entonces unos diez millones de habitantes para una superficie no mayor que las provincias de Sevilla y Huelva juntas), pero habría podido pensarse que estaban aplicando un enorme plan Renove en dicha materia. Está igualmente documentado que todos esos cargamentos de machetes hicieron escala, sistemática y ordenadamente, a través de Egipto. ¿Y de dónde era el secretario general de la ONU en aquellos meses? Sí, un egipcio llamado Boutros Boutros-Ghali.
¿Y quién era en esas fechas el responsable último en Nueva York de la Misión de Paz de la ONU para Rwanda que ató de pies y manos, con la complacencia de Bill Clinton y de China en el Consejo de Seguridad, al General canadiense de los cascos azules Romeo Dallaire permitiendo que los hutus incluso asesinaran a sus soldados pese a las constantes, urgentes y dramáticas llamadas de socorro del General? Muy fácil: un tipejo llamado Koffi Annan.
¿Y a quién elevaron a la Secretaría General de la ONU pocos meses después de que terminase la masacre ante la pasividad de todas las potencias y de los organismos internacionales? Sí señor, tal vez fue una enrevesada manera de agradecerle los servicios prestados a ese mismo Koffi Annan, que desoyó todas las graves advertencias del desesperado General sobre el terreno y denegó cualquier posibilidad de movimientos, forzándolo casi al suicidio.
Por tanto, volviendo a los intereses en juego, ¿cuáles eran? Básicamente uno: modificar y restar la tradicional capacidad de influencia francesa en la zona, cosa en la que estaban sumamente interesados los EE.UU. y China.
Francia se revolvió como un tigre herido y por eso ordenó la Opération Turquoise, lo que suponía, de hecho, proteger la retirada de un ejército de hutus genocidas y salvajes mientras la «ayuda humanitaria» chorreaba a millones en los alrededores sin prestar atención ni reflexión alguna a los intereses a los que estaban sirviendo. Como siempre, bajo la excusa de ayudar a salvar vidas… ¡Quién sabe si inocentes!
Meses antes de que se iniciase el genocidio, la Bolsa del Té y el Café (en Chicago) desplomó los precios varias veces consecutivas de esos productos, principal vía de ingresos en Rwanda. Luego, los presidentes Juvenal Habyarimana, de Rwanda, y de Burundi, Cyprien Ntaryamira, ambos hutus, fueron abatidos en abril, cuando el avión presidencial del primero regresaba con ambos a Kigali tras la Conferencia de Arusha (en Tanzania) donde se habían aproximado posturas para frenar el estado de cosas que se avecinaba.
Mercenarios (tal vez belgas, antiguo colonizador de Ruanda, aunque bien pudieron ser franceses o de cualquier otro país) dispararon desde los alrededores del aeropuerto de Kigali al avión presidencial causando la muerte de la delegación al completo. En aquella confusión, la Radio Mil Colinas dio la señal de salida para el despelote de asesinos más completo.
Por aquellos días, la Administración de Clinton se negaba a hablar de «genocidio» y, sólo después de varias semanas de crueldades inimaginables e imposibles de ocultar, el Departamento de Estado admitió que se podrían, quizá, haber cometido «actos de genocidio» en la zona, pero «no un genocidio». Juegos de palabras increíbles para evitar la intervención directa de la comunidad internacional teniendo en cuenta, además, el fracaso en Somalia el año anterior con el suceso trágico del Black Hawk Derribado!
Koffi Annan se limpió el trasero con todos y cada uno de los telex desesperados del General Dallaire. Éste pedía armas, tropas o, al menos, que le dejasen cumplimentar con lo que tenía su tarea de interposición de los cascos azulles en puntos estratégicos de la capital y alrededores para detener a la muchedumbre de asesinos.
Recibió todo lo contrario: órdenes estrictas de mantenerse acuartelados, no disparar bajo ningún concepto y no patrullar ni los alrededores excepto para sacar de allí a ciudadanos extranjeros. Es más, los belgas ordenaron la salida inmediata de sus fuerzas de la Misión Internacional y mermaron aún más la capacidad de acción del General canadiense.
Ante tanta pasividad de la fuerza de interposición simbólica de los cascos azules, los hutus Interahamwe decidieron asaltar el acuartelamiento de Dallaire y acabaron con la vida de 80 soldados de diversas nacionalidades, impedidos incluso de defenderse.
Los chinos, a esas alturas, ya habían logrado también lo que querían, ayudar a la desestabilización del tablero de juego. A río revuelto, algo les caería algún día. Sin los franceses manteniendo el status quo tradicional, tendrían más probabilidades de encontrar rendijas por donde infiltrarse en el control de los recursos de la zona.
Entre tanto, las organizaciones humanitarias no daban ni una sola muestra de sensatez ni de estar analizando el problema. Volcadas sobre sí mismas, lo único que parecía interesarles era mostrar al mundo su capacidad y su eficacia a la hora de afrontar un desastre de tales dimensiones, mejor cuanto más grande.
Si Benako supuso un colapso de los planteamientos éticos o morales para esta clase de organizaciones, alguien debió pensar en eso de que la mancha de una mora con otra verde se quita y tiempo les faltó para redoblar su presencia ahora en el otro extremo, en Goma, punto fronterizo por el que huían hacia el Zaire cientos de miles de refugiados en desbandada ante el implacable avance del EPR.
Antes de detallar nuestra estancia en Goma por aquellos días, sobrevolemos los acontecimientos para enunciar que la guerra la ganó Paul Kagame, del EPR (Ejército Patriótico Ruandés), formado por tutsis ruandeses, apoyados por las armas de Uganda (fiel aliado en la zona de EE.UU.). Esto supuso un fuerte revés para los franceses, interesados ahora en mantener abierto o latente el conflicto desde el Congo (antiguo Zaire, que también acabaría desestabilizado por completo, coincidiendo además con la muerte, meses después, por un cáncer de próstata, del dictador Mobutu Sesé Seko, aliado de Francia) para que los americanos no consolidasen sus posiciones.
Los chinos, como fuerza emergente global, acababan de presentar en Rwanda sus sibilinas credenciales en juego para pelearle a cualquiera la preponderancia en ese continente. Y ahí sigue, girando la ruleta…
Vemos de este modo que resultan bastante absurdos los planteamientos ajenistas que suelen hacerse a veces las organizaciones humanitarias en mitad de unas crisis político-militares insoslayables. Juegan a veces al ajenismo de que a ellos les importa un rábano lo que suceda y que sólo les preocupan las víctimas. Sin embargo, a su vez, no pueden olvidar que si algo les diferencia de otra clase de organizaciones humanitarias es, precisamente, la obligación auto impuesta de denunciar al mundo los hechos en los que intervienen. No acuden con los ojos, la boca y los oídos tapados como los tres icónicos monitos, sino que asisten con el compromiso de denunciar la barbarie y clasificar en buenos y malos, en víctimas y culpables, a los actores de cada escenario.
Nada denunciable veo en tal propósito, pero entonces tendremos que convenir que dichas ONG’s actúan como un contendiente más, no neutrales, forzados a realizar exámenes y a redactar posicionamientos y dictámenes sobre lo que acontece ante sus ojos.
Reciben de sus contribuyentes cientos de millones de dólares y actúan en un sentido u otro en cada conflicto. Intervienen con un poder logístico trascendental en situaciones de emergencia, ya sea asistiendo a heridos o a enfermos, controlando epidemias que pueden diezmar a una o a ambas partes, suministrando alimentos y medicinas y, en definitiva, procurando el sostén, de manera incruenta, de los bandos en combate. Todo ello sin mayor protección que la posibilidad de aceptar o no los continuos y despiadados chantajes de las fuerzas en conflicto, desestabilizando y provocando un constante corrimiento en la correlación de las fuerzas enfrentadas.
Así las cosas, ¿cómo puede nadie esperar que los ejércitos humanitarios sean respetados como neutrales si ellos mismos se reclaman con el derecho de juzgar y de intervenir por encima de las fronteras y de las leyes internacionales? Del otro lado, quienes aceptaron hace siglo y medio actuar en silencio, ocultando su capacidad de denunciar, ¿cómo pueden asumir el horror y la complicidad de asistir a seres en peligro mientras éstos son exterminados por esos mismos que reciben su constante apoyo y cuidado?
El dilema, ya se ve, sólo aboca al fracaso de ambas actitudes y reclama a voces la intervención de una fuerza exterior que ambos posicionamientos excluyen de sus postulados, o por el contrario los hechos imploran que abandonen a los contendientes a su suerte hasta que la legitimidad final la obtenga uno de los bandos a través de cualquier medio, incluido el empleo de las armas.
Nótese que por detrás de los hechos se mueve, por tanto, una gran mentira, una impostura, una utopía, un imposible, un deseo inalcanzable como es el de redimir el sufrimiento en cualquier lugar del globo, sean cuales fueren las circunstancias. Y así las cosas, todas las organizaciones humanitarias se ven impelidas a continuar adelante para que el negocio no se paralice, pues en tal caso asistiríamos al batacazo del ciclista que es incapaz de mantenerse en pie si deja de dar a los pedales.
Y si estás obligado a dar pedales para mantener el equilibrio, olvídate de florituras o de justicias universales. A partir de ese momento, formas parte del sistema, eres el alimento necesario de ese cáncer al que dices combatir con todas tus fuerzas. Sólo quienes no sienten la necesidad de justificar lo que hacen, pueden quedar fuera del perverso juego. Me refiero, una vez más, a los que llamamos misioneros, a los cuales, sólo los combatientes, llegado el caso, podrán identificar como neutrales, porque siempre (antes, durante y después) estuvieron y estarán allí como parte del paisaje cotidiano de sus vidas, o a veces los señalarán también como responsables y sufrirán por ello las consecuencias, sin que les quepa hacer mayor denuncia que su prédica de amor al prójimo. Sin privilegios de ninguna clase.
En Rwanda, por razones muy complejas, muchos religiosos y religiosas perdieron la vida y resultaron señalados y perseguidos hasta la muerte. Pero es otra historia, porque ellos forman parte del acontecer diario de sus vidas de una forma distinta, sin manejos ni campañas apresuradas que pretendan convencer al mundo para modificar las circunstancias del conflicto a favor de una parte u otra. Incluso así, esta vez la Iglesia católica tuvo un significado primordial para los combatientes, debido al histórico papel que había desempeñado en la sociedad rwandesa a lo largo del siglo XX.
Un ejemplo aún más claro de todo ello pudo contemplarse hace sólo unos años en Darfur. ¿Alguien se acuerda de Darfur? ¿No dijeron que se produciría una hambruna como la de Etiopía? ¿No hablaban de asaltos de una caballería islámica que fustigaba a otras tribus? ¿No fueron el cantante Bono (habitual del Foro de Davos: ¿qué coño pintará ese tío allí?), el actor George Clooney, la actriz Angelina Jolie y no sé cuántas estrellas más para concienciarnos del problema? ¿Y cuántas ONGs se prestaron a hacer el papelón de esa propaganda? ¿Y qué pasó? ¿El problema se esfumó de golpe? ¿Nunca más se supo? ¿Se acabó el riesgo de hambruna? ¿Los caballistas ya no asaltan aldeas ni violan a mujeres?
Darfur del Norte y Darfur del Sur ocupan todo el Oeste sudanés, zona donde se encuentran los recursos petrolíferos del país. Los chinos se aliaron hace años con los islamistas radicales de Jartum, en especial a través de la China National Petroleum Corporation (CNPC), además de Sinopec y Petrochina. Los americanos no tuvieron otro remedio que hacer lo propio con los del Sur. Se inventaron lo de Darfur como una maniobra más de distracción.
Finalmente, todos, norte y sur de Sudán (o sea, China y EE.UU.) se avinieron a un acuerdo: separarían el pais en dos mitades. Así fue. Y en febrero de 2012 se proclamó la independencia de Sudán del Sur tras un paripé de referendum: todavía no soy capaz de imaginar a aquellos poblados perdidos entre los pantanales o en mitad de la selva y muchos de cuyos habitantes no habían visto jamás un mechero, votando en una urna si querían ser independientes del Norte. ¡Inaudito cómo la gente se traga sus propias ideas preconcebidas sobre ciertas cosas!
Pero lo cierto es que… ¡se acabó el problema de Darfur! Oiga, Sr. Bono, ¿sabe ud. algo más de aquel asunto o nunca más le dio la gana coger su avión privado para descifrar lo que había sucedido tan inesperadamente y que ud. nos vendió con tal profusión de detalles haciendo guiños progres (‘liberals’, pronuncian los americanos) al mundo entero desde su posición de ultramillonario extravagante con una gafas enormes de colores y una perilla a medio afeitar?
¡No olvidéis Darfur!, clamaban las estrellas mediáticas al respetable. Pero a ellos les faltó tiempo para olvidarse de la pantomima urdida y que a punto estuvieron de pagar con más muerte y más miseria los habitantes desorientados de una región varias veces mayor que Alemania.
(To be continued)