Estábamos a punto de salir, al fin, de aquella ciudadela improvisada y espantosa de Benako, un campo de refugiados ilegal de hutus y de tutsis, el mayor del mundo por aquellas fechas, que surgió de manera repentina en una explanada inmensa de Tanzania y donde se seguía desarrollando una carnicería encubierta ante los ojos de decenas de cooperantes llamados humanitarios.
Recuérdese, no obstante, que Benako no era el tema principal, sino sólo un escenario más de nuestra narración. Nuestro asunto era el concepto de ‘ayuda humanitaria”, el negocio de las ‘víctimas sexy’, el desbarajuste que causamos con nuestra difusa buena intención y para qué sirve actuar como lo hacemos.
Así pues, salgamos un momento de Rwanda, al menos Benako (la experiencia sigue luego), y volvamos a Sevilla, a finales de verano de ese mismo año de 1994.
Al regreso de este boniato de Rwanda, la ONG Médicos del Mundo (una escisión de Médicos Sin Fronteras por razones que también convendrá abordar en algún momento) organizó un simposium general en la capital andaluza, concretamente en el Hotel Alcora.
Alguien, de cuyo nombre prefiero no acordarme, me invitó a participar en aquellas jornadas y, un poco al azar, me tocó compartir uno de los grupos de trabajo, compuestos normalmente por diez o doce personas implicadas o conocedoras de algún tema, bajo un lema que era algo así como “Conflictos bélicos, armamento y ayuda humanitaria” (más o menos, o parecido).
El objetivo era debatir durante unas horas y extraer algunas conclusiones que aportar al pleno de MDM, a celebrar un día después, donde se aprobarían, o no, para incorporarlas en un texto único.
Nuestro grupo de trabajo, como digo, era reducido, pero, aun así, sólo recuerdo a dos: el primero de ellos era José María de Mendiluce, quien pocos meses antes había presentado su dimisión, con gran escándalo internacional, de su puesto como delegado del ACNUR (agencia de la ONU para los Refugiados) en Bosnia en protesta por el papelón que venían interpretando todos los países y los organismos internacionales a golpe de declaraciones y ‘poses humanitarias’ absolutamente inservibles para frenar las frecuentes masacres de unos sobre otros.
Ya sabemos que este caballero terminó yendo, años más tarde, en la lista del PSOE a las elecciones europeas y ejerció de eurodiputado antes de presentarse creo que a unas elecciones municipales por Madrid donde sufrió un batacazo electoral grandioso (pero nada de esto nos importa ahora, como tampoco que durante esos años posteriores ‘saliese del armario’ y se declarase homosexual).
En aquella ocasión, fuese su tendencia sexual la que le diese la gana, lo cierto es que le echó una par a la cosa cuando presentó su dimisión muy bien argumentada denunciando la pasividad impuesta por Naciones Unidas en Bosnia ante las salvajadas de Milosevic, de la Krajina croata, etc. en contraste con la mendaz agenda de uno de los soplapollas más falsos y canallas que haya parido nuestro país en mucho tiempo y que se llamaba, y se llama, Javier Solana.
Lo puedo decir más alto, pero también más claro. Ocurre, sin embargo, que no quiero gastar ni un segundo, salvo que sea completamente imprescindible, en semejante berrendo, manso y sin conciencia de ninguna clase. Un verdadero cínico al que, algún día, si me toca ir al infierno, esperó estrangular con mis propias manos si antes no se me adelanta el buen amigo ex boniato Pérez-Reverte, que le tiene tantas ganas como yo.
La otra persona que recuerdo en aquel grupo de trabajo era un anciano alto y espigado, jubilado malagueño, quien, con su esfuerzo y sin apenas medios, había logrado alzarse en aquellos meses, con una pequeña organización improvisada, en el mayor recaudador privado de ayudas para Rwanda en Europa, cosa que le había hecho acreedor de algún (tal vez inocente) homenaje de alguna autoridad. Un éxito que, con toda la razón, le hacía sentirse orgulloso y generosamente agradecido a todas las personas que desde Málaga hacia el mundo habían colaborado con él en tarea tan descomunal. Silencioso y modesto, el malagueño, se dispuso a escuchar lo que se había de exponer y debatir en aquella mesa redonda.
Apenas iniciada la sesión en uno de los pequeños salones habilitados en el Hotel Alcora para nuestro grupo, Mendiluce y yo, casi sin darnos cuenta, habíamos emprendido un relato demoledor para los integrantes de la mesa de trabajo.
Entre los participantes había algunos jóvenes cooperantes sin mucha capacidad crítica o de reflexión, algo así como creyentes con la fe del carbonero y poco más; también algún periodista escaso o nulo de experiencias sobre el terreno, algún abogado, etc.
Cada vez que alguien se esforzaba en exponer algún candoroso o complaciente punto de vista sobre la ‘ayuda humanitaria’, se veía expuesto a una réplica de Mendiluce, o mía, que aterrizaba en la cenagosa realidad a los miembros del grupo o les descargaba una tormenta de realismo sobre lo que ocurre en sitios semejantes.
Resulta fácil suponer que nuestras opiniones sobre África, o las de Mendiluce sobre su experiencia en Bosnia como Alto Delegado del ACNUR, o en Centroamérica, etc., no trataban de sembrar de escabrosidades la cuestión, pero sí de desmontar los aparatos propagandísticos que rodean a esas acciones, reflejar lo que acontece sobre el terreno y la inconveniencia, a veces, de trufar de buenas intenciones el concepto de ‘ayuda humanitaria’.
Lo mismo narraba Mendiluce el transporte de armas hacia los serbios en aviones fletados por alguna ONG, que este boniato detallaba la participación directa de distintas agencias de Naciones Unidas prestando sus vuelos para el desplazamiento de la guerrilla en el sur de Sudán.
No hubo acaloramiento en el debate, pero todos aparentaban una sorpresa desmedida ante las opiniones coincidentes de Mendiluce y este boniato. A la descripción de una consecuencia atroz, seguía otra denunciando la inservible concepción de una ayuda humanitaria disuelta como un azucarillo entre los intereses diplomáticos, las falsas buenas intenciones de organismos internacionales o las inmorales consecuencias del montaje y el negocio oculto tras una inmensa propaganda para acallar conciencias occidentales y esconder la verdad a sus electorados.
En un momento dado, de forma totalmente inesperada, el anciano malagueño, silencioso por completo durante la reunión, comenzó a llorar.
Sí, amigos, lloraba, a pesar de sus más de 80 años, como un niño de pecho y no había forma de encontrar consuelo para él. Todos los presentes insistimos mucho en agradecerle sus esfuerzos, en aplaudir lo que había logrado, en considerar que lo suyo había sido una verdadera heroicidad, tal vez digna, incluso, de beatificación…
Pero el anciano había seguido nuestro relato estupefacto y se preguntaba entre sollozos por qué y para qué, entonces, había hecho él aquel esfuerzo. Qué mérito tenía, se lamentaba con la garganta inundada de lágrimas, haber colaborado en prolongar tal espanto y si no sería él también culpable de algún modo de semejante desastre.
Hubo que invitarle a dejar la sala y le acompañamos largo rato para que se repusiera de tanta desazón y tanta amargura como había podido digerir en apenas un par de horas.
No entendía ya nada. Estaba tan confuso y tan perdido que tuvimos miedo de que se abandonara a cualquier estupidez. Sencillamente, era un hombre honrado y, a su edad, todo aquello resultaba inexplicable.
Bendito seas, amigo, allí donde te encuentres, que seguro será en el Cielo, por tu buena fe y tus santas buenas intenciones. Ninguna culpa es tuya, malagueño grande y generoso, sino todo lo contrario. Tu corazón te llevó a un lugar equivocado, a una conclusión recurrente y falsa como el alma de Javier Solana, pero sólo eso. Lo digo ahora: ¡Ole tus cojones!
Ahora sí, regresemos a Benako para, al menos, poner punto y seguido a lo que sucedió a continuación…
Las últimas horas en aquel lugar las dedicamos a explorar un poco los alrededores, acompañando durante parte del día a una bella y delicada dama de ojos azules, atendida con mucha deferencia y protocolo por todas partes, procedente de la sede de la FAO en Roma, cuyo objetivo era, al parecer, conocer in situ las condiciones generales de una zona que estaba siendo objeto de un suministro apabullante de esfuerzos y alimentos por parte de la comunidad internacional.
Jornada tranquila en la que visitamos algunas explotaciones plataneras de los agricultores locales y algunos pequeños almacenes de provisiones en otras aldeas cercanas.
Aún tuvimos tiempo de explorar otro punto crucial de huida para la población ruandesa, en una curva, río arriba del Kagera, que servía de frontera entre Ruanda, Burundi y la propia Tanzania. Por allí, los refugiados se afanaban en encontrar una barcaza o algún medio de cruzar al otro lado, mientras nosotros oteábamos sus movimientos desde lo alto de una estratégica colina.
Nuestro destino inmediato, pues, sería Nairobi, la metrópoli de esta parte de África Oriental que más pudiera asemejarse a una típica urbe occidental. De regreso ‘en casa’, después de sobrevolar varios parques nacionales y el Lago Victoria en sentido inverso, en diagonal hacia el noreste, no había mucho tiempo que perder, pues los acontecimientos se desarrollaban más deprisa aún que nuestras emociones y las noticias alertaban de la inminente avanzadilla de conquista del EPR desde Uganda, apoyado por el ejército del presidente pro norteamericano Yoweri Museveni, artífice principal de las sucesivas rebeliones que derrocaron a los anteriores dictadores Idi Amín y Milton Obote, y del que se especula que es descendiente de antiguos refugiados ruandeses, tal vez de ahí su decidido apoyo al caudillo militar y hoy presidente de Rwanda, Paul Kagame.
Enseguida nos adentraremos por un trecho en otros detalles, como la geostrategia de fondo que servía de proscenio en aquella zona del mundo y otros asuntos, pero no sin antes avanzar algo en nuestras gestiones para intentar el salto a Kigali.
Después de muchas llamadas a diferentes sedes de organismos humanitarios en la capital keniana para buscar un modo de acercarnos a nuestro destino, dimos con un contacto (de MSF-Holanda, si la memoria no me falla) que resultaría, a la postre, una bendición.
Se trataba de la jefa internacional de Prensa de dicha ONG en la zona, una joven no desaseada con la que mantuvimos una entrevista en su alborotado despacho y que luego aceptó una amable e interesada invitación de nuestra parte para salir a cenar.
Nos citamos en un restaurante indio, muy del gusto de ella, y luego fuimos a bailar a algunos bares y discotecas de la ciudad (entre ellos el “Zanzí-Bar”, si el amigo makandé, experto en cuestiones tales en Nairobi, no me corrige), oferta nada desdeñable por parte de una expatriada deseosa de encontrar caras nuevas y un poco de disfrute al modo occidental tras muchos meses de destierro voluntario en una de las urbes, dicen, más inseguras de África, lo cual es mucho decir.
Todo salió a pedir de boca, aunque hubimos de dejarnos esa noche un trozo no menor de nuestro exiguo presupuesto y de nuestra acreditada frugalidad y sobriedad en tierras africanas para complacer a quien podía disponer de la llave mágica que abriese nuestra perspectiva más inmediata.
Aquella cena y aquel dispendio resultaron providenciales, pues nos proporcionó al día siguiente un contacto y una valiosa recomendación para una cita en… ¡las colinas de Gigiri!
¡Oh, las Gigiri Hills, qué espléndido lugar para revelarle al mundo la fabulosa y estúpida burocracia que es capaz de generar esa biempensante industria de la solidaridad laica internacional!
Gigiri es un complejo urbanístico grandioso, en pleno centro de Nairobi, en su mayor parte a base de caracolas prefabricadas, que discurre entre frondosos y cuidados jardines de acacias, flamboyanes y castaños. Un ejército de jardineros peina el césped continuamente en torno a cientos de oficinas bien acondicionadas y distribuidas por zonas señalizadas desde donde se coordina el dispositivo fastuoso de Naciones Unidas que opera en todo el continente.
Desde las Gigiri Hills se supervisan lo mismo la llegada de cargamentos monstruosos de alimentos a los puertos de Mombassa o de Djibuti, que se contratan o se aprueban los dispositivos logísticos o de vuelo de los cargamentos que recorren el mapa mundial de la miseria, desde Asmara y Lokichokkio a Luanda, o de Mogadiscio a Kinshasa.
Las Gigiri Hills constituyen una isla en la capital keniana, un remanso de paz desde el que asistir (valga la paradoja) en primera línea a los combates más insospechados que se desenvuelven por todo el continente. Tienes que aprender a manejarte en esa selva si quieres conseguir un vuelo o si pretendes asomarte a lugares esquinados donde las líneas aéreas brillan por su ausencia y donde sólo ellos, los cooperantes, tienen el privilegio de lograr, casi con un chasquido de sus dedos, que se derramen toneladas de alimentos y medicinas en un lugar en el que, apenas unas horas antes, no había ni para dar de comer a una rata.
El santuario de la solidaridad global, por tanto, se llama Gigiri Hills, una basílica de proporciones fabulosas repleta de diáconos, arciprestes, obispos, cardenales y sacerdotes del humanitarismo laico que cuesta cada año miles de millones de dólares, sacados, más o menos subrepticiamente, de las arcas occidentales (o sea, de los bolsillos de sus ciudadanos), para permitirles, además, a la troupe de ‘liberals’ e izquierdosos a la violeta de cualquier lugar del globo elaborar discursos anticolonialistas y descargar toda su infinita mala conciencia de progres solidarios que aspiran a rescatar a la Humanidad, nos dicen, de las garras del capitalismo perverso. ¡Manda huevos! Y sorgo, y arroz, y maíz, y aceite, y…
Perfecto, todo fue perfecto. Y a la mañana del siguiente día, aún de madrugada, los dos boniatos y el amigo makandé, cruzábamos la alambrada del Victoria Airport, recientemente chamuscado en un pavoroso incendio (aeródromo diferenciado del Jomo Kenyatta de la capital), desde el cual se coordinan los infinitos vuelos que parten o aterrizan con objeto de practicar el humanitarismo africano en todas sus versiones.
No obstante, la noche anterior a nuestra partida habíamos mantenido una cena con otros tres boniatos, uno de ellos un joven argentino, sonriente y atractivo, de dos metros de altura, que prestaba sus labores para una de las grandes agencias internacionales (no recuerdo si UPI, AP o Reuters) en la que obtuvimos valiosa información sobre los últimos movimientos de tropas en los alrededores de Ruanda.
Degustábamos una deliciosa cena en el Norfolk Restaurant, una preciosa mansión colonial que sirvió de escenario para la legendaria película “Memorias de África”, cuando les pillamos a todos con el paso cambiado, pues nuestro destino iba a ser Goma, en la frontera zaireña, mientras ellos se habían afanado en los últimos días en buscar acomodo hacia la vecina Uganda para unirse a las tropas del EPR. De repente, esa misma tarde se supo que el Ejército francés anunciaba el despliegue inmediato de un contingente extraordinario y el comienzo de la llamada “Opération Turquoise” desde el mismo lugar al que nosotros nos dirigiríamos en unas cuantas horas más, esa misma noche.
Cést la vie… En rose!
Para colmo, dentro de las próximas 48 horas sabríamos que el aguerrido reportero argentino con el que habíamos compartido mesa y mantel estaría de regreso en Nairobi, herido grave en una refriega cuando viajaba desde Uganda empotrado con las tropas de Kagame.
(To be continued)