Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

El pollo sí tenía cabeza

Hace unos días, en estas mismas páginas, titulé de inmoral, ilegítimo y absurdo que la Junta  y sus dirigentes empleasen 22 millones de euros anuales de nuestros impuestos en regalar de forma insolente e indiscriminada inútiles ordenadores portátiles a niños que ni los necesitan, ni podían usarlos en clase, ni han servido absolutamente para nada. Califiqué tan demagógico comportamiento como el de “Un pollo sin cabeza”.

Tal vez algunos piensen que pequé de ingenuidad, porque, como resulta obvio, ese pollo, en contra de lo que pudiera parecer, sí tenía cabeza. Y, además, pensante, nadie lo dude. A saber: algunas de las empresas que fabricaban y distribuían los portátiles que ha venido repartiendo la Junta en estos años, una de Jaén y otra de Sevilla (con sus filiales), están inmersas desde hace meses en un juzgado por una trama de facturas falsas multimillonarias (alguna de ellas en concurso de acreedores) pese a haber recibido generosas subvenciones a través de Invercaria y contratos millonarios de la propia Junta de Andalucía.

Si me extendí en los argumentos colaterales sobre por qué lo que la Junta llama un plan de modernización y de excelencia educativa no pasaba, y no pasa, de ser otra enorme añagaza pagada con nuestro dinero, fue por acudir a la lógica de la razón pura y para no tener que señalar que detrás del estipendio de la Consejería de Educación podía esconderse otra engañifa gigantesca, otro negocio oculto de un puñado de amigotes que terminará por extenderse con más o menos esplendor sobre la hierba de los juzgados. Aquí no hay casi nadie que juegue una sola bola limpia, todas llevan un efecto envenenado o tramposo, y lo saben miles y miles de funcionarios de la Junta, que muchas veces callan por espíritu acomodaticio, otras por lealtad o simpatía ideológica y otras más por no arriesgar sus puestos de trabajo.

Ocurre, sin embargo, que a los periodistas, a  los medios de comunicación y a los ciudadanos en general, ese omnipresente aparato burocrático orwelliano que presidió Chaves y ahora Griñán, también nos fuerza, cada día más, a hablar en lo que el ingenio de Antonio Burgos ha denominado con acierto “el politiqués”. O sea, como en los tiempos del aperturismo franquista, cierta casta política (supongo que yo también, no sólo Bono,  Pedraz, Chamizo o los del 15-M, puedo criticarla) nos obliga al circunloquio y al abuso de la retórica – en especial si uno se refiere a políticos de izquierdas- para expresar simples opiniones sobre lo obvio. No en vano, ellos, previamente, se han encargado  de auto concederse las prerrogativas legales necesarias de un sistema garantista de auto protección que cumple a rajatabla el viejo adagio popular de “quien hace la ley hace la trampa”.

Así las cosas, en este país, en el que un grupo asalta impunemente supermercados o decide hacer una barbacoa en unos jardines históricos (pongamos que en los del Alcázar, aunque para colmo eran de propiedad privada), mientras sus miembros echan la jornada tirándose “a bomba” en la fuente de los grutescos, sale nuestro denominado Defensor del Pueblo (¿qué entenderá por ‘pueblo’ a estas alturas quien lleva más de veinte años sin bajarse del coche oficial y contratando a dedo incluso a su chófer, como los dieciochescos Vizconde de Valmont o Madame de Pompadour contratarían a todo el personal de su servicio?), y dice que, tal y como están las cosas, le merece toda comprensión. Tal vez hasta le resulte un estupendo signo de civilización y de progreso.

En España, ya saben, hay universidades que prohíben conferencias a intelectuales tan respetables como Fernando Savater y otros a los que, como a Gómez Marín, los periodistas de la TV pública les reprenden y les retan por decir lo que piensan. Hay artistas escupidos por la calle con toda impunidad, como Albert Boadella. Jueces apeados de la carrera por decisiones incomprensibles, como Francisco Serrano. Concejales ágrafos que prohíben homenajear el talento literario de Agustín de Foxá. Asesinos terroristas a los que les dividen sus condenas por más de mil hasta dejarlas en un rato. Comerciantes multados por anunciar que venden “salchichas con mostaza” o “lechugas” en el idioma oficial de su país.

En esta España hay autoridades del Estado decididas a declarar la independencia de su aldea arrancándole las páginas que no le interesan a la Constitución. Feministas trinconas que reciben subvenciones hiper millonarias para meter a padres indefensos en la cárcel en nombre de sus sacrosantos ovarios. Y, en fin, en España hay jaurías que deciden asaltar el Congreso de los Diputados por la fuerza con palos y piedras, como hacían a diario los jacobinos dentro y fuera de la Asamblea Nacional Francesa en el período inmediatamente anterior al Terror, mientras les arropa un juez de melena L’Oreal que pasea en moto, seguido, supongo, de sus escoltas; a los que también pagamos entre todos, por supuesto.

No sé si me he desviado mucho de los pollos, pero no de las cabezas, pues les resultará fácil encontrar en cualquier libro de Historia lo que les sucedió a millares de testas en aquella época en la que el populacho, bajo la dirección de sindicatos y asociaciones jacobinas, asaltaba y extorsionaba a diario la sede de la soberanía popular y amenazaba a los diputados discrepantes. Creían tener razones de sobra para ello, pues el Estado subía los impuestos, la inflación disparaba el precio del pan, grupos de exaltados incautaban sus productos a los campesinos y asaltaban los comercios (de los no jacobinos, por supuesto), acusaban a los ricos de acaparar los bienes y de esquilmar a la población, mientras los líderes de la algarada (Rajoy quizás lo llamaría algarabía), entre ellos el célebre Danton, se enriquecían de espaldas al pueblo a base de escandalosas corruptelas arrancadas en cada contrato del Estado.

No lo duden, cada vez que vean un pollo, vivo o muerto, piensen que antes de morir tenía cabeza. Alguien, por alguna razón, no siempre virtuosa en esta Andalucía nuestra, se la habrá arrancado para su provecho.

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