La nueva marca, el signo distintivo de Miami, se denomina “Tropicool”. Corresponde a la imagen fabricada a finales de los ochenta gracias a una serie de TV que triunfó en el mundo entero: “Miami Vice” (“Corrupción en Miami”). En aquellos años, los detectives Sonny Crocket (Don Johnson) y Ricardo Tubbs (Philip Michael Thomas), con sus chaquetas color pastel y su modo de vida inexplicablemente alto si se tiene en cuenta el sueldo de un policía del Estado que hoy gobierna el hermano del presidente Bush, resucitaron una postal de Miami donde las grandes motoras, los Lamborghini Diablo, las rubias siliconadas, los cuerpos musculosos y la música disco ejercieron de imán irresistible para lo que el presidente Reagan definió entonces como “el jardín trasero de América”.
Nadie parecía preguntarse en aquellos años cómo era posible que dos simples detectives de la patrulla antivicio de Miami pudieran pagarse trajes de Armani de 2.000 dólares o conducir Ferraris de 130.000 dólares. Al contrario, el periodista David Rieff anotó entonces que en una visita rápida ambos policías parecían los santos patronos titulares de la ciudad, pues todo giraba en torno a ellos.
Tampoco importó que aquella serie mostrara al mundo que esta zona de Florida acumulaba en esa época más violencia y más traficantes de drogas que cualquier otro lugar del planeta, porque eso, en el lenguaje de las calles de Bogotá, de Caracas o de Quito sólo podía significar dinero flotando por todas partes que se reinvertía en negocios bien legalizados y que les daría trabajo a ellos, recien llegados del “jardín trasero”.
Hasta ese momento Miami representaba apenas un paraíso barato para millares de jubilados del Inserso yanqui y el lugar ideal de vacaciones para millones de obreros de las capas bajas del Imperio. Turismo cutre y poco más que cada año tomaba al asalto los decadentes y descascarillados hotelitos y los avejentados apartamentos del South Beach, construidos allá por los años 20, 30 y 40, cuando millones de personas enfermaban de fascinación por los grandes cruceros y empezaban a oir hablar de los beneficios de los baños de rayos ultravioletas.
Pero en los 80, ya digo, Miami se reinventó a sí misma. Y lo hizo al calor de nombres como los de Emilio y Gloria Stefan, Madonna, Julio Iglesias o Sylvester Stallone, instalados en sus reductos acorazados de guardaespaldas, como Biscayne Bay, Indian Creek o Stars Island. El empuje de los financieros latinos, y en especial de la comunidad cubana, hizo renacer al South Beach de sus cenizas. Desde 1989, unos 800 edificios que estaban al borde de la piqueta fueron recuperados y muchos incluidos en el Registro Nacional de Lugares Históricos. Hoy, este barrio es el colmo del glamour, lo más “cool” del diseño, el “top” vanguardista en hoteles y tiendas exclusivas, lo más “in” en cuanto a lujo, moda, restaurantes y locales de diversión.
Edificios de líneas futuristas, inspirados por el maquinismo industrial que recogía las formas más avanzadas para su tiempo, y hotelitos de atractivas horizontales y verticales a tiralíneas, interrumpidas por círculos, como la estampa de aquellos buques que ni la tragedia del Titanic logró hacer olvidar, componen ahora la silueta singular de un barrio casi único en el mundo. Sólo en la decrépita ciudad de La Habana podría encontrarse una colección tan inmensa de edificios de este estilo. Es el Art Deco District.
Es fácil sucumbir aquí al atractivo que desprenden los detalles ornamentales de estas edificaciones de colores pastel, un poderoso influjo que probablemente esté relacionado con los aledaños del lujo, la sofisticación, el cine, sus protagonistas y, en definitiva, la buena vida. Los hoteles y mansiones de este área compiten, como ya lo hicieron en su día, por hacerse con el título de la piscina más bella o más glamourosa de todos los Estados Unidos. Un recorrido por las piletas de baño de estos hoteles constituye una increíble visita por el túnel del tiempo y hace revivir a figuras de la mafia como Al Capone o Meyer Lansky. O estrellas como Glenn Ford o Rita Hayworth, a los que casi puede verse envueltos en sus mullidas batas de baño y sobre tumbonas sinuosas de madera de teca tras sus misteriosas gafas de gata.
En la actualidad, aquellas figuras han sido sustituidas por modelos espectaculares que posan distraidamente para fotógrafos de Vogue, Cosmopolitan o Vanity Fair en Ocean Drive ante la mirada absorta de los transeúntes. O por la de ricachones jóvenes de cualquier pelaje, ejecutivos con un toque de distinción que, con mucha frecuencia, incluyen una declarada homosexualidad de aspecto exquisito y saludable. No en vano, casi todos esos elegantes hoteles de arriesgados y fantasiosos diseños en su interior anuncian descuentos y trato especial a parejas de homosexuales, aunque ignoro qué tipo de acción o de documento probatorio se les exigirá en la recepción para obtener tal ventaja.
Ocean Drive (el equivalente en España del paseo marítimo) Collins Avenue. y Washington Av. son los tres ejes paralelos de este emblemático barrio. La primera de ellas tiene ahora el aspecto de un circo de tres pistas, con neones de colores fulgurantes, músculos, tatuajes, siliconas calculadísimas, rubias espectaculares de aspecto neumático a las que sólo se puede admirar el tiempo justo de que se pierdan sobre sus patinetas motorizadas entre la muchedumbre del mercadillo callejero o que luce sus coloristas camisas de 400 dólares de Dolce&Gabanna en las terrazas de moda. En Ocean Drive, a la altura de la calle 11, se encuentra Villa Causina, el palacete del modisto Gianni Versace, por el que desfilaron las más rutilantes modelos a lo largo de la década pasada y a cuyas puertas fue asesinado su dueño, tal vez por uno de sus amantes despechados.
La estrella de este bosque de hoteles de diseño es, sin duda, el Hotel Delano, el preferido de Madonna, obra cumbre del diseñador británico Philip Starck. Es fácil que en la puerta, en Collins Avenue, haya no menos de media docena de coches cuyo precio individual supere los 20 millones de pesetas. Unas enormes gasas blancas cuelgan a la entrada, movidas por la brisa, para dar la bienvenida a los clientes. El interior, todo de blanco, incluidas las paredes, los muebles y los camareros, recuerda a la escenografía de “La naranja mecánica”, la película de Stanley Kubrick. En lo más alto del edificio, el lujoso Spa, sólo para mujeres, con nombre en español: “Agua”.
En una onda parecida se encuentra el Tides, con una bella piscina sobre la terraza trasera y habitaciones que son el típico escenario para esa clase de spots de TV que parecen decididos a hacernos creer que la vida es algo lujurioso, apacible y bello. The Pelican, también en Ocean Drive, posee 30 habitaciones, cada una de tema diferente, decoradas en un estilo perversamente almodovariano, caótico, kitsch y surrealista, y dedicadas a otras tantas alucinaciones psicodélicas de su creador, el diseñador sueco Magnus Ehrland, para la Compañía fabricante de prendas vaqueras Diesel.
El Tifanny’s, desde su fundación en 1939, está coronado por un monolito de neón con ese nombre, pero un viejo pleito con la firma de joyeros le impide hacer uso del mismo y, aunque tienen derecho a dejarlo encendido, el establecimiento usa el nombre de The Hotel, a secas. Un prodigio de equilibrio entre formas vanguardistas y elementos del pasado.
Otra joya es The Raleigh, que posee una de esas excéntricas piscinas sólo imaginables en las películas de los años 30, como toda su decoración. Pero la piscina de The National, en su sencillez, un estanque estrecho entre palmeras, no se queda atrás, y el interior ofrece una decoración ajustada en cada detalle a la presencia del Bogart o el James Cagney del mejor cine negro.
Hay decenas de ellos (el Marlin, el Whitelaw, el Colony, el Ocean Surf, el Loews, el Beachcomber, el Chesterfield, el Chelsea, el Avalon, el Cadet…) y de precios muy distantes, pero todos con esa mezcla de detalles de épocas pasadas y de rabioso diseño actual que otorgan al barrio un ambiente y un magnetismo especial, escenario recurrente para realizar reportajes de modas en los “lobbys” y rincones de todos sus hoteles.