Tuk-tuk, Jeepney, Matatu, Tap-tap, Rickshaw… Nos hemos montado en los medios de transporte artesanales más desquiciados del Tercer Mundo, una aventura casi de Indiana Jones. Arrancamos hoy en Asia. ¡Brrrrrrrr…!
Seguro que conoces ese anuncio de un joven hindú que transforma a martillazos su vieja camioneta en el coche de sus sueños, un Peugeot 206. No exageran. La inventiva de la necesidad no tiene límites y en las calles de Cuba, Pakistán, Kenya, Haití, China o Malí verás correr los transportes artesanales más absurdos, asombrosos… y arriesgados. Hoy, Asia.
EL RICKSHAW (India, Pakistán, China, Indonesia, Bangladesh…)
Existe en muchos países y en todas sus variantes imaginables: monoplazas, biplazas, con techo, descubiertos, convertibles, nuevos, viejos, con motor, a pedales…, pero todos presentan una característica común: la habilidad de sus conductores para ponerte los pelos de punta al frenar o al desviarse justo en el último instante, cuando empezabas a notar en la cara o en la nuca el aliento del radiador del camión que se aproximaba. ¡Uuuuuy…, por poco! Tal vez debieron haberlos bautizado así: “Los uuuy”, y les habría quedado como más universal y sin fronteras. O quizá “rickshaw” no signifique bicicleta, sino algo así como “¡la-leche-que-me-dieron-quién-me-mandaría-a-mí-montarme-en-esta-mierda-con-este-chino-cacho-cabrón!”. Y a lo mejor decidieron quitarle los signos de admiración para despitar y para tranquilizarnos a los occidentales.
Dicen que cuando los primeros ingleses llegaron a Australia y le preguntaron a un indígena por el nombre de unos bichos extraños que daban unos saltos increíbles, el nativo sólo repetía, una y otra vez: “Kan-Ghu-Ru”; y así, con el vocablo inglés “kangaroo” se quedaron para siempre, cuando en realidad sólo les estaba diciendo: “No le entiendo”. Y algo parecido les sucedió a los descubridores españoles en Yucatán, pues dicen los lingüistas que dicho término significa: “No soy de aquí”. Por tanto, ¿por qué “rickshaw” no va significar…? Bueno, eso.
En algunos países, como India, a un “rickshaw” le está casi todo permitido. O sencillamente, el conductor lo hace porque le da la gana y nadie objetará nada: circular en dirección prohibida, girar en medio de una avenida, conducir por el carril contrario, subirse a una acera…
Siempre que se acuerde un precio, en un “rickshaw”, sea a motor o de tracción animal (con perdón), cabe de todo: ya sea un gordo facineroso de 120 kilos con su oronda señora, una familia numerosa con la lavadora recien adquirida en un mercadillo callejero o un grupo de turistas dispuesto a hacer el burro con unas cuantas prostitutas locales por las calles de la ciudad durante un rato. Y no creas que invento, que todo eso lo he visto con estos ojitos verdes que se han de comer los gusanos.
Otra diferencia fundamental, según los países, es el régimen de propiedad del artilugio, pues, en India y Pakistán, a menudo los “rickshaws” no les pertenecen a los conductores, sino que éstos son semi-esclavos a sueldo de mafias locales que se quedan con las ganancias de la jornada o cobran un peaje a los propietarios de cada “rickshaw”.
EL JEEPNEY (Filipinas)
Tras la II Guerra Mundial, las tropas del general McArthur dejaron abandonados cientos de vehículos llamados “jeeps”. Poco después, la inventiva “pilipina” (en tagalo la letra “f” se sustituye por la “p”) les añadió una plataforma más larga para transporte colectivo, colocaron más asientos y los decoraron con un poco del abigarrado gusto local. Había nacido el “jeepney”.
Hoy, un “jeepney” es, antes que un medio de transporte, un símbolo nacional en technicolor, un amasijo móvil de signos, emblemas, pegatinas reflectantes, faros cromados, bocinas refulgentes, espejos y mensajes de todo tipo que proclaman con orgullo por las calles de Metro Manila y de otras ciudades: “¡Aquí va el “pinoy” (equivalente de filipino) más chulo del barrio, viva yo y todas mis castas. Amén!”. Porque, eso sí, en un “jeepney” pueden faltar otras cosas, pero nunca alguna referencia a la religiosidad católica del conductor, a un santo, a un Papa o a los mismos clavos de Cristo. Da igual.
El “jeepney” es un transporte popular y barato, los hay a miles, anuncian su recorrido en el frontal y llevan un cobrador que monta y desmonta a toda prisa por la trasera, jugándose los cuernos en cada parada. La gente sube y baja a gritos y sin pausa. No importa que vaya hasta las trancas, siempre cabrá alguien más.
Al principio, lucían unos dibujitos folclóricos hechos a brochazos de titanlux. Luego se complicó la cosa y empezaron a abusar del spray. Ahora, toda fábrica de “jeepneys” cuenta con un departamento especializado en serigrafiar enormes pegatinas fluorescentes y exclusivas con las que recubrir los vehículos y darles categoría y personalidad. Se hacen por encargo y, o bien el cliente lleva sus diseños, o escoge entre una amplia gama que elaboran creadores de una inventiva completamente hortera y desquiciada. Cuando un “jeepney” se traspasa, el nuevo dueño sólo tiene que cambiar las pegatinas para adaptarlo a su peculiar locura y que parezca como nuevo, por lo que no me extrañaría que todavía circulasen algunos de la época de la Guerra con la apariencia de recien salidos de fábrica.
Por cierto, que una fábrica de “jeepneys” es una especie de chatarrería inmensa donde se aprovechan coches y camiones de cualquier marca. Se corta aquí, se suelda allá, se descose esto y se pega con lo otro, para que al final, voilà!, surja ese Frankenstein niquelado, desnudo y flamante que, desde luego, no pasaría una ITV medianamente rigurosa ni sus medidas de seguridad las homologaría el más rijoso Ministerio de Industria. Llantas de un Toyota, sistema de frenos de un Subaru, caja de cambios y motor de un Honda o un Mazda, amortigüadores de un Rover, un eje de una pick-up Ford o de un Opel descatalogado… Aunque, por supuesto, chasis y carrocería de fabricación propia, así como los elementos decorativos, que, desde luego, son lo verdaderamente esencial de un “jeepney”, para poder gritarle al mundo: “Aquí llega el “pinoy” más vacila desde que se fue McArthur. Viva San Cristóbal y la misma madre que me parió”.
EL TUK-TUK (Tailandia)
Es la versión tailandesa del rickshaw motorizado y su nombre proviene del característico ruido de su motor de cuatro tiempos, que a ralentí suena como “tuk… tuk… tuk…” Idéntico artefacto se denomina “Triciclo” (así, en español) en Filipinas. Si es a pedales, en Tailandia se llama “samlor” y es difícil verlo en las calles de Bangkok, pero no en otras ciudades tailandesas.
Aun así, en el tráfico agobiante de Bangkok, ciudad en la que los motoristas y los guardias de tráfico lucen mascarilla contra la contaminación y sobre cuyas avenidas, entre altos edificios, transcurren a veces hasta dos autopistas superpuestas que alcanzan la altura de un sexto piso, existe otro medio de transporte francamente original. Se trata del taxi-motocicleta, inmejorable para salvar los atascos de la capital, los más caóticos que seas capaz de concebir, viajando “de paquete” detrás del conductor.
Otro transporte colectivo típicamente tailandés es el “sangthaew”, una pequeña camioneta con varios asientos por fila, pariente cercano del “bemo” de Indonesia y algo más lejano del “jeepney” de Filipinas. Algunos realizan rutas establecidas, como cualquier autobús, pero casi siempre están dispuestos a funcionar como taxis fijando un precio de antemano.
Volviendo al “tuk-tuk”, sólo destacar la increíble capacidad de los chóferes para medir las dimensiones de sus cacharros, pues los hacen circular por agujeros insólitos en medio del tráfico infernal. O esos tipos tienen una vista sobrehumana o estos cachivaches están hechos de goma. De todos modos, no te fíes demasiado y pídele calma al colega, porque son muchos los muertos cada año en el país a bordo de un tuk-tuk. Y además, nadie sabe bien por qué, en Tailandia, país que jamás fue colonizado, ni siquiera por los ingleses, se adoptó la conducción por la izquierda, lo que todavía complica más las cosas. Recuerda: “Bang-kok” significa “Ciudad de los ángeles”; o sea, los que están en el cielo… Tal vez por haber montado en un “tuk-tuk”.