Ninguno de los cuatro imaginó que al final de esa mañana del 18 de abril de 1994 el fotógrafo Ken Oosterbroek estaría muerto. Menos aún podían suponer que justo tres meses más tarde otro miembro más del grupo, Kevin Carter, se quitaría la vida y ya sólo quedarían dos para contarlo: Greg Marinovich y Joao Silva. (“Instantáneas de una guerra encubierta: El Club del Bang-Bang”. Grijalbo. 311 págs.).
Con ese nombre los había bautizado una revista de Johannesburgo. En realidad, los llamó “paparazzi del Bang-Bang”, pero se agarraron un cabreo fino por las connotaciones del término. Hablaron con el director de la revista y la próxima vez aparecieron ya como el “Bang-Bang Group”. Era una gilipollez, qué duda cabe, pero esos cuatro reporteros gráficos sabían marcar las diferencias.
Ken era el más guapo y el más equilibrado de los cuatro. Trabajaban para medios distintos, pero desde hacía varios años acudían siempre juntos a patrullar las calles de Soweto y de otros suburbios alrededor de Johannesburgo para protegerse las espaldas en la madrugada, antes de que el sol iluminara los caminos llenos de cadáveres abandonados por los grupos parapoliciales que actuaban durante la noche en la fase final del “appartheid”.
Esa mañana, los cuatro miembros del Bang-Bang se dirigieron a Thokoza, suburbio a 15 kms. de la ciudad. Estaban obsesionados con documentar la complicidad y presumible colaboración entre la policía de blancos del régimen racista de Pretoria y los miembros del partido Inkhata, zulúes en su mayoría, en su violencia brutal contra los integrantes del Congreso Nacional Africano (CNA), de la etnia Xhosa, el partido de Nelson Mandela, liberado tras 27 años de prisión.
La mañana amaneció tibia y radiante cuando los del CNA iniciaron otra de sus ya rutinarias jornadas de protesta. La presencia policial era, como siempre, aparatosa, pero nada hacía presagiar lo que se avecinaba. Otros reporteros gráficos se apiñaban junto a los miembros del Bang-Bang para contemplar el desarrollo de los acontecimientos. Kevin Carter, aburrido por el “dejà vu”, dudó antes de abandonar el lugar, pero finalmente se marchó, pues tenía una entrevista concertada con un reportero local para hablar del premio Pulitzer que le había sido concedido seis días antes por una foto realizada el año anterior en el sur de Sudán: aquella famosa y estremecedora imagen de una niña moribunda acechada por la mirada de un buitre.
Media hora después de su partida, en Thokoza se inició una de esas refriegas que los del Bang-Bang habían visto y fotografiado en infinidad de ocasiones. Como tantas otras veces sonaron disparos que nadie sabía muy bien de dónde procedían, pero que esta vez impactaron casi en simultáneo en los cuerpos de dos miembros del Bang-Bang, los de Ken Oosterbroek y Greg Marinovich.
Para hacerse una idea aproximada del funcionamiento mental del grupo en aquella época, baste decir que cuando Oosterbroek y Marinovich cayeron heridos, el tercer “bang-bang” presente en la escena, Joao Silva, ajeno a la tragedia personal que tenía ante sus ojos, se puso a fotografiar como un poseso el rostro moribundo de su colega Ken. “En ese momento, yo sólo pensaba en que a él no le gustaría salir en la foto con los pelos en la cara”, dijo más tarde.
Existe una foto espeluznante de conjunto de aquel instante demencial tomada por otro reportero. En ella puede verse en primer plano a James Nachtwey, hoy un mito viviente, considerado ya entonces como el mejor fotógrafo de guerra del mundo, sujetando a Marinovich, herido de gravedad, ambos reliados con sus cámaras al cuello. Detrás puede verse a alguien que sujeta un cuerpo desplomado, el de Ken Oosterbroek, mientras su colega y amigo, Joao Silva, al fondo, no se entretiene en prestarle mayor ayuda que la de sacar fotos del cuerpo agonizante de Ken. Así pues, allí están tres de los miembros del Bang-Bang, protagonistas ellos mismos esta vez de uno de esos escenarios horripilantes que tantas veces miraron a través de sus objetivos sin que una sola lágrima les empañara el enfoque.
Y no era la primera ocasión en que algo similar sucedía. De hecho, la foto que ilustra la portada del libro escrito por Silva y Marinovich tras la muerte de sus dos colegas, es una instantánea en la que, como en un juego infinito de espejos, aparece Kevin Carter apuntando su objetivo, en el fragor de una batalla callejera, hacia Oosterbroek, quien a su vez realizaba una foto de Carter, de modo que éste parece retratarnos a todos. Ahora, ambos están muertos.
Esa era la clase de locura en la que los miembros del Ban-Bang vivían inmersos desde hacía años y por la cual recibían el reconocimiento constante de sus compañeros y de medio mundo al denunciar con sus instantáneas las atrocidades cometidas bajo el “appartheid”. El Bang-Bang tenía acreditado su arrojo y en esos años actuaban como verdaderos kamikazes en pos de una imagen de impacto en la que la muerte y la violencia animal aparecían en primer plano y sin ropajes. Muchas veces se jugaron los huevos y siempre, hasta ese día, habían logrado ponerlos a salvo.
Marinovich obtuvo su Pulitzer tres años antes, en 1991, por una serie que recogía el linchamiento de un presunto miembro del Inkhata, primero a cuchilladas y luego abrasado como una antorcha viviente a manos de desconocidos. Oosterbroek fue elegido dos años consecutivos Mejor Fotógrafo Sudafricano del Año. Joao Silva no tenía ninguno de esos premios gordos y vistosos pero se había jugado el culo en centenares de ocasiones como los demás, para retratar de cerca, a sólo unos palmos de sus narices, la imagen más exacta del miedo, la violencia descarnada y la muerte. Y Carter, como hemos visto, aún no había tenido tiempo de recoger su Pulitzer, pues hacía sólo seis días que le comunicaron telefónicamente desde Nueva York la concesión del galardón.
Carter, de 33 años, un tipo anárquico y de vida bastante desequilibrada, regresaba de su entrevista cuando puso la radio y escuchó que Ken y Greg habían resultado heridos de gravedad en el lugar en el que los había dejado y que estaban siendo trasladados de urgencia al hospital. Se dirigió a toda prisa al centro sanitario, pero, cuando llegó, Ken había fallecido. Nueve días después, el 27 de abril, se celebraban las primeras elecciones libres en Sudáfrica, que ganaría Mandela, lo que supuso el derrumbe inmediato del régimen de “appartheid”.
Y exactamente tres meses después de las elecciones, la noche del 27 de julio de ese mismo año, Kevin Carter, el único bang-bang que no estuvo presente en el momento de la refriega que costó la vida a su compañero y que venía de recoger su Pulitzer de la Columbia University, decidió ir en su busca, allí donde estuviera. Conectó a la cabina de su camioneta el tubo de escape con una manguera y dejó escrita una amarga y confusa nota de despedida en el asiento del copiloto. Sólo Marinovich y Silva sobrevivieron para contarlo, pero la historia crucial de una parte del mundo quedó grabada para siempre en sus fotos.