No conozco a nadie que haya hecho una inmersión ‘seria’ en África y no haya regresado con los cables pelados. Los primeros días, al regresar a casa, quienes han vivido esa experiencia deambulan como zombies y cada vez que pulsan un interruptor o abren un grifo se les agolpan sensaciones extrañas, como si todo lo que les rodeara contuviese algo de irreal o mágico.
No pretendo idealizar, todo lo contrario, porque África es la realidad en estado puro, un lugar donde todo lo que sucede es ‘de verdad’, auténtico, sin paños calientes ni trufado de formalismos o convenciones. Cuando ves allí a un niño que llora o ríe te invade una sensación de autenticidad absoluta, quizá porque percibes que no hay otra intención que la propia risa o el dolor mismo. Algo muy potente ha debido suceder en ese instante, por muy simple que nos resulte a los occidentales, para que esa gente llore o ría de la forma en que lo hace.
En África, por lo general, los hechos no están condicionados por convencionalismos, ironías ni medias sonrisas de desconcertante significado. Si ríen, ríen con el alma al descubierto. Si lloran es sólo porque el dolor acumulado es de tal intensidad que se desborda de sus y de nuestras manos. No olvidaré nunca la cara de asombro, lo he repetido demasiadas veces, de mucha gente que jamás había visto encender fuego con sólo chascar los dedos… O sea, un mechero.
Por supuesto están los atractivos exotismos y la monumentalidad asombrosa de los paisajes y de las selvas impenetrables. Y la sensación que trasladan las fieras salvajes, y las sabanas silenciosas, y las tribus extrañas…, más toda la mitología que arrastramos, desde «Tarzán en Nueva York» a «Memorias de África»… Pero lo esencial, repito, es la emoción de que estás ante algo auténtico. La verdad desnuda, desprotegida de toda convención o formalismo… LA VIDA.
Y la vida, en África, está más cerca de la muerte que en ninguna otra parte. Porque esa es la última verdad de todas: el ciclo se retroalimenta hasta confundirse una cosa con la otra, porque, no hay duda, vida y muerte son la misma cosa.
Un león devora a una cebra, que antes ha pastado en una pradera y esa cadena trófica se desarrolla con la mayor espontaneidad ante nuestros ojos. Un niño muere por la picadura de una mamba, luego es devorado por los buitres y uno de ellos es cazado más tarde junto a un lago por un silencioso cocodrilo. Y así todo. Pero con una naturalidad y una simpleza aplastante. Vivir, o, si se prefiere, sobrevivir, es una actividad de alto riesgo en África en cuya tarea ha de ayudarte no sólo la precaución, sino también la buena fortuna.
Un buen amigo, boniato también y ampliamente experimentado en África (se instaló a vivir allí durante varios años, primero en Nairobi, luego en Dar-Es-Salaam y finalmente en Zanzíbar -ud sí que sabe amigo Barbadillo), se propuso cierto día cruzar de Este a Oeste el continente africano acompañado de un par de amigos, algo más arriba de la línea del Ecuador. En una de esas jornadas, me contó, alcanzaron un poblado, tal vez en territorio de la República Centroáfricana, si no recuerdo mal. Saludaron a los jefes locales y obtuvieron permiso (atardecía) para instalar su tienda de campaña. Tras tomar las debidas precauciones, y por no molestar demasiado, pensaron que el mejor lugar sería hacerlo justo a la entrada de la empalizada del poblado, pues allí tenían a un perro atado y concluyeron que, de acechar algunas hienas, un león o un leopardo durante la noche, los ladridos del perro les servirían de aviso. Así lo hicieron.
A la mañana siguiente (trop tard!), lograron entender a retazos las explicaciones que los nativos les dieron: ataban el perro a la puerta del poblado por si aparecían las fieras durante la noche que les sirviera de carnaza y evitar que se adentrasen en el poblado. ¡Glups!
En fin, en África uno se ve obligado a reaprender la vida de otro modo, sea en una ciudad o en mitad de la selva.
También existen quienes, llevados por el entusiasmo de algún momento mágico en algún lugar hermoso hasta hacerte saltar las lágrimas, decidieron despojarse de sus camisas de mangas y olvidaron usar los repelentes adecuados y suspendieron por aburrimiento sus cuidados preventivos a base de pastillas de quinina. Como consecuencia de aquella euforia hoy arrastran de por vida cíclicos brotes de malaria.
En cierta ocasión me encontré en mitad de ninguna parte a un boniato israelí que viajaba en solitario, pero cargado con dos mochilas, una cámara de TV, un potente transmisor de radio y dos cajones de 12 botellas de agua cada una de dos litros y medio. Sólo para montar en un camión necesitaba la ayuda de dos porteadores como poco. El tipo transmitía sus noticias para dos estaciones de radio, escribía reportajes para un periódico y una agencia y, al mismo tiempo, grababa y enviaba imágenes por satélite para una emisora de TV. Lo mismo se cosía los botones de su camisa mientras pegábamos botes de canguro en un Land Rover por un camino de tierra rojiza, que desenvolvía la antena flexible cuidadosamente y la enganchaba en la baca del todoterreno para escuchar el último noticiario de la BBC. Constituía él solo un comando del Mossad entrenado para la supervivencia y en cada bolsillo de su chaleco portaba toda clase de documentos y artilugios cuidadosamente colocados en bolsitas estancas y selladas por si caíamos inesperadamente al agua.
Bueno, de caer al agua, quizá todo ello habría acabado igualmente en la barriga de un hipopótamo, pero quizá habría obligado a la fiera a una digestión un poco más pesada. Lo cierto es que aprendí de él algo sorprendente: en lugar de tomar quinina, el tipo consumía constantemente pildorillas de ajo de una de esas tiendas de herbolario. Según su tesis, que debió aprender mientras hacía la mili en el Tzahal, las fuerzas armadas israelíes, su propia sudoración, que apestaba a ajo, espantaba a los mosquitos anopheles que transmiten la malaria… ¡Ole sus cojones!
En fin, no me desvío más o no terminaremos nunca nuestro relato central y, desde luego, tampoco seré capaz de agotar la lista interminable de gente sorprendente a la que he conocido en ese continente al que, desde la primera inmersión ‘seria’, uno desea regresar siempre, como si quedara infectado por una extraña e irresistible enfermedad.
El desenlace final (aunque lo remataremos con algunas tracas y matracas), lo dejamos por completo en manos de Alberto Rojas Blanco, el apasionado boniato que, tras tanto esfuerzo, halló la recompensa que le habíamos deseado (no sólo por su rigor e intensidad, sino también por ayudarnos definitivamente a saldar nuestro quijotesco compromiso con toda aquella pobre gente).
Cuatro páginas de Periodismo en estado puro. Lo publicó en El Mundo. Enseguida os dejo con ello, pero antes debo deciros que entre los hechos originales y la narración de Alberto se publicaron libros y se estrenaron diversos documentales e incluso una película que recreaba aquellos instantes decisivos en la vida de Kevin Carter, pero que no mencionaban aún nuestra ‘verdad’. Aquí, el tráiler oficial del film:
El año pasado, al fin, en la primavera de 2013, tras la publicación en 2011 del espléndido reportaje de Alberto Rojas, alguien introdujo en la Wikipedia, en la entrada dedicada a “Kevin Carter”, tanto en la versión inglesa como en la correspondiente en español, nuestra versión a la vez que nuestros nombres mencionando la batalla desarrollada a cuerpo limpio y sin red en todos estos años de ostracismo y olvido:
http://en.wikipedia.org/wiki/Kevin_Carter
http://es.wikipedia.org/wiki/Kevin_Carter
En el mes de julio de ese mismo año 2013, hace ahora unos ocho meses, el prestigioso rotativo francés Le Monde volvía a incidir en los hechos y citaba los nombres de este boniato y de Luis Davilla como base de la resolución de la leyenda…
http://www.lemonde.fr/culture/article/2013/07/26/une-si-pesante-image_3454254_3246.html
Y acto seguido, numerosos rotativos de todo el mundo (La Nación, de Buenos Aires; La Voz, de México…) y cientos de webs informativas esparcidas en la red, entre ellas decenas de webs africanas, expandían nuestra versión y elevaban a categoría nuestro pequeño relato.
El mito comenzaba a tambalearse y hoy día, al menos, quienes quieren conocer aquella historia han de acudir necesariamente a la otra narración, la que nos costó veinte años que se abriera paso entre el magma que encharcaba la memoria de un fotógrafo excepcional.
Por último, en agosto de 2013, el propio Greg Marinovich, uno de los dos supervivientes del Ban-Bang Club, me dirigió un correo personal para agradecerme el esfuerzo de todos estos años para salvaguardar la memoria de su amigo desaparecido. Me emocionó saberlo… Decía así:
<<Hi Jose. Thnaks for this, glad to finally hear about this first hand. We spoke to Alberto at the time. Glad it is getting recognized>>
Que lo disfrutéis y gracias por acompañarme en esta aventura.
En este enlace encontraréis el video-resumen realizado por Alberto Rojas y, a continuación, os pego el texto completo del reportaje. Lamento no poder enlazaros al original. Lo he intentado de mil maneras, pero se encuentra alojado en el portal de pago de Orbyt… En este video de Alberto Rojas/El Mundo podréis encontrar un resumen con intervenciones nuestras y las imágenes del padre del… ¡¡¡¡NIÑO!!! Sobrevivió. Fin del cuento.
Aquí, la doble crónica realizada por el boniato, que ocupó cuatro páginas de dicho rotativo en febrero de 2011:
<<ELMUNDO / Nº 437
CRONICA /20/2/2011
EL BUITRE NO LO DEVORÓ.
ENCONTRAMOS AL NIÑO
(Ayod, Sudán del Sur). La foto del bebé famélico con un buitre a punto de darse un gran festín encogió al mundo en 1993. El fotógrafo acabó suicidándose acusado de carroñero. «Crónica» viaja a Sudán y descubre que el pequeño sobrevivió al hambre. Habla el padre, que sostiene la foto premiada con el Pulitzer en 1994: «Mi hijo no corría peligro allí… Superó aquella hambruna», nos cuenta. / ALBERTO ROJAS
El hombre sujeta la fotografía con sus manos nudosas, recubiertas de una piel dura como el cuero curtido. La observa unos instantes. Asiente con la cabeza. En nuer, su lengua, afirma «sí, es mi hijo» al traductor, a la vez que devuelve la fotografía al kawai, como los nuer llaman al hombre blanco que se sienta frente a él. «Si la sigo mirando, no podré dormir esta noche», dice volviéndose hacia el otro lado, como si con ese gesto quisiera borrar los malos recuerdos.
Hay preguntas del kawai que no entiende, porque esos conceptos en esa tierra africana no se usan. ¿Qué edad tiene? El hombre no sabe en qué año nació. Él cree que tiene alrededor de 69 o 70.
—¿Vio alguna vez esta foto?
—No—responde tajante Nyong, padre de familia de pocas palabras. «La gran mayoría de gente de esta tierra no ha visto nunca ninguna», aclara el traductor, de la misma tribu.
—Mi hijo murió de fiebres hace cuatro años. Siempre fue un niño feliz, pero muy enfermizo.
—¿Pero murió de fiebre amarilla, malaria, kala azar, cólera?
—Fiebres —dice el traductor.
Y agrega: «En las aldeas sin acceso a la sanidad la gente se muere sin saber de qué». El kawai (el hombre blanco, es decir, yo) le explica al señor Nyong que a su hijo lo fotografió Kevin Carter, un sudafricano blanco que pasó por Ayod durante dos horas en marzo de 1993. Que la fotografía fue publicada en The New York Times días después. Que ganó el premio más importante del mundo. Que luego su autor se suicidó, y que aún hoy es la imagenmás polémica de la historia reciente del fotoperiodismo, pero que ayudó a concienciar a medio mundo de la necesidad de redoblar la ayuda humanitaria. Nyong sólo responde con una afirmación de cabeza, pero uno de sus hijos asegura que es un honor para ellos que una foto de alguien de su familia haya servido para salvar vidas. El señor Nyong pide de nuevo la foto de su hijo junto al buitre. Kong rondaba entonces los dos años. Cuando el periodista se la entrega, el hombre se queda pensativo. Después habla con parsimonia: «Era la gran hambruna. La gente venía a Ayod para poder comer algo de lo que traían en los aviones. No había nada que llevarse a la boca».
—¿La madre del niño le acompañaba hasta aquí? —pregunta de nuevo el kawai.
—No. Ella murió nada más nacer él, así que se quedó pronto huérfano de madre y tuvo que reemplazarle su tía. Ella le llevaba a diario hasta el feed center (centro de reparto de comida que la ONU tenía instalado en Ayod cuando una hambruna más asolaba Sudán) para recibir la ración que necesitaba. Y se recuperó».
El kawai le comenta que en occidente se cree que el niño está solo, a merced del buitre, y que agonizó sobre la arena después, quizás antes de ser despedazado a tiras.
—No, la hermana de mi esposa estaba allí, cerca de él, nunca estuvo solo.
A pesar del enorme dramatismo de la imagen, es la propia foto de Carter la que confirma las palabras del padre de Kong: el niño lleva una pulsera de plástico en su brazo derecho, las mismas que usaban en el feed center para agrupar a los niños según sus necesidades.
Si se observa la imagen (página de la derecha) en alta resolución, puede leerse, en rotulador azul, el código «T3». A Carter se le criticó por no ayudar al bebé y el mundo le dio por muerto a pesar de que el propio Carter no lo vio fallecer. Sólo disparó la foto y se fue minutos después. La realidad es que ya estaba registrado en la central de comida, en la que atendían enfermeros franceses de la ONGMédicos del Mundo.
Florence Mourin coordinaba los trabajos en aquel dispensario improvisado: «Se usaban dos letras: “T” para la malnutrición severa y “S” para los que sólo necesitaban alimentación suplementaria. El número indica el orden de llegada al feed center». Es decir, que el pequeño Kong tenía malnutrición severa, fue el tercero en llegar al centro, se recuperó, sobrevivió a la hambruna, al buitre y a los peores presagios de los lectores occidentales.
Los periodistas españoles José María Arenzana y Luis Davilla visitaron Ayod tres meses después que Carter, y vieron lo mismo que él: miseria, muerte, niños, buitres. «Aquel lugar, junto a la central de comida, servía como letrina improvisada para los niños. Muchos acudían en los huesos y con diarreas terribles. También allí les esperaban los buitres para comerse los excrementos. Eso no significa que no muriera gente allí ni que se quedaran tirados en cualquier sitio, pero puedo asegurar que ese bebé no estaba allí abandonado a su suerte y sin ayuda. Y por eso Carter hizo lo que tenía que hacer, una foto impactante que mostrar al mundo y luego se marchó», sostiene Arenzana.
Fueron otras palabras suyas («El pajarraco, te puedo asegurar, no se comió al bebé») las que convencieron a este periodista para, 18 años después, viajar 4.478 kms desde España en busca de la historia jamás contada: la del bebé de la foto de Carter. El niño del buitre. En el equipaje, también testimonios de testigos presenciales. Joao Silva, amigo y miembro junto a Kevin Carter del llamado Bang Bang Club, estuvo presente aquella mañana en Ayod: «Las madres hacían cola para recoger la comida mientras los niños esperaban sobre la ardiente arena cercana». Ahora, frente al señor Nyong, brilla la luz de la verdad: «Sí, eso es, mi hijo no corría ningún peligro en aquel momento».
La madre muerta. El extranjero, el kawai, quiere saber cómo era el niño de la foto, su hijo, qué gustos tenía, qué lo diferenciaba del resto: «Para mí fue especial porque nació en un momento muy malo para nuestra familia, su madre murió pronto y eso hizo que le cogiera tanto cariño. Supe que tendría que hacer todo lo que estuviera en mi mano para que saliera adelante».
El señor Nyong no contará mucho más ese día, ya que tendrá que recorrer el largo camino de vuelta a casa, a cuatro o cinco kilómetros del centro de Ayod, cuando el sol africano ya dice adiós bajo los árboles, pero promete una nueva cita dos días después.
Esta vez sí, le visitamos en su propia choza. El señor Nyong, miembro de una etnia que practica la poligamia, está encantado con poder presentar al kawai a sus tres esposas (sin contar a la fallecida madre de Kong), a sus nueve hijos, a sus incontables nietos, que rodean al blanco para tocarle el vello de los brazos (los nuer no tienen un solo pelo) y comprobar alucinados que en la pantalla de la cámara aparece su propia imagen.
Esta perfecta radiografía de la composición familiar en las tierras de los nuer se aloja en tres chozas de adobe con tejado de paja, protegidas del exterior con una simple empalizada. En su interior unas cuantas vacas aseguran la leche para el desayuno. El resto, 40 reses en total, busca en los alrededores algo de hierba fresca en la polvorienta aridez de la temporada seca. No queda lejos la tumba de Kong Nyong, muerto en 2007, pero está inaccesible en coche por ausencia de caminos y desaconsejada por los soldados, que recomiendan no salir de la aldea. Una sencilla cruz de madera de acacia (aquí la mayoría son cristianos) marca el lugar bajo una gran arboleda donde descansa el joven Kong, aquel niño famélico que sobrevivió una década al fotógrafo blanco que lo inmortalizó.
Las mujeres del patriarca Nyong, que acaban de llegar del pozo de la aldea acarreando garrafas con agua, preparan el desayuno mientras los pequeños se desperezan. Ellas siguen la tipología de los hombres: altos, delgados, con adornos tribales grabados sobre la piel usando cuchillas de afeitar y punzones. El señor Nyong se pone su mejor traje y muestra para las fotografías su bastón dorado, el que marca la sabiduría propia del jefe del clan. No queda en las chozas ningún objeto o ropa que el difunto Kong tuvo en vida. Todo está repartido. Quizá aquella camiseta de fútbol azul que lleva uno de los pequeños, ya gastada por el uso; quizá aquellos pantalones deportivos llenos de agujeros que luce otro; quizá el colchón sobre el que dormía…
“ELPADRE DE KONG, POLÍGAMO, TIENE HOY TRES ESPOSAS. LA MADRE DEL NIÑO DE LA FOTO MURIÓ AL POCO DE NACER ÉL: «MI HIJO PASÓ AQUELLA HAMBRUNA. MURIÓ 14 AÑOS DESPUÉS, DE FIEBRES. FUE UN NIÑO FELIZ PERO ENFERMIZO”
Las mujeres hacían cola para coger la COMIDA mientras los niños esperaban bajo el sol… «Él estaba con su tía, porque su madre murió. Mi hijo no corría ningún PELIGRO allí»
Sobre el terreno, Ayod y sus alrededores es hoy un lugar lleno de vida. Junto al Nilo, y en pleno triángulo del hambre, el principal asunto de conversación es la rebelión militar del comandante George Athor contra el gobierno de Salva Kiir en Juba. Los hombres comentan en los corrillos del mercado que cuenta con 1.000 soldados y ayuda armamentística de los islamistas de Jartúm. Pronto, otro asunto ocupará también sus conversaciones: la llegada de un kawai (yo, el hombre blanco) que ha viajado desde España para buscar a una niña, pues es lo que se había dicho hasta ahora, que aparece en una foto de 1993. Por eso, el señor Kong terminaría viniendo a mi encuentro al poblado. Pero antes pasé varios días de interrogatorios.
Sexo cambiado. «Es que no es niña, es un niño»… Así, con esa frase, empecé a ver luz. El que me hablaba al mirar la foto, el primer habitante de Ayod que se enfrenta a la instantánea de ese buitre blanco africano tomada por Carter, es el commisioner, una suerte de alcalde y general militar encargado de la seguridad. Es visita obligada. Si el commisioner acepta al forastero, podrá moverse a sumerced sin que ninguno de los numerosos soldados con kalashnikov pueda detenerle. Si no acepta, tiene muchas posibilidades de ser expulsado, pese a tener todos los permisos en regla.
En una mesa en la que se sientan varios ancianos del pueblo junto a oficiales del Ejército de Liberación del pueblo de Sudán (SPLA), despliego no sólo la fotografía ganadora del Pulitzer 1994, sino las copias de los negativos que Carter tomó aquel día de marzo de 1993 en la aldea. Más de 200 instantáneas en la que quedó congelada la hambruna provocada por la guerra que asolaba el sur de Sudán. Junto a él se sienta un nuer de 2,30 metros llamado Malik, quizás uno de los cinco hombres más altos del mundo y atracción, a su pesar, de los niños del pueblo.
Todos se acercan y comienzan a pasarse las fotos unos a los otros. De vez en cuando, señalan a alguien y dicen un nombre. Les pido que anoten en el borde de cada foto si la persona sigue viva y está en Ayod. De ser así, pienso, me ayudaría a encontrar al niño del buitre. El commisioner mira el retrato de un moribundo. «Son fotos muy tristes. Por suerte, ya no estamos así. La paz ha mejorado la vida de la gente».
Es extraño oír esa palabra en un lugar en el que uno de cada cinco habitantes es soldado y en el que el colegio se usa como cuartel. El commisioner quiere oír al hombre blanco contar a qué ha venido y este periodista relata la triste historia de Kevin Carter. Lo haría muchas veces más. El commisioner casi no puede creerlo.
«¿Se publicó en todo el mundo una foto de Ayod?». Sí, no sólo se publicó. Ninguna imagen ha sido y es tan comentada como esta, incluso 18 años después, en los foros de internet. El extranjero asegura que no es ningún peligro para la aldea, que sólo pretende encontrar el lugar en el que se tomó la foto, hablar con testigos que puedan conocer el destino de la niña que intenta levantarse ante la amenazadora mirada del buitre. El commisioner observa la foto con atención y reprende al periodista de nuevo. «Se equivoca usted, es un niño, no una niña… Tiene permiso para moverse por Ayod y hacer fotos. Mañana mismo convocaré a varias mujeres del poblado para ver si recuerdan algo».
El padre Antonio, un sacerdote italiano que lleva años en la aldea, promete enseñar la foto en su sermón del domingo. Además de copias de la foto repartidas aquí y allá, el boca a boca sobre la búsqueda se extiende por la aldea como el fuego que arrasa a esa hora el pasto seco. No es difícil hallar el lugar donde el buitre fue a posarse tras el niño. Está a unos 10 metros del edificio que servía de central de reparto de comida, hoy lleno de soldados descamisados y con sandalias. No es, ni de lejos, un lugar aislado en el que un crío pasa.
La fotografía, premio Pulitzer 1994, fue tomada por Kevin Carter en Ayod , donde pasó unas horas en marzo de 1993, con la hambruna devorando Sudán. El triángulo del hambre Google Maps no ofrece demasiadas pistas de Ayod, pequeña aldea de Sudán del Sur, el país número 34 del continente desde la pasada semana. Pero el punto rojo de la pantalla del ordenador que marca Ayod se transforma, sobre el terreno, en una población de unos 1.000 habitantes sin contar con los que viven en las afueras (entre ellos, a unos 5 kms, en tres chozas, la gran familia del niño de la foto).
El poblado está en el estado de Jonglei, cerca del Nilo blanco, en pleno triángulo del hambre. En época húmeda los alrededores se llenan de agua creando pantanales. En época seca es tierra árida en la que los tres pozos del pueblo se exprimen al límite.
Durante su estancia en Ayod, el kawai comprobará como el commisioner cumple su palabra. Al día siguiente, convoca en su oficina a varias mujeres mayores para hacer otro visionado de las fotos. De nuevo, nombres y recuerdos. Este vive cerca del mercado. Este murió hace años de un disparo. Nyaluak Garkuoth descubre a su propia hija sonriendo al fotógrafo al que nadie recuerda. «Murió en la hambruna», aclara, señalando su estómago hinchado y sus brazos cubiertos sólo de piel. Chuol Deng, presente en la reunión, se lleva las manos a la cabeza al descubrirse herido en el mismo dispensario en el que atendían a los niños. Para probar que es él, se levanta el pantalón y deja asomar viejas cicatrices. Será una de las mujeres que repartía la leche de la ONU entre los niños de la zona, Mary Nyaluak, 60 años, la que dé la primera pista sobre la identidad del bebé. «Es un niño. Se llama Kong Nyong, su familia vive en las afueras». Todos se agolpan en torno a la foto que muchos consideraron maldita. Dos mujeres más le dan la razón. «Sí, es el hijo de Nyong», dicen. El commisioner se levanta, como un resorte:
—¿Lo ve? Es un niño. ¡Se lo dije!
Carter disparó fotos a decenas de niños en aquel lugar. No es difícil
que confundiera el sexo del bebé en su fotografía inmortal.
—¿Pero está vivo? —pregunta el extranjero, cada vez más nervioso.
Mary cree que sí pero no lo sabe con certeza, hace años que les perdió la pista porque viven lejos, a varios (cinco) kilómetros. Pero promete convocar una reunión entre el periodista y el cabeza de familia. «Mire, aunque no se le ve la cara,
todos en su familia tienen las orejas con esta forma». El extranjero pregunta si está segura: «Usted sólo ve a un niño negro más. Yo veo a un niño al que conocí muy bien».
Mary nos da la noticia. Al día siguiente, cuando el boca a boca ha hecho su trabajo, Mary nos dará la peor de las noticias: «Murió hace cuatro años. Consiguió sobrevivir al hambre, pero enfermó. Hoy vendrá su padre a verle. Le han dicho que hay alguien que le busca por una foto de su hijo».
Mientras tanto, varios camiones de soldados abandonan el pueblo camino del frente, cada vez más próximo, por donde avanzan las tropas de Athor. 15 muertos en la primera aldea, 105 en la siguiente. 225 hoy. Gritan canciones que hablan de venganza. La noche anterior el enemigo estaba a 80 km. Hoy a 30. Las dos ONG de la aldea hablan de evacuación en voz baja. Sí. El Ayod de hoy y el de 1993 se parecen. Facciones del mismo ejército que se matan entre sí, mientras el enemigo del norte se frota las manos y saca la calculadora. Si acaso, la diferencia es que hoy la gente no muere masivamente de hambre.
El padre Antonio da un consejo al kawai recién llegado: «Todas las noches los chicos tocan música de tambores en el centro del pueblo. Si esta noche no oyes música, es que la guerra ha llegado hasta aquí». El kawai espera que la música siga sonando para que ningún otro Carter tenga que volver a inmortalizar la hambruna provocada por la guerra, la peor arma de destrucción masiva creada por el hombre.>>
<<LA FOTO DEL BUITRE Y EL NIÑO NO MATÓ A KEVIN CARTER
¿Por qué la camisa del miliciano de Capa luce tan inmaculada en el momento de recibir un disparo mortal? ¿Estuvieron alguna vez enamorados el chico y la chica que retrató Robert Doisneau frente al Hotel de Ville de París? ¿Cómo se llama aquel hombre que detuvo el avance de una columna de blindados en Tiananmen? Todos los grandes iconos fotográficos cargan con su ración de mitología. Pero hay otros en los que la mitología ha virado hacia la leyenda negra. ¿Por qué se suicidó Kevin Carter? La explicación más simple, sobada y que mejor se ajusta a la construcción de una leyenda perfecta es la de la culpa, la duda moral, el profundo cuestionamiento de su ética como fotógrafo profesional y como persona ante el drama humano que retrató en Sudán. Un niño en mitad de la nada, solo y sin ayuda, a merced de un carroñero siniestro que espera su muerte para despedazarlo.
Carter publica su foto en el periódico más importante del mundo, gana el gran premio, se hace famoso y se embolsa mucho dinero. La gente le critica por canalla y desalmado. ¿Por qué no hizo nada? Carter se aprovecha de la tragedia del bebé. Carter se arrepiente. Carter se suicida. Fin del cuento. Sí, no es más que una fábula casi indestructible, pero fábula al fin de al cabo.
Judith Matloff, su mejor amiga de aquellos años en la violenta Sudáfrica pre Mandela, desmiente esa versión tan extendida: «No, la foto del buitre no fue la causa de su suicidio. Kevin ya había intentado suicidarse varias veces antes de haber tomado aquella instantánea. Habitualmente fantaseaba con esa posibilidad porque se trataba de una persona seriamente desequilibrada, muy frágil», y apunta a otra de las razones por las que pudo haberse quitado la vida: «Era adicto al mandrax o pipa blanca, una droga muy potente. Eso le hacía aún más vulnerable».
Matloff, ex corresponsal de Reuters en Sudáfrica y hoy profesora de periodismo en la Universidad de Columbia, en Nueva York, le ofreció a Kevin vivir con ella a condición de que dejara de drogarse y pidiera ayuda psicológica. Fueron sus dos últimas semanas de vida: «Nada más ganarel Pulitzer la agencia Sygma le contrató para un trabajo en Ciudad del Cabo, pero llegó tarde y perdió el vuelo. Pocos días después, la revista Time le encargó otra sesión en ozambique, pero se olvidó los carretes en el avión de vuelta… Aquello fue el punto de no retorno para él».
Carter estaba acostumbrado a ver imágenes fuertes. Su trabajo en el Sunday Times de Johannesburgo solía consistir en pasar la noche en los barrios negros de Soweto o Thokoza para salir temprano a retratar la brutalidad de los enfrentamientos entre rivales políticos o frente a la policía del Gobierno racista de Pretoria. Había muertos a diario. Cuando el resto de periodistas llegaba a la zona, él ya iba camino del periódico, con las mejores imágenes del día. Allí conoció a Greg Marinovich, Ken Oosterbroek y Joao Silva, se hicieron amigos y fundaron lo que ellos llamaron el Bang Bang Club. Juntos consiguieron congelar en su obturador la convulsión que vivió el país justo antes de la llegada de Mandela a la presidencia. Greg Marinovich ganó su Pulitzer en el 91 con una fotografía de un linchamiento en plena calle a un miembro del grupo Inkhata, mientras que Carter lo hizo en 1994 con su fotografía del bebé sudanés.
Rob Hadley, amigo de Kevin, trabajaba en 1993 como jefe de prensa para la operación humanitaria Lifeline Sudan. Él fue el que se empeñó en que Carter y Joao Silva retrataran la hecatombe humana que se vivía en el triángulo del hambre y los llevó en avioneta hasta Ayod. Recuerda perfectamente el momento en el que el fotógrafo se acercó despacio al bebé cuando vio al buitre, enfocó el teleobjetivo de su Leica M3 y tomó varias fotografías seguidas: «Llega un momento en el que ya no sientes nada. Esa es la parte trágica. He cubierto como fotógrafo guerras en Chad, Liberia, Etiopía, Ruanda… Nunca vi nada parecido a lo que sucedía en Ayod, con cientos de muertos a diario por el hambre». Carter volvió de aquel viaje al infierno diciéndole a Rob y al piloto de la avioneta que estaba deseando abrazar a su hija Megan.
Le llamaron depredador. «Yo recuerdo que las críticas por aquello le afectaron mucho», cuenta Greg Marinovich, «porque atacaron su lado humano». Algunas fueron especialmente hirientes: un gran periódico estadounidense escribió una nota editorial en la que decía: «El hombre que ajusta la lente para tomar la mejor fotografía de su sufrimiento es un depredador, otro buitre en la misma escena». Judith Madloff asegura que «le entristeció que le insultaran por no ayudar al bebé e intentó justificarse con varias versiones de lo sucedido, a veces contradictorias, sobre lo que hizo o dejó de hacer después de tomar la fotografía. Públicamente dijo que la ayudó y espantó al buitre, pero a mí me confesó que no lo hizo. Aún no entiendo porqué no explicó desde el principio que allí había trabajadores de ayuda humanitaria ayudando a aquellas personas».
Megan Carter admite que la fotografía la interpreta al contrario que el resto de la gente: «Yo veo a mi padre como al niño. El resto del mundo es el carroñero que intenta atacarle». Por si eso no bastara, el 18 de abril de 1994, Carter dejó a sus amigos Oosterbroek, Silva y Marinovich en un suburbio de Johanesburgo y se marchó a conceder una entrevista a un periodista, ya que le acababan de conceder el Pulitzer. En su ausencia, se produjo una refriega y Oosterbroek recibió un disparo mortal de un francotirador y Marinovich resultó gravemente herido mientras buscaba un lugar seguro junto a su colega James Natchwey. Aquella pérdida se unió a sus problemas con su esposa, Julia Lloyd, una hija a la que no veía, unas deudas que aumentaban y una depresión galopante. Después dijo que la bala que alcanzó a Oosterbroek iba destinada a él.
Hundido en esa espiral autodestructiva, decidió quitarse la vida. 480 días después de haber tomado la fotografía, pasados 93 de que le dieran el Pulitzer y 87 de la muerte de su amigo Ken, Kevin Carter, que sólo tenía 33 años, encontró motivos suficientes para robarle a su amiga Judith la manguera con la que regaba su jardín, conducir su vieja furgoneta hasta el parque en el que jugaba de niño, a pocos metros de su casa familiar, y conectarla al tubo de escape. Puso música, escribió una nota de suicidio en la que decía sentirse perseguido por los muertos retratados, incluido también su amigo Ken, y aspiró el monóxido de carbono para terminar con su terrible drama personal.
Carter, sudafricano, sólo sobrevivió 93 días al premio Pulitzer.>>
(Prohibida su reproducción).
Aquí, el resumen gratuito disponible en la web de El Mundo:
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/02/18/comunicacion/1298054483.html
Y LA TRACA: dos enlaces. Uno de ellos incluye algunas de las fotos realizadas en su viaje por Alberto Rojas del mítico lugar que pisamos en 1993 tanto Kevin Carter como los dos boniatos españoles: la situación de violencia, penuria y hambre ya había cambiado sustancialmente, pero el paisaje y sus gentes son los mismos. Y el otro, un bonus track que el propio Alberto tiene en su blog de la revista Jot Down donde aparece una foto de Kevin Carter realizada en 1993 y otra, con los mismos personajes y en el mismo exacto lugar, pero obtenida casi 20 años después: o sea, PE-RIO-DIS-MO. ¡Con mayúsculas!:
http://albertorojas.photoshelter.com/gallery/A-indestructible-legend-South-Sudan/G0000e12B8MzOuDc/
http://www.jotdown.es/2013/01/alberto-rojas-el-precio-de-la-inmortalidad/
Aquí, algunos enlaces a diferentes webs africanas que reprodujeron de inmediato el texto publicado por Le Monde y que asentaba la nueva versión de los hechos:
http://www.africultures.com/php/index.php?nav=murmure&no=12957
http://www.journaldafrique.com/2013/07/27/une-si-pesante-image/
http://www.ferloo.com/Une-si-pesante-image-Pullitzer-conteste_a2663.html
http://paroissefachesthumesnil.over-blog.com/une-si-pesante-image
http://www.lavoz.com.ar/noticias/mundo/historia-kong-nyong-chico-polemica-foto-buitre
Saludos y otra vez gracias por acompañarme en esta aventura.
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