Avanzamos hacia el sorprendente desenlace final de esta historia…, pero no se olvide que estamos intentando fulminar un mito, una leyenda. Algo así como si uno se propusiera derribar la Biblia. Sin embargo, este boniato es muy consciente de que los mitos y leyendas son indestructibles por definición, pues lo que importa en los mitos no son los hechos ciertos, sino que sean verosímiles.
A partir de ahí, los hechos quedan relegados y superados por las parábolas y lecciones morales que ellos encierran.
Nadie cree hoy en Zeus, en Herakles, en Dionisos, en Edipo, en Ulises o en Electra, pero, si hablamos de mitos y leyendas, la verdad histórica es lo de menos. Basta con la verosimilitud (¡algo tan distinto de la verdad!) del relato y con la potencia de fuego moral que contienen en sí mismos. A tal efecto, da igual si la Biblia, o el Corán o la Torá contienen hechos ciertos y otros inventados, pues lo que prevalece es el sentido ético que guardan esas narraciones para cientos de generaciones venideras.
En cambio, en el caso de Kevin Carter y su foto, la lección moral que ha pretendido, y pretende, ocultar la realidad, es maligna y miserable, pues aspira a señalar a un inocente como culpable sólo porque fue capaz de removernos la conciencia con sólo hacer un… ‘click!’, para que así cada uno pueda liberarse y seguir su propio camino sin preocuparse demasiado de lo que le ocurre al 80 % de la población mundial.
Tomemos aire…
Durante aquellos 45 días en África, en 1993, buena parte de ellos en zona de conflicto, Luis Davilla y este boniato fuimos a caer a aquel lugar llamado Ayod, en mitad de los pantanales del sur de Sudán.
En aquellos meses, el poblado se había convertido en un feed-center, un centro de reparto de alimentos al que se desplazaban a diario los equipos de varias ONGs desde la base de Lokichokio, a más de 500 kms de distancia, para prestar asistencia a unas 15.000 almas que huían despavoridas de los combates entre dos facciones guerrilleras y, ellas, a su vez, en lucha contra el Gobierno islámico radical de Jartum.
Cuando nosotros aterrizamos en Ayod, en el mes de julio de 1993, la maleza, como puede apreciarse en las fotos de LUIS DAVILLA, estaba verde y en todo su esplendor. Es la época de lluvias y la mitad de los días las improvisadas pistas de aterrizaje en aquellos pantanales semi abandonados amanecían embarradas o cubiertas de agua, lo que impedía a los equipos humanitarios alcanzar su destino para continuar con el reparto de alimentos a quienes huían de la guerra arrasados por el hambre, el cansancio y mil enfermedades espantosas.
La visita de Kevin Carter, queda dicho, fue en marzo de ese mismo año, época seca, lo cual se aprecia a simple vista en su admirable e impactante estampa de colores pajizos.
En aquella época, el Gobierno fundamentalista permitía ocasionalmente a organizaciones como la Cruz Roja Internacional distribuir alimentos en determinados puntos concretos de aquel inmenso país, pero, también en ocasiones, una vez concentrados en grandes grupos de población, los muy ‘joputas’ islamistas aprovechaban para bombardearlos y así arrasar a la población civil potencialmente enemiga.
Estas cosas, claro, no suelen contarse en los periódicos, supongo que para no desanimar, en parte, a los contribuyentes occidentales de ese gran mercado conocido como «humanitarismo» o mercado de las “Víctimas, S.A.”.
Pero fue aquí, en Ayod, donde apenas unas semanas antes el boniato sudafricano Kevin Carter había obtenido la fotografía que le llevó a conseguir el Premio Pulitzer con la imagen del buitre que amenaza con su mirada a una criatura.
‘Comme d’habitude’, tenemos a este boniato con su grabadora de doble uso encima para grabar todas las canciones que pueda de los niños en los sitios que visita y, en los momentos de soledad, para reconciliarse consigo mismo escuchando durante un rato a Camarón de la Isla o unas sevillanas de Sal Marina.
¡Mi boniato amigo estaba ya hasta las narices de las ‘saudades’ musicales del ‘sevillano’! Pero así son las cosas… Gracias a aquella vieja grabadora, hoy conservo una colección de cintas estrafalarias con decenas de canciones en los idiomas más extraños y de los más diversos lugares del planeta. Y muchas de ellas siguen siendo deliciosas.
Lo cierto es que después de mes y medio metidos en aquel horror sin palitivos, ambos nos juramentamos para contribuir de algún modo, al salir de ese infierno, en aliviar el olvido de aquella gente.
Lo nuestro, en apariencia, resultaba muy simple: lucharíamos para derribar el mito que moralistas pichaflojas de cualquier bando difundían ya entonces, y aún siguen, sobre las verdaderas causas que un año más tarde llevaron al fotero sudafricano Kevin Carter al suicidio.
NO, ya hemos dicho que no se suicidó por esa miserable mala conciencia que quisieron atribuirle aquellos que sintieron un desgarro al contemplar su foto de ‘la niña’ y el buitre. Las razones fueron otras. Su foto actuó como una especie de patada en nuestras conciencias y recoge a la perfección el drama atroz que se vivía en aquellos pantanales por entonces, pero muchos imbéciles, acomodados en sus sofás, habían seguido debatiendo y moralizando sobre la manera de actuar de Kevin Carter y exigían (para lavarse su propio dolor culpable de no hacer nada por aquella pobre gente) que Carter hubiese ayudado a ‘la niña’ en lugar de disparar la foto.
…Lo cual es ¡ESTÚPIDO! Ciertamente ¡es-tú-pi-do! Mucha gente no es consciente de lo difícil que es acabar con un mito. La verdad puedes arrasarla casi de inmediato con una mentira repetida, con un poco de demagogia, de engaño, de manipulación, de trampa, de calumnia… Y con la connivencia, siempre disponible, de nuestros preconceptos y prejuicios. Sin embargo, ¡ay!, las leyendas son indestructibles (o casi) por más que presentes todas las pruebas en contrario.
Aun así, Luis y yo, casi veinte años después, no habíamos cejado en nuestra lucha y continuábamos narrando en toda ocasión lo que sucedió: por escrito, en conferencias a las que éramos invitados, en foros de cualquier clase (incluido los de Internet), etc. Y no había manera de tumbar todo aquello ni siquiera cuando el boniato Alberto Rojas, de El Mundo, vino a suministrar en enero de 2012, 19 años después de nuestro hallazgo, las pruebas redefinitivas que avalaban nuestra historia… Pero no adelantemos acontecimientos y continuemos el relato.
En una de esas ocasiones en que nos tocó jugar al desmentido, un prestigioso columnista (inglés, por más señas) había vuelto a la carga en El País Semanal con la misma mentira repetida hasta la saciedad. Relataba que Kevin Carter se suicidó por el dilema moral de haber disparado su foto y no haber ayudado a aquella criatura. Y, una vez más, me acordé de nuestro juramento y maldije en todos los idiomas en que soy capaz a los difusores de la patraña.
De inmediato nos tocó realizar una nueva incursión para tratar de derribar ese viejo mito que dejaba al pobre Carter a merced de cualquier idiota (esta vez era en el sacrosancto El País donde se repetía la leyenda indestructible) y al pairo de las absurdas reflexiones que en Internet se contaban y se repiten aún por millones… ¡Un asco!
Pero íbamos a cumplir con nuestra palabra por más que hubiesen transcurrido desde entonces catorce años: Incansables ellos, incansables nosotros…, mientras viviéramos. Y así lo hicimos, como lo demuestran estas declaraciones realizadas para la ocasión en PERIODISTA DIGITAL:
http://blogs.periodistadigital.com/periodismo.php/2007/03/21/title_1729
Voraces, como lobos hambrientos, se habían tirado a degüello una vez más con argumentos miserables como el de que debió ayudar a aquella criatura (¿llevarla a dónde?), debió espantar al buitre (supongo que en ese caso también podrían haberle exigido que se quedara allí de guardia para que no volvieran: ¿hasta cuándo? ¿un día? ¿un mes? ¿un año?…), o haberla llevado en brazos hasta un hospital (supongo que corriendo, a más de 500 kms de distancia atravesando la selva hasta llegar al Campamento Base de la ONU). En fin, gilipolleces…
Carter, como ya se ha dicho, era un tipo con una vida personal ciertamente desquiciada, enganchado a una mezcla de drogas conocidas como “White pipe” (anfetas, mandrax y marihuana), cuya mujer le había abandonado poco antes, cuando su primera hija era apenas una cría, que se dejaba olvidados los carretes de fotos en los aviones… O sea, un jodío desastre. De modo que, tras publicarse la foto en el NYT, cuando le invitaban a exponer lo que sucedió el día que disparó aquellos carretes, cada vez ofrecía un perfil distinto de la misma historia, a veces hasta contradictorio, incapaz, quizá, de asimilar que con todo ello estaba alimentando a un monstruo: el de la furiosa mala conciencia global que no quería ‘perdonar’ jamás aquella especie de patada en nuestros blancos corazones, que es lo que sentimos ante aquella imagen portentosa.
Luis Davilla y este boniato, también se ha dicho, se juramentaron para que el mito no cobrase forma, o, al menos, para que la parábola que sugería aquella foto fuese otra muy distinta. Hemos luchado por ello durante casi veinte años, hartos ya de estar hartos de aguantar irrisorias y canallescas argumentaciones en contra de una falsa lección moral sobre la actitud de Kevin Carter. Para colmo, su gran amigo Ken Ooesterbroek, cayó acribillado un año después en Johannesburg, seis días después de que a él le hubiesen concedido el mayor premio de Periodismo del mundo, el Pulitzer. Poco después de eso, recogió su premio y, al volver, se suicidó en su vieja camioneta.
Nuestra pelea, pues, era desigual. Muy desigual, pero… no imposible. Y un día cualquiera de noviembre de 2011, 18 años después de los sucesos, un joven boniato, Alberto Rojas, de El Mundo, al que no conocíamos de nada, me localizó por teléfono desde Madrid y me explicó que se había quedado enganchado en alguna de las narraciones que una y otra vez Davilla y yo habíamos ido esparciendo a lo largo de los años sobre aquella foto.
El periodismo es un oficio simple (si lo llamo profesión añadiría que circunstancial) que, en mi opinión, no precisa de licenciaturas universitarias. Sí requiere, en cambio, esfuerzo, cierto instinto (lo que la vieja escuela denominaba antaño “olfato periodístico”), ganas de levantar un teléfono, por improbable que la gestión a realizar nos pueda resultar (esto, sobre todo esto, casi se ha extinguido) y, sobre todo, una vez agarrado un mordisco (el que te facilita tu olfato), se necesita la suficiente tozudez y la actitud de un pitbull para no soltar la presa bajo ningún concepto.
Esto último, a mi parecer, es tan esencial en periodismo como el primero de los Mandamientos de las tablas de Moisés. Procura no hacer daño mientras sujetas la presa, pero no la sueltes nunca hasta saber si estabas o no equivocado, porque quizá no te dé una nueva ocasión.
Aquel boniato, Alberto Rojas, es hoy para mí un buen amigo, un tipo fiable, que sabe ejercer su oficio con una dignidad impropia de estos tiempos y que lo demuestra cada vez que publica algo en El Mundo o en su blog de Jot Down, una revista digital de El Mundo que os recomiendo visitar muy a menudo. Como poco, de vez en cuando.
Pues bien, el boniato Alberto Rojas me contó que se había quedado atrapado con aquella historia y que, con la excusa de que en enero de 2012 se iba a celebrar, al fin, un referéndum para decidir sobre la posible independencia del Sur de Sudán, tras 30 años de guerra, se disponía a visitar aquella zona y había pensado, por qué no, que tal vez podría intentar localizar a aquella ‘niña’ de la foto para saber si había sobrevivido al amenazante buitre.
¡Jajajajaj…!
Esa clase de ideas chocantes (con la perseverancia del Pitbull) son las únicas capaces de resucitar al verdadero Periodismo. Mucho hablar de crisis en los medios y de lo mal pagados que estamos, pero pocos practican algo tan sencillo como levantar el teléfono para preguntar a alguien sobre una idea fugaz que nos atraviesa el cerebro, aunque resulte a veces tan improbable como absurda.
Lo hizo. El muy gañán lo hizo. Levantó el teléfono en busca de un engarce en apariencia absurdo y hablamos largo rato sobre aquella foto…
Durante los siguientes dos meses, mientras el joven y excelente boniato gestionaba la obtención del correspondiente visado para entrar en aquel atormentado país, intercambiamos (no exagero) no menos de 150 mails en los que él se interesaba por todos los detalles que yo fuese capaz de extraer de algún lugar escondido en un rincón de mi memoria de hacía casi dos décadas. Me obligó (o me sentí obligado) a buscar (y la encontré en una caja polvorienta) mi libreta de notas de aquel viaje para comprobar cada una de las anotaciones que yo hubiese realizado en aquellos días, las escaneé una a una y se las envié: nombres, descripciones, paisajes, datos que pudieran resultarle de alguna utilidad en una búsqueda incierta de alguien, una criatura, a quien la conciencia global ya había dado por muerta (¡Claro, aquel joputa dejó que se la comiera el buitre…!, etc.)
Revisamos minuciosamente cada foto que yo guardase de aquel viaje, buscando alguna pista, una huella, una sombra escondida que revelase algún detalle que permitiera la identificación de aquella criatura. Él, por su parte, ejerció su labor de pitbull-tigre: Logró localizar a varios miembros de los equipos humanitarios que estuvieron expatriados en aquel lugar en las mismas fechas, entre ellas a una enfermera de Médicos del Mundo; logró entrevistar a Joao Silva, el otro Bang-Bang que acompañó a Carter en aquel viaje y también a otro fotero, Rob Hadley, de AP, también presente aquel mismo día; recogió los testimonios de la viuda de Carter, realizó diez mil gestiones en varios países del globo y, ante todo, obtuvo las planchas de contacto de todas las diapositivas que guardaba la mujer de Carter, así como las que había enviado a la agencia a la que solía vender su material, hoy en manos de otra agencia francesa.
Ampliamos y auscultamos con la mayor resolución posible cada toma obtenida aquel día por Kevin Carter. Supimos que los foteros estuvieron en aquel lugar apenas dos horas. Comparamos cada niño desnutrido, cada soldado y cada viejo a los que Carter fotografió en esa jornada y analizamos y discutimos toda una infinidad de detalles a la vez que yo le iba proporcionando estampas fugaces que de mi memoria, en un esfuerzo casi de interrogatorio policial, lograba extraer Alberto casi con sacacorchos, forzándome a revivir todas aquellas extrañas sensaciones ocultas en mi corazón y mi cerebro.
Reviví minuto a minuto mis pasos de aquella jornada atroz y busqué en mi recuerdo cualquier posible coincidencia. Una de las claves se encontraba en la pulsera o brazalete de plástico que la criatura luce en la foto. Ampliada podía mal leerse una inscripción incompleta, pero era la señal certera e inconfundible de que aquella ‘cría’, como siempre habíamos mantenido, estaba siendo atendida en el feed-center de Ayod.
Nuestra tesis, la que habíamos mantenido durante veinte años Luis Davilla y yo parecía confirmarse. Sólo faltaba encontrar a esa criatura…, si es que había sobrevivido a aquel lamentable estado de abandono que reflejaba la foto de Carter.
Sólo añadiré por ahora (porque esto va demasiado largo) que, releídos¡, las muchas decenas de e-mails cruzados entre el joven boniato que se disponía a efectuar su inmersión africana en busca de un imposible y este otro boniato que os escribe, darían para ser publicados en un libro y mantienen una tensión extraordinaria que se mueve entre la infinita e incansable curiosidad de Alberto (el pitbull no estaba dispuesto a soltar su presa) y los hallazgos y recomendaciones de este boniato en plan abuelo cebolleta animándole a que no perdiera el impulso que había logrado. Ninguno de los dos permitiríamos que la duda o la incertidumbre nos condujese a perder una esperanza tan improbable como incierta.
Es obvio que de aquel momento Carter no habría hecho sólo un disparo con su lente. En las placas que guardaba la agencia había varias fotos muy parecidas, algunas de ellas de otras criaturas similares. Pero si uno observa con detenimiento la instantánea que nos interesaba y la posición del buitre y de la criatura, comprobará que sólo una cuestión de segundos separan a la ganadora del Pulitzer de las otras.
Puede verse en la imagen obtenida por Kevin aquella mañana y que Alberto Rojas consiguió con sus incansables gestiones, así como otra de una criatura parecida. Nuestra conclusión –y estábamos en lo cierto- es que no se trata de la misma criatura, aunque puede apreciarse que está agachada orinando o defecando, lo que venía a corroborar nuestra tesis.
La suerte parecía echada. Si Luis y yo decíamos la verdad, tal vez podría haber ocurrido que la ‘niña’ hubiese sobrevivido. ¿Por qué no? Los moralistas maliciosos no tendrían en ese caso más argumentos. Al fin, si fuese así, tendrían que retroceder y frenar toda su cascada de idioteces sobre la actitud de Carter. Era incierto, improbable, pero no imposible, que Alberto Rojas lograse dar con una anónima criatura, a la que ni siquiera le vemos el rostro, después de 20 años de silencio. Sólo quedaba (¡nada menos!) viajar hasta aquel lugar para tratar de encontrarla o, en su caso, reconstruir lo sucedido en las semanas que siguieron al instante del mágico clic que sonó en el obturador de la máquina de fotos de Kevin Carter…