Este boniato presenta sus excusas porque a veces piensa que se enreda y se demora en los recovecos de una historia cuyo fondo es, antes que nada, moral, pero pide comprensión porque el esfuerzo consiste precisamente en un intento de traducir los hechos para permitirles desvelar su significado.
Esto no es un ‘infontainment’ televisivo. Más bien pretende ser lo contrario, en el sentido de que los titulares fugaces y el relato de sucesos no deben impedir asomarse a la nuez en la que se acumula la carga esencial de la realidad, la que nos condiciona y nos obliga a asumir posiciones racionales ante la siempre controvertida paradoja que desatan nuestros prejuicios y emociones. Casi nunca, por cierto, libres de la manipulación externa y del autoengaño.
No se trata, pues, de mostrar cicatrices de leones indomables ni de narrar aventuras despampanantes. Para eso ya están los libros de y sobre Speke, Stanley, Livingstone o Burton (sobre todo, para mí, Richard Burton), quienes cubrieron una etapa gloriosa de taxonomía social, geográfica y antropológica de casi todo el continente.
El juego ahora es algo más sutil, pues exige de nosotros una implicación activa, un esfuerzo por observar detrás de las meras apariencias y arriesgar un juicio a cada paso, a veces generalizador pero con el que se pretenden arrumbar muchos de los prejuicios que atenazan y alimentan el caos de ese continente bajo la capa de una conmiseración mal entendida y unas buenas intenciones de consecuencias catastróficas. Más aún cuando la receta casi única que se ofrece desde Occidente es la de un dudoso concepto, ambiguo y polivalente, como el de “ayuda humanitaria”.
Así, al hablar de África, nadie debería dejar fuera de cualquier ecuación la propia responsabilidad de los africanos en todo lo que sucede. Como bien explica la jurista keniana June Arunga, nominada por la revista Forbes como uno de los 20 jóvenes más influyentes del continente africano: “Los africanos son víctimas del gobierno, pero el gobierno lo dirigen africanos. Por lo tanto, los africanos son víctimas de sí mismos”. Fin del cuento.
Un ejemplo, quizá incompleto, pero muy sencillo… La Ethiopian Airlines, por más que a muchos pueda parecerles increíble, pasa por ser la línea aérea más seria y profesional del continente. Todos los hombres de negocios y ejecutivos africanos no dudarán en escoger esa compañía para sus traslados, si bien es cierto que con sus standares de calidad convive una norma heredada de la época de los caravenserais que, en atención a las costumbres de los nómadas locales, les obliga a transportar a sus clientes con todas las pertenencias con las que deseen viajar, lo que en muchos casos supone volar con una montaña de hatos hasta el techo acumulada en mitad de los pasillos y acosados por rústicas jaulas llenas de pollos cocoriqueando a nuestro alrededor.
Aun así, la revisión altamente cualificada de sus aparatos, la eficacia en la gestión de vuelos y la calidad de sus atenciones la acreditan como la mejor aerolínea de África, quizá como consecuencia de la infinidad de técnicos profesionales de uno y otro lado del telón de acero que operaron en la sofisticada aviación de combate durante la larga guerra fría, primero bajo el régimen oprobioso del emperador pro occidental Haile Selasssie y más tarde bajo la tiranía del carnicero comunista Mengistu Haile Mariam.
A pesar de ello, este boniato debe confesar que en cierta ocasión les bastó colocar un billete de 20 dólares entre las páginas de sus pasaportes para lograr unas plazas inexistentes en un vuelo de la Ethiopian entre Addis-Abeba y Asmara, la capital de Eritrea. Dado que en la inmensa mayoría de los aeropuertos africanos se embarca a pie desde la pista, a mitad de camino nos cruzamos con un par de ciudadanos airados, trajeados y de corbata que acababan de ser desalojados de la nave y elevaban protestas con muchos aspavientos al personal de tierra que les acompañaba en dirección a la terminal. Uno debe suponer que nuestra oferta fue la mejor en ese combo.
Pero volvamos a la antesala del infierno…
Aquí estamos, en un lugar inaudito y en el momento más inapropiado de regodearse en las buenas intenciones. El lugar se llama Goma. La fecha, junio de 1994, a punto de cumplirse el próximo año el XX aniversario de una tragedia inconmensurable que, cuando llegue, muchos preferirán olvidar para contemplarla a secas como una anécdota de calendario.
Una vez más, los boniatos tuvieron suerte. Mucha suerte. Sin que se pueda descifrar muy bien de qué está hecha la casualidad, el azar o la fortuna.
Nuestro ‘vendedor de quesos manchegos’, aquél que desde el otro lado de la barrera de soldados sobornables con un chicle, anárquicos y andrajosos, nos saludaba, era, sí, un fraile español, carmelita descalzo, de nombre Luis Hernández Bueno y oriundo de Alba de Tormes (Salamanca), que, a la sazón, ostentaba el rimbombante e insustancial cargo sobreañadido de cónsul honorario de España en aquel esperpéntico lugar. Como si no tuviera ya bastante con la que se le había venido encima…
Algunas semanas más tarde, al volver a España, el padre de este boniato descubriría que no podía tratarse de otra persona que del hermano de un vecino de nuestra familia en Salamanca (mi padre es salmantino y mi madre zamorana recriada junto al Tormes), de nombre Tomás, de ahí que, para perplejidad nuestra, las paredes de las austeras celdas que nos ofreció el Padre Luis como alojamiento temporal en su convento en Goma, un lugar rodeado de volcanes, selvas y gorilas de montaña, estuviesen decoradas con carteles publicitarios de ciudades bien reconocibles como Zamora, Palencia, Valladolid o Salamanca… ¡Glups!
Cada noche, al regresar a aquel refugio, después de intensas jornadas entre la turbamulta de muertos, de asesinos inmisericordes, de enfermos exhaustos y de desplazados aterrorizados, las postales turísticas de aquellas catedrales y monumentos en el discreto y humilde Carmelo de Goma nos permitían una tenue pero gratificadora reconciliación con nuestro remoto lugar de procedencia y con un lado más amable de la vida.
El Padre Hernández Bueno, expatriado en Zaire desde 1963, con seis de sus doce hermanos dedicados a la vida religiosa y fundador de las misiones carmelitas en este lado del mundo (en la actualidad se desempeña como Animador de Misiones en la Provincia carmelitana de Castilla), no sólo nos brindó alojamiento, seguridad y comida en su convento, sino que nos proporcionaría tres costosos minutos de llamadas a través de su teléfono vía satélite que nos permitieron establecer el contacto imprescindible con algunos de los medios escritos españoles más importantes para colocar nuestros relatos diarios en portada antes de que sus enviados especiales lograran llegar, con sumas dificultades y vía Kinshasa, hasta aquel tumefacto rincón del planeta.
En aquellos primero días, el foco principal de actividad era el puesto fronterizo entre Goma y Gisenyi, a 4 kms de la ciudad zaireña. En realidad, el caserío de ambas ciudades se encuentra separado (a veces no más de cinco metros) por una pequeña franja de tierra rojiza que a duras penas cubre el suelo volcánico en la zona. Sin embargo, los cientos de miles de rwandeses que huían de los combates con intención de refugiarse en el país vecino eran obligados a discurrir por una trocha que desembocaba ante una caseta inmunda de madera donde un grupo de soldados ejercía las tareas de aduana y afanaba a los desplazados cualquier cosa que considerasen con el más mínimo valor, lo cual podía incluir puñados de billetes sucios, cubos o bidones de plástico en buen estado, mantas, animales domésticos, etc.
Día y noche, la riada humana parecía no tener fin. Los ancianos yacían en cualquier parte, entre cadáveres y niños huérfanos o desorientados que vagaban por doquier. La muchedumbre colapsaba aquel acceso y la turba continuaba llegando con el pavor y la fatiga instalados en la mirada tras varias jornadas de caminatas.
Cada cierto rato, la soldadesca, que lo rapiñaba todo, la emprendía a estacazos con aquella gente para poner un poco de orden y luego le cedía el paso a un nuevo contingente de personas, lo que en nada o casi nada conseguía aliviar el caótico atasco, a esas alturas ya de proporciones casi bíblicas.
En esos días, el operativo humanitario, en general, brillaba por su ausencia y no había sido capaz aún de responder a la avalancha, pero lo que había en Goma, junto al contigente de tropas francesas, era un buen puñado de sacerdotes y monjas de diversas órdenes y nacionalidades que habían logrado escapar de sus destinos habituales en Rwanda después de muchas jornadas de terror e incertidumbre y de que sus parroquias resultasen abrasadas con cientos de feligreses dentro o familias enteras descuartizadas a machetazo limpio ante sus propios ojos.
Muchos religiosos desaparecieron o murieron en aquellos días con las botas puestas porque no pudieron o no quisieron escapar a tiempo. Algunos escogieron morir con los suyos; otros arriesgaron la vida inútilmente en un último intento de proteger a sus parroquianos; a algunos más, los asesinos hutus Interahamwe les perdonaron la vida… En definitiva, Goma se había convertido en aquellas horas en un bullicio de almas aterrorizadas y despojadas de todo que albergaba en su seno a un coro de asesinos en desbandada, bajo el control (es un decir) de un ejército anárquico y desvencijado como el zaireño y con la presencia más o menos colorista de un contingente de tropas francesas recién llegado y grupos de religiosas y frailes de diverso origen pertenecientes a los Padres Blancos, a las monjas de la Caridad, etc., que venían ejerciendo sus tareas en las infinitas colinas de té del interior de Rwanda desde hacía varias décadas.
Los desplazados se amontonaban por todos lados, sobre un terreno baldío de lava petrificada en muchos kilómetros a la redonda donde no se podían ni excavar fosas para enterrar a los muertos. En cuestión de días, los refugiados superarían la cifra de dos millones de personas vendidas a su suerte, empujadas hacia el país vecino por el pánico y el caos que habían promovido primero los Interahamwe y ahora por el miedo a las represalias por parte de los rebeldes tutsis que combatían ya en las afueras de Kigali, la capital.
Las grandes epidemias de cólera, dengue y disentería estaban por llegar y no pasaría demasiado tiempo antes de que el éxodo y el caos se repitiera en dirección completamente inversa, esta vez para regresar a sus hogares, ante las salvajadas y la insoportable situación de muerte que se vivía a diario en los más de cuarenta campos de refugiados que se esparcieron por los alrededores del Lago Kivu.
Era obvio que el destacamento de 2.500 infantes de Marina del operativo francés, perfectamente organizado, no había acudido allí para hacer tareas de sostenimiento alguno de aquella población. Su misión consistía básicamente en una operación de propaganda que pretendía trasladar al mundo su capacidad de influencia en la zona. Algo así como: “Sepan que esta zona, tanto Rwanda como Zaire, me pertenece, que soy yo quien mantiene los mejores lazos de amistad con Mobutu, que me corresponde a mí, por tanto, el derecho de actuar como me plazca y seremos nosotros el fiel de la balanza para controlar el flujo de intereses económicos en una de las regiones más ricas en recursos minerales como oro, tantalio o diamantes…”
Nuestro desempeño diario incluía lograr transmitir una o más crónicas de urgencia con el material obtenido en las últimas horas para el periódico El País, que fue el primero que aceptó encantado nuestros servicios. Para ello, este boniato debía cubrir cada mañana el camino hasta el aeropuerto, donde, a pie de pista, en el suelo, los militares tenían instalado un fax que, generosamente (enseguida veremos por qué), le permitían usar para tales casos.
Lo que no teníamos resuelto, y comenzó a convertirse en un verdadero problema, era el suministro de folios. Este boniato conserva aún alguna de aquellas crónicas escritas a mano con letra minúscula aprovechando los márgenes y todos los resquicios entre líneas de algún sucio comunicado oficial mecanografiado, de un plan de vuelo o de otros empercochados documentos que ocupaban sus bolsillos después de semanas vagando por el continente.
El tamaño de las hojas de mi libreta de notas no era apto para pasar por el fax, de modo que cada jornada resultaba más difícil conseguir que los textos resultasen legibles o capaces de ser transcritos en Madrid al recibir mi ración diaria de información sobre el terreno. Cuando agoté los reversos de todos los papeles de tamaño folio disponibles, numeraba cada párrafo, tachaba textos anteriores y trazaba flechas dislocadas que atravesaban los folios de un lado a otro hasta lograr que aquellos textos dispersos y terrosos cobraran algún sentido para el sin duda anonadado receptor de los mismos en la Redacción a 11.000 kms de distancia.
Apenas unos días después de nuestra llegada a Goma, los políticos de París, ya con el grueso de sus tropas sobre el terreno medianamente organizadas e instalada su base principal en uno de los campos de fútbol existentes en las afueras, habían previsto la segunda parte del plan. Un día, a media mañana, el aeropuerto de Goma acogió la llegada de un avión civil que venía cargado con casi un centenar de periodistas, en su mayor parte cazados a lazo y por sorpresa en las redacciones de sus respectivos medios, para pasar en el lugar el tiempo justo de disparar unos cuantos carretes de fotos que mostrasen al mundo que ‘la France’ y su ‘grandeur’ se encontraban al mando de la situación.
Las estampas de aquel tropel de periodistas recién desembarcados en mitad de la selva, muchos de ellos con chaqueta y corbata, y ellas con sus tacones de caminar por ‘les Champs-Elysées’, resultaban en extremo fuera de lugar y de tiempo, y no fueron pocos los grupos de boniatos desavisados a los que, nada más bajarse del avión y en mitad de aquel revuelo, los aduaneros, la soldadesca o los chavales les rapiñaron sus bolsos, mochilas y cámaras de fotos, mientras unos se afanaban inútilmente en buscar la oficina de reclamación (¡?) de aquel aeropuerto y algunas chicas sollozaban de desconsuelo en cualquier rincón ante la imprevista pérdida de su ajuar de urgencia de Barbie-boniato. Como diría el famoso cuarteto de Cádiz, en tiempos de guerra “…la gente no respeta ni que estamos en Carnaval…”
El objetivo de los batallones galos, repetían los medios occidentales, era frenar la guerra y, para reafirmar esa idea y tratar de convencer de ello al mundo, fue para lo que trasladaron allí a aquella pléyade de ‘turistas de ocasión de la guerra’, a los que ofrecieron durante toda la jornada pacíficos paseos adentrándose por solitarios caminos boscosos de los alrededores en unas cuantas camionetas escoltadas por los jeeps del destacamento galo armados hasta los dientes. Para añadirle más credibilidad al asunto, a los boniatos los sometieron, como en un pic-nic, a la dieta alimentaria de esas ingeniosas raciones de campaña que incluyen barritas energéticas, chocolatinas y latas con unas patitas plegables bajo las cuales se coloca una pequeña pastilla de keroseno para que cada cual caliente su ración de judías o de albondiguillas sobre la marcha. El material sobrante lo distribuían generosamente entre la población local, quienes, en cada parada, escenificaban un espontáneo alborozo que incluía la colocación de flores silvestres por parte de niños y mujeres en los pertrechados jeeps de los legionarios, al más puro estilo de un desfile triunfal.
La realidad, claro, era muy diferente. Para ser más exactos, el objeto de toda la parafernalia consistía en lograr trasladar a la opinión pública occidental el papel benefactor de interponer una fuerza de choque, que, en realidad, estaba dirigida a permitir la huida de miles de asesinos hutus para establecerse en el territorio-amigo (amigo de los franceses, claro) de Zaire. El tirano Mobutu, desde Kinshasa, desde Suiza o París, cumpliría con su tradicional apoyo a la estrategia de Francia.
Así, bajo los apaños franco-zaireños, cada mañana varios comandos de la Infantería de Marina partían desde Goma con sus jeeps y camiones transportando consigo a pequeños grupos de periodistas por lugares previamente trazados donde resultaba imposible contemplar estampa alguna de las peores atrocidades cometidas en aquellos días.
La inmensa mayoría de los corresponsales ocasionales regresaron apenas unas horas después a París con escala en Ouagadougou, sede del comando central de la Fuerza Aérea francesa en África. En unas cuantas horas más se encontrarían en las cafeterías de siempre de sus Redacciones dispuestos a loar con mimo la benéfica aportación que habían visto con sus propios ojos por parte del contingente franchute en mitad de aquella crisis. Sin embargo, entre aquel tropel, había otros que habían llegado para quedarse, como por ejemplo un equipo de la CNN con alguna de sus estrellas globales del reporterismo, su inevitable inflación de precios por una ducha, una habitación donde alojarse, un vehículo adecuado, un guía o un traductor y, cómo no, todo su monumental despliegue de parabólicas plegables y de transmisores satelitales de la era digital. Con ellos, iba a dar comienzo el espectáculo… Showtime!
Retransmitida en vivo y en directo, la “Operación Tourquoise” (nombre que recibió de las autoridades) pronto pasaría a convertirse en un escenario de auténtica pesadilla.
(To be continued)
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