¿Ayuda…? ¿Humanitaria…? ¿O es sólo una ‘lavadora de conciencias’ que hemos creado a nuestra entera disposición bajo la marca «Víctimas, S.A.?
Para los europeos y, en general, para los occidentales (supongo que algo tendrá que ver la idea de ‘culpa’ en la cultura judeo-cristiana), se trata de un concepto muy asimilado y aceptado, pero que presenta paradojas y contradicciones que sus ciudadanos no se quieren ni plantear.
En otros muchos países emergentes, como China, India o los países musulmanes no ocurre de este modo. Ni mejor ni peor: simplemente diferente. Entre los musulmanes, por ejemplo, la práctica del zakat o limosna, que no la caridad, cubre el hueco como forma voluntaria –aunque de obligado cumplimiento religioso- para ayudar a los desfavorecidos. Los chinos no salen del ‘do ut des’ en una mera acepción comercial de ese concepto: ‘doy para que des’, o mejor: “Hagamos negocios”. Los indios tienen suficiente desigualdad consolidada entre sus castas, y aceptada entre los suyos, como para plantearse asuntos de distribución de la riqueza fuera de su propio planeta de 1.200 millones de habitantes.
Se diría que sólo los japoneses entran en parecido juego al de Occidente, si bien sus remesas de ‘complejo de culpa’ las debieron agotar en las brutalidades cometidas en los conflictos con China y el Pacífico que desembocaron en la IIª Guerra Mundial. Los japoneses son donantes netos-netos, aunque a gran distancia de la UE y EE.UU, los dos mayores contribuyentes del planeta en lo que se refiere a transferir dinero de sus impuestos para tales conceptos. Y a muchos aún les parece poco, pero ésa es otra cuestión
Volvamos a lo nuestro. Estamos en 1994. Los boniatos Luis Davilla y éste que suscribe (a los que una vez más se suma el amigo makandé Rafael S. Lizondo desde su sede, por aquel entonces fija, en Nairobi) decidieron al año siguiente de las experiencias vividas en Sudán y en otros varios países de África Oriental, dirigir sus pasos hacia Ruanda, un lugar donde acababan de asesinar a pedradas, a machetazos, con palos y hogueras a casi un millón de personas en poco más de un mes. Y aún seguían…
Piénsese en la cifra y en los métodos empleados: casi un millón, uno a uno, con palos, machetes, piedras… ¡En un mes! En fin, difícil de imaginar.
Nuestro primer contacto con la crisis ruandesa, tras la pertinente escala en Nairobi, fue en el campo de refugiados de Benako, en territorio tanzano, justo en el vértice de las fronteras entre Ruanda, Tanzania y Burundi.
Más de 300.000 personas, hutus, tutsis y mixturados, habían huido en pocos días a toda prisa, a pie, cargando con sus escasas pertenencias -entre ellas sus hijos- fuera de aquel infierno para instalarse donde Dios les dio a entender, en ninguna parte, pero ya fuera de su país, para evitar los abracadabrantes asesinatos indiscriminados de la población civil de las semanas previas.
Las normas de la ONU exigen que un campo de refugiados no se instale a menos de 50 kms de la frontera del país en conflicto, con la única intención de evitar o de dificultar razzias y hostigamientos de las fuerzas en combate. Aquel de Benako se improvisó donde la gente quiso, apenas a 11 kms del punto fronterizo de las Rusumu Falls, atravesadas por un pequeño puente casi en ruinas que conducía hasta Kigali.
Creo que fuimos los primeros boniatos en llegar hasta el lugar. Los grandes medios, salvo alguna agencia internacional, no habían tenido tiempo de reaccionar ante aquella avalancha cuando nosotros ya estábamos allí, lo cual, entre otras cosas, nos permitió vender buena parte del material al Diario El País, que no contaba con ningún reportero en la zona.
Llamo la atención a los interesados para que reflexionen sobre un nuevo dilema moral que llevó a las secciones de varias ONGs a abandonar, a partir de determinado momento, el campamento de Benako, una gigantesca ciudad que superó las 400.000 personas en cuestión de horas. Y no se olvide, al respecto, aquel detalle de la ‘neutralidad’ que guía las intervenciones de organismos como la Cruz Roja Internacional (CIRC) o la ONU, frente al llamado ‘derecho de injerencia humanitaria’ inscrito en el código genético de las llamadas ONGs
Pero, ¿alguien puede imaginar lo que supone una migración de tales dimensiones y cómo se conforma y se gestiona una ciudad así, nacida de repente en mitad de ninguna parte?
(La primera crónica firmada que aparece en la foto aquí al lado trataba de poner algo de ambiente descriptivo, pero, en la última parte de la segunda se apuntaban ya las claves del problema subyacente en aquella situación.)
Como ya advirtió el boniato en ocasión anterior en este blog, no se pretende aquí contar la Historia, sino apenas compartir (quizá por puro egoísmo personal relacionado con cierta necesidad terapéutica) alguna ‘historia’ vivida, casi siempre en primera persona que permita reflexionar y cuestionar nuestras ideas preconcebidas que marcan de modo infalible el resto de nuestras opiniones y actitudes.
Nadie debería llamarse a escándalo por lo que se avecina (o tal vez sí, no sólo a escándalo sino a tirar los pies por alto), pero creo que el relato debería servir para poner en cuestión algunas cosas, empezando por la auténtica calidad de nuestras emociones, reales o fingidas, y siguiendo por la cantidad y calidad de los problemas o por la casi siempre dudosa utilidad, y a menudo insensatas y casi infamantes consecuencias que se derivan de las acciones humanitarias de las mal llamadas ONG’s. ¡Ostras, pues sí que empiezo bien…!
Puede que a partir de aquí se hayan caído la mitad de los interesados en el tema… Otros, tal vez, se habrán dispuesto para ajustarle las cuentas a eso que hemos oído millones de veces: que si el dinero se utiliza para otras cosas, que si no llega a los necesitados, que si se pierde por el camino, etc…
También hay algo de eso, desde luego, pero eso no es, en mi opinión, lo relevante del asunto.
En verdad, mi punto de partida -y, a su vez, mi primera conclusión- es otro y recuerda mucho aquella máxima de la insigne jurista gallega del siglo XIX (fallecida en 1893), Concepción Arenal, que solía leerse en las cárceles españolas: “Odia el delito y compadece al delincuente”. Eso es. Perfecto resumen. Basta cambiar donde dice “delito” por la expresión “ayuda humanitaria” y donde pone “delincuente” por la de “expatriado que la ejerce”. Es mi punto de vista.
A quienes les resulte duro oírlo, pueden abandonar de inmediato la lectura. A quienes les resulte razonable o ‘blanda’, les brindo la segunda conclusión a la que llegué hace muchos años y que, en mi opinión, la avalan cada día más (no por casualidad) los propios acontecimientos.
Y dice así: “Salvo casos excepcionales que han de reunir características muy singulares, la llamada ayuda humanitaria sólo debería prestarse después de, y/o acompañada, de que los cuerpos expedicionarios militares -legionarios, paracas, fuerzas especiales…- hayan templado adecuadamente el terreno. De no hacerse así, lo mejor, a veces (muchas), es dejar que la gente se mate a hostias si es preciso, pues, en ocasiones (muchas), también los pueblos están legitimados para reventarse a leches si no hay otro remedio antes que seguir soportando las más inicuas e infames vejaciones”.
Me parece haberlo expresado claro y sin cursilerías.
Lo cierto es que así fue siempre a lo largo de la Historia y a nadie se le ocurriría pensar que, cuando un grupo humano pretende aplastar a otro, lo mejor sea dejarse pisar el gañote o que te descuarticen a pedacitos y que violen a todas las niñas y mujeres de tu familia delante de tus ojos hasta reventar de espanto. Lo que no pué sé, no pué sé, y además es imposible. De modo que, a partir de esta segunda conclusión, lo único que restaría en cada caso sería valorar ante qué situación nos encontramos para elegir qué clase de ‘ayuda humanitaria’ es la más conveniente. Repito que, a menudo, no hay mejor tarea humanitaria que liarse a leches con las bestias pardas. Y no hay otra, so pena de que lo que hagamos no sea ayuda ni tampoco humanitaria.
Siempre están los optimistas, por supuesto. Aquellos que piensan que lo que hay que hacer en tales casos es interponer una fuerza ajena que evite la masacre.
Bien. Lo primero que cabría decirles es que casi nunca ocurre de ese modo porque eso no es posible. No se moviliza en cuatro días ni de cualquier manera una fuerza de combate. Menos aún si esa fuerza ha de contar en todo caso con los parabienes burocráticos de una comunidad internacional a través de un organismo como la ONU, bajo la amenaza, además, de que una muchedumbre te organice ‘manifas’ a todo pasto en las principales ciudades de Occidente y te retuerza tu vocación pretendidamente altruista hasta convertirte en un presunto expoliador petrolífero, diamantífero y colonialista.
Hay que contar, por tanto, con tener igualmente unos políticos decididos y preclaros que no le tengan miedo a la movilización inmediata de los biempensantes, incluso para el caso de que su decisión pudiera ser errada (Hollande, a pesar de ser socialdemócrata, debo decirlo, le echó bemoles a la cosa con la reciente intervención francesa en Malí. Al igual que Tony Blair con la guerra de Irak. O… ¡mejor no sigo dando nombres no sea que se me caiga algún otro lector sólo por el susto que le causen sus prejuicios!).
Además, dicho sea en contra del argumentario de los optimistas, con frecuencia ocurre que la interposición de una fuerza ajena al conflicto no suele contar con plenos poderes para frenar lo que se les viene encima, ni siquiera con la actitud ni los medios necesarios para ello.
Y es peor aún cuando intentan vendernos eso de los ‘ejércitos humanitarios’ repartiendo botellitas de agua y ayudando a los ancianos a montar en su burrito, porque entonces a mí me da la risa floja y ya no puedo parar de llorar-reír durante una larga temporada.
Un ejército está preparado, si lo está, para cumplir su misión de ejército, para batirse a hostias, pagando el precio con su propia vida si es preciso, y no para ejercer la caridad ni la solidaridad repartiendo comida en lata, extremo éste del que no se quiso enterar jamás cierto giliposhas que presidió recientemente el Consejo de Ministros español.
Y luego, claro, si somos serios, llega la pregunta de si no es una forma de colonizar a un pueblo impedir que los vejados y afrentados hagan justicia según sus propias leyes y costumbres…
¿Fue justo, acaso, que una fuerza de interposición francesa llamada “Operation Turquoise” estableciese un paraguas de protección sobre los cientos de miles de hutus que huían hacia el Congo después de haber macheteado, uno a uno, al 75% de la minoría tutsi y a otros cientos de miles de mixturados de ambas etnias y de hutus moderados?
¿En nombre de qué clase de humanitarismo o de principio moral podía nadie impedir al Ejército Patriótico Ruandés (tutsi) capturar a los asesinos de sus madres, hijas y hermanas, todas ellas violadas sistemáticamente antes de cortarlas en pedazos, miembro a miembro, de meterles palos o botellas rotas en la vagina, de cortarles los pechos con maestría de cirujanos para después incrustárselos en la boca a sus maridos, padres o hermanos allí presentes mientras duraba la cirugía?
¿Qué clase de razón cabe argumentar para propiciar la huida y alimentar después en los campos de refugiados con ‘ayuda humanitaria’ occidental a miles de salvajes que planearon y ejecutaron a un millón de personas a base de cortar escrotos e introducírselos en la garganta a sus propietarios, de sacarles los ojos y dárselos a comer a la familia del torturado, a abrir de un tajo las barrigas de las embarazadas y asar después sus fetos delante de todos…?
Mejor no sigo con las descripciones (by moment), ¿vale?
Mientras estuvimos en Benako -por aquellos días el mayor campo de refugiados del mundo, que llegó a superar las 400.000 personas, aunque este boniato os relatará que días más tarde esa cifra quedó ridiculizada delante de nuestras narices con la masiva huida de hutus por la frontera zaireña hasta crear un nuevo campamento de dos millones de personas-, una noche se acercó a nosotros un misionero de una sociedad caritativa irlandesa que buscaba voluntarios para recoger de las márgenes del cercano río Kagera (o Akagera, según) que servía de línea fronteriza con Tanzania, los miles de trozos de cadáveres que se arracimaban tras caer por la catarata Rusumu de ese río, caudaloso y achocolotado, típicamente africano (la cuenca de este río, con sus afluentes, está considerada la verdadera fuente del Nilo) y meterlos en bolsas de plástico para darles cristiana, o lo que sea, sepultura (más del 80 % de la población ruandesa era y es cristiana, de amplia mayoría católica).
Lo cierto es que me apunté. No sé por qué cojones este boniato se apuntó voluntario para levantarse a las 4 de la madrugada y acercarse hasta aquel lugar para ‘desescombrar’ las insidiosas márgenes de unl maldito río que bajaba con estruendo preñado de cabezas, troncos y extremidades descuajeringados.
Un enorme, despiadado, asombroso y literal ‘rompecabezas’ (perdón por el puto nombre que aquí le damos a los puzzles) que me habría dejado conmocionado para el resto de mi vida de no ser porque, en el último momento, antes de partir hacia el lugar, el boniato sintió tales escalofríos que decidió renunciar después de que durante la corta noche mi memoria viajase repetidas veces hasta aquel lugar que habíamos contemplado horas antes desde el esquelético y rudimentario puente que unía a ambos países.
Creo que me hablé a mí mismo, y ‘el otro yo’ me propinó una excusa, tan banal e imperfecta como necesaria, para evitarme aquella innecesaria angustia:
-“Mira, tío –me dijo el muy cabrón-, tú has venido aquí para contarlo, ése y no otro es tu oficio. De nada vale que te martirices ni te sometas a una prueba que no sabes si estás preparado para superarla. Ellos, ese misionero, han negociado lo suyo con Dios directamente. Están aquí porque quizás han llegado a un acuerdo que les resulta ventajoso a ambas partes y no es tu caso. No te enfangues más allá de lo que tu oficio te exige. Observa, abre los ojos, sobrevive como puedas y haz correr la voz de lo que veas. Cuéntalo, muchacho, hasta donde la hipocresía occidental quiera escucharte. Y si la gente no quiere escuchar, es que la tarea queda lejos de tu alcance. Nada más puedes hacer por ellos, te lo advierto. Aparta tu conciencia de individuo. Si fueras un simple ciudadano no habrías elegido este lugar y en estas circunstancias para tus vacaciones. Eres boniato, ¿recuerdas? Sólo estás aquí por eso. Aprieta a fondo tu conciencia, pero sólo la de boniato, no pretendas convertirte en una especie de Kevin Carter (apenas un mes más tarde, en Johannesburgo, Carter, el autor de la famosa foto del niño y el buitre en Sudán, se suicidaría, ajeno al dilema moral que a mí me corroyó por dentro durante la corta pesadilla de aquella noche), asediado a preguntas tramposas sin respuesta por una muchedumbre estulta, cínica y moralista… ¿Me oyes? ¡Abandona!”.
p>Y eso hice. El boniato se dirigió al arrojado misionero y le trasladó en su torpe inglés alguna explicación que concluía en la decisión que había tomado: no iré.
El tipo no puso objeción alguna y, de todos modos, me dio las gracias. No le olvidaré jamás, aunque ni siquiera soy capaz de ponerle cara, pues su blanco rostro de genuino ‘irish’ se me confunde con los de los cadáveres color lácteo (¿sabíais que los negros se vuelven blancos como la leche después de varias horas sumergidos en el agua?) que se amontonaban por cientos en los bordes de aquel río después de haber realizado una confusa navegación de varios días o unas horas bajo las aguas marrones del Kagera y verlos caer por la catarata como tropezones de una sopera volcada sobre una bañera.
El boniato hace esfuerzos por no atufar a nadie (al menos no demasiado) con imágenes espantosas, y confía en que ninguno de los lectores las necesitará para ser conscientes de lo que narra y de sus consecuencias en la ciudad improvisada de Benako, uno de los lugares más inmorales que pisó en su vida, el corazón mismo del mal y del infierno. Sabréis por qué muy pronto.
No obstante, como este boniato no debiera ser la única fuente de información al respecto del asunto que abordamos, se sugiere, para los más interesados, la lectura atenta de tres libros, que estimo esenciales sobre la cuestión:
El primero, un best seller entre los expatriados (creo que no está traducido al español, pero tal vez me equivoque) y que constituyó un sonado escándalo desde el mismo momento de su publicación en 1989: «Lords of Poverty», de Graham Hancock, donde se detalla, entre otras muchas cosas, que el 80% del mega presupuesto de la ONU se gasta en pagar los macros sueldos de los más de 50.000 empleados de su organización.
El segundo, un muy entretenido y documentado libro, casi unas memorias, se titula «El espejismo humanitario. La especie solidaria al descubierto» (Edit. Debate), de un alto ex responsable de MSF-España, Jordi Raich, quien se encarga de desenmascarar en buena medida la patraña de las ONG’s y de la acción ‘humanitaria’. Resulta muy ilustrativo al respecto de lo que aquí se narra. Por cierto, en una de las aventuras y desventuras de ese libro aparece nuestro amigo makandé Rafael S. Lizondo, cocinero ocasional antes que fraile, durante los meses que estuvo en Somalia trabajando para ellos. El capítulo en cuestión donde aparece nuestro querido amigo se titula, no por casualidad, «Showmalia, capital Mogadisney» -ya os podéis ir haciendo el cuerpo.
Por último, y para mí el mejor de todos, se titula «Una cama por una noche. El humanitarismo en crisis» (Edit. Taurus), de un magnífico periodista, David Rieff, hijo, a la sazón, de una ‘líberal’ (en el sentido americano de la palabra, o sea, una ‘progre’) endiosada y con más tonterías que el reló de un buzo, llamada Susan Sontag. Nada que ver su hijo, brillante pensador, analista sin fisuras y grandioso boniato que profundiza desde casi todos los ángulos posibles en el aparataje ético y moral de ese gran market y merchandising de las ONG’s que trafica en todo el mundo con un producto llamado VÍCTIMAS.
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