Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

El origen de un error: el horror

Foto: Luis Davilla

Foto: Luis Davilla

(Hace algunos meses este boniato inició una narración extensa preñada de reflexiones sobre el perverso y manoseado concepto de ‘ayuda humanitaria’. Desgrané muchas historias en primera persona por razones más terapéuticas quizá que ilustrativas. Pretendo darlas a conocer en este blog, pero en un momento dado el boniato se sintió obligado a reordenar un poco el origen de toda esa bazofia que nos trajo hasta este lugar de indeseables horrores apaleados por las multinacionales de un humanitarismo que bien podría denominarse “Víctimas, S.A.”)

Continuamos las ‘historias’ de este boniato… con un poco de Historia (me temo), porque empieza a ser inevitable entender algunas cosas so pena de que algunas reflexiones queden cojas y surja espontáneamente cierta clase de nihilismo combatiente que nos conduzca, también con buenas intenciones, a un lugar igual de equivocado.

No hay recetas mágicas para solucionar los conflictos llamados ‘humanitarios’ a los que nos enfrentamos. Algunos ya sabéis de las razones personales, pretendidamente terapéuticas, que animan a este boniato a relatar cosas que no contó jamás, o casi nunca, a nadie. Pero eso no es motivo para sacar conclusiones por anticipado, ni tampoco suficiente para que nadie piense que ‘mi verdad’ es la Verdad. Los posibles maximalismos de mis conclusiones son sólo míos y este boniato no precisa que nadie esté de acuerdo con ellos, pero sí que puedan servir a alguien más para reflexionar.

Yo no tengo el back-up suficiente que certifique o avale mis soluciones, que sólo pueden ser parciales. Los hechos, creo, sí son incontestables, aunque de ellos puedan extraerse a veces más preguntas que respuestas, más interrogantes que soluciones…, y por ello constituye todavía un dilema moral que crece y crecerá antes de que explote con innecesarias y desagradables consecuencias.

Este boniato adoptaría medidas si pudiera y si tuviera el mando necesario para ello, pero también está convencido de que sus decisiones comportarían un montón de problemas diferentes, abriendo así la puerta a otro dilema moral de iguales o mayores proporciones.

No obstante, dada la gravedad de los acontecimientos de los que hablamos, convengamos que hacen falta políticos preclaros, honrados y decididos (otra vez me da la risa) a dar un vuelco a todo esto, aunque sólo fuese por modificar un status quo infectado y diría que casi gangrenado, muy cerca de la extremaunción, al que nadie, por muchas razones, presta la atención que se merece.

Foto: Luis Davilla

Foto: Luis Davilla

Seguimos, pues, en África, pero lo podríamos trasladar a ejemplos de otros continentes e incluso extrapolarlo a diferentes situaciones, porque en esto de la llamada ‘ayuda humanitaria’ juega un papel considerable, esencial, nuestra manera de mirar las cosas y de ver el mundo.

Hace poco, por ejemplo, mucha gente ha difundido y se ha hecho eco de la noticia sobre el derrumbamiento de un gigantesco taller textil en Bangla Desh. Y he leído muchas opiniones al respecto. Y editoriales de periódicos, Y blogs de todo tipo… Lo curioso es que casi todos coincidían, como poco, en un elemento común: el de cierta clase, vaga, difusa o muy concreta culpa en tales hechos por parte de empresas europeas o americanas y hasta de los propios ciudadanos occidentales como voraces consumidores sin conciencia.

Ni entro ni salgo en debate semejante, pero me parece un enfoque decidida y “manifiestamente mejorable”… (Ya se ve que cuando este boniato se pone fino y educado es capaz de alcanzas cotas de cursilería inimaginables).

En aquella ocasión le expuse brevemente a algunos amigos mi desacuerdo con la reacción frecuente en estos casos por parte de los occidentales, que consiste (tal vez por causa de los conceptos de ‘culpa’, ‘análisis de conciencia’ y ‘arrepentimiento’ que figuran en nuestro imaginario judeo-cristiano, por otra parte tan freudiano) en auto otorgarnos siempre cierta parte alícuota (cuando menos) de responsabilidad en la desgracia ajena.

En muchos casos (sobre todo si el fustazo viene de filocomunistas o de los llamados ‘progres’), a mí me producen un inmediato y vertical rechazo, entre otras cosas porque no les veo casi nunca hacer, o pasan de puntillas, similar examen de conciencia cuando se aborda la experiencia histórica de ese eufemismo que, a conveniencia del momento, denominaron comunismo, otras ‘socialismo’, otra ‘socialismo real’, otras ‘dictadura del proletariado’ e incluso tienen aún la osadía de prostituirlo todo bajo la dudosa marca de “Democracia popular”.

Tanto es el cinismo que me irrito a veces. Y el médico me lo tiene desaconsejado.

En contra de ese modo sesgado y a mi juicio lerdo (con perdón) de mirar ciertas cosas, sólo pondré un ejemplo. Tengo un amigo y compañero de carrera a punto de cumplir 20 años como diplomático en la OIT (Organización Internacional del Trabajo), con sede en Ginebra. Según me cuenta el embajador, está hasta las narices de viajar a países como Marruecos para inspeccionar empresas españolas y rogar a todos (incluidas las autoridades) que traten de mejorar las normas laborales existentes en el país, dado que, la inmensa mayoría de las veces, los propios empresarios occidentales están dispuestos a elevar la cultura de seguridad e higiene en el trabajo.

Esto, tan sencillo, produce cierto rechazo en las autoridades locales, pues estiman sospechoso o peligroso el contraste que podría producirse en poco tiempo entre las fábricas extranjeras y el modo de producción de muchos empresarios locales.

Si el embajador de turno aprieta, a pesar de todo, alguien puede llegar a sugerir (finura diplomática obliga) que se trata de una forma de injerencia externa en los asuntos de su país (o sea, ‘colonizadores’, etc., lo de siempre), pero, además, siempre les queda el mejor recurso y el más común en ese continente, cuya apariencia de tontos resulta casi indestructible ante la cara de los biempensantes de Occidente y de sus editorialistas de guardia.

Me refiero a que, a menudo, si el embajador o los empresarios extranjeros aprietan mucho para conseguir que les permitan instalar esas mejoras, un listillo corrupto del Gobierno, a menudo con la colaboración insigne de algunos papafritas cooperantes de ‘lo humanitario’ parapetados tras las siglas de alguna ONG, casi siempre desconocida, aunque a veces también de algunas muy famosas y aparentemente ‘serias’ (es una manera de ahorrar palabras y de continuar con mi ‘finezza’), amenaza con denunciar públicamente a dicha empresa por utilizar mano de obra esclava o infantil en condiciones infrahumanas… con la ya conocida consecuencia para la marca en sus países de origen, más allá de sus fronteras…

Aunque, claro está, estarían dispuestos a olvidarlo todo a cambio de ‘una pequeña comisión’ y, si es posible, cierta benevolencia a la hora de contratar a algunos miembros de familias bajo su protección, tengan la edad que tengan o se encuentren o no en la situación adecuada para prestar el horario laboral que se les exige. Del local, ni hablamos…, puesto que, como en el caso de Bangla Desh, se trata de una subcontrata con un empresario local, que es quien se queda con la parte del león del contrato con Nike o con Adidas, y ellos pagan a sus curritos un miserable plato de arroz podrido por día y los hacen trabajar en edficios infames o a punto del derrumbamiento. A pesar de que, como queda dicho, el precio de la contrata es infinitamente más elevado que el coste real de producción en dicho país, con los consiguientes exorbitantes beneficios para los dueños de la contrata.

Pero, claro, nada de esto resulta imaginable para nuestra conciencia de buenos ciudadanos, acostumbrados a pensar que el capitalismo (no un empresario, sino la ley de la oferta y la demanda misma) es explotador por definición, abusón, inconsecuente, ladrón o asesino. En cambio, los sistemas comunistas son cautos, incorruptos como el brazo de Santa Teresa, condescendientes con sus trabajadores y benevolentes con la desgracia humana casi hasta el éxtasis de San Juan de la Cruz. ¡Pues qué bien… ¡

Vale, ya tenemos algunas historias. Pero dejemos las extrapolaciones y volvamos a lo nuestro… y con un poco de Historia, como ya advertí al comienzo del relato.
El boniato procurará no atosigar con ella a nadie, pero es seguro que casi nadie conoce a Henri Dunant, un magnate suizo que, en cierta ocasión, se citó con Napoleón III en un lugar llamado Solferino (Italia) para abordar algunos negocios pendientes con el Estado francés (¡joder, basta con mirar Wikipedia, pero en fin! Lo digo para aquellos que sostienen que la enseñanza no debe consistir en memorizar hechos y nombres dado que pueden encontrarse en Internet, a lo cual yo suelo responder que por qué motivo va nadie a buscar un nombre como el de Jean Henri Dunant o el de Solferino o el de Winston Churchill, si jamás han sabido el papel que desempeñaron en su tiempo, así que tal vez sea por eso que las webs más visitadas sean las de un putón de GH o el inigualable blog de alguien que se casó con un torero. ¡Naturaca!).

Lo cierto es que la fecha que eligieron Dunant y Napoleón III, el 24 de junio de 1859, no pudo ser más desagradable, pues era por la tarde y unas horas antes acababa de terminar la famosa batalla del mismo nombre que cubrió el campo de la contienda con casi 40.000 cadáveres, además de miles de caballos reventados a pedazos por la artillería de ambos bandos.

La visión le debió de resultar a Dunant tan estremecedora, que a partir de ahí desvió un tanto su atención de los negocios y propuso a los países europeos la creación de un cuerpo de voluntarios capaz de atender de forma neutral a las víctimas directas de las contiendas. Su tarea, mirusté por dónde, obtuvo cierto éxito, y eso llevó a que seis años después, en 1864, varios países aprobasen la Convención de Ginebra y todo ello permitiese la creación de la Cruz Roja Internacional.
Hoy, ese organismo humanitario existe (en el mundo musulmán bajo la denominación de Luna Roja, susceptibilidad obliga) en casi todo el mundo. Cada cual tiene su sección con muy diversas actividades benéficas, como todos sabemos, pero en Ginebra continúa la sede un órgano diferenciado de las secciones de cada país con la denominación de Comité Internacional de la Cruz Roja (CIRC –en inglés, ICRC).

Este ha sido durante más de un siglo el organismo operativo que asumió la tarea de atender a los heridos de guerra, en especial durante la 1ª y 2ª Guerra Mundial.
Al terminar ésta última, nació, además, la ONU en la Conferencia de San Francisco, quien, paso a paso, entendió que debía crear agencias y organismos específicos para atender otras muchas necesidades que incluían el soporte alimentario a poblaciones en peligro (FAO), la ayuda a los desplazados y refugiados por catástrofes naturales o por guerras (ACNUR), la coordinación sanitaria frente a posibles epidemias globales o locales (OMS) y hasta concluir en el despropósito reciente de crear una cosa llamada ONU Woman, que lejos de luchar contra la desigualdad femenina allí donde se necesita de verdad, se dedica a trufar de ideología capciosa y dudosa todo aquello que menea: no en vano fue nombrada como asesora de la presidenta Michelle Bachelet una indocumentada en asuntos tales como nuestra gran Bibiana Aído a cambio de desabrochar de los raquíticos presupuestos de nuestro Estado en quiebra 95 millones de euros un rato antes de expirar el mandato legal del Gobierno de ZP. Por cierto, dicha cantidad es mucho más de lo aportado a dicha agencia por países como EE.UU. y otra veintena más de países desarrollados, de modo que uno se puede imaginar la confianza depositada en la creación de dicho lobby ultra ideologizado.

Pero saltemos por encima de los hechos mencionados para destacar un dato relevante para nuestra ‘historia’, como pronto veremos. Se trata del elemento diferenciador existente entre los principios fundacionales del CIRC y de las agencias de la ONU respecto de los principios que inspiraron el surgimiento de las llamadas ONGs.

El elemento clave que nos interesa resaltar es que el CIRC cuenta entre sus principios de actuación lo que se llama ‘la neutralidad’, lo cual suena bonito pero que conlleva, por tanto, guardar silencio absoluto sobre aquello que puedan ver sus cooperantes en sus actuaciones. Callan por obligación a cambio de que se les permita la entrada en los países y presten la asistencia debida.

Curiosa idea, ¿no?, porque esa inteligencia es la que subyace en toda esa chorreante polémica sobre la actuación del Vaticano y del propio Papa Pío XII en torno al nazismo: así se concebía entonces, por más que los conspiranoicos, con los ojos del presente y no de su contexto, quieran ver colaboracionismo donde, en su mayor parte, sólo pueden encontrarse, en su mayoría, malentendidos sobre tan curiosa definición de lo que ha de significar ayuda a poblaciones en peligro. Y no se olvide que todo esto significa que el CIRC sabía de la existencia de los campos de concentración nazi, de los gaseos masivos, etc…, porque sus cooperantes también estuvieron allí.

La ONU utilizó más tarde un concepto parecido al de CIRC, pero dado que su misiones estaban investidas de cierto poder ejecutivo por el Consejo de Seguridad de los países más poderosos del planeta, no estaban tan obligados a guardar silencio de manera tajante (realizan informes, aunque otra cosa es su difusión o no dependiendo de las resoluciones adoptadas en el Consejo de Seguridad), pero sí obligados a negociar y pactar la llegada de la ayuda humanitaria con los países a cuyas poblaciones se deseaba ayudar.

En tales casos, el flanco que quedaba, y queda, desasistido es qué clase de ayuda es la que se presta a un pueblo masacrado si el que lo decide, el cómo, el cuándo, el cuánto, el por dónde y por cuánto tiempo es el Gobierno que está en lucha contra dicha población.

Así, este boniato supo en Sudán y en Eritrea que, a menudo, los islamistas radicales de Jartum o las fuerzas etíopes y cubanas, permitían la llegada de convoyes de alimentos donde se reunía a la población para ser atendida, y, una vez juntos en algún espacio en la sabana, en el desierto o en la selva, la aviación gubernamental bombardeaba de manera inmisericorde  para eliminar a columnas o facciones completas de civiles y militares de un solo golpe de sus enemigos. Y cuando la ONU pretendía mostrarse más agresiva y entraba por su cuenta con los convoyes sin el adecuado permiso previamente pactado con los gobiernos en cuestión, la aviación o la artillería reventaba los camiones a cañonazo limpio impidiéndoles llegar a su destino.

Sin embargo, en fecha tan tardía como 1971, al terminar la guerra de Biafra (Nigeria), una docena de médicos y aviadores que habían decidido saltarse todos los códigos internacionales vigentes para transportar ayuda a una población en peligro tras una guerra civil étnica estrepitosa que causó una hambruna masiva y feroz en el sureste de Nigeria, decidieron crear la primera ONG moderna: Medecins Sans Frontiéres (MSF), entre cuyos postulados se encontraba la defensa de un principio insólito para la legislación internacional que se denominó con el tiempo “el derecho de injerencia (en la soberanía y territorio de un país, se entiende) por razones humanitarias”, sin importarles lo que decidiesen las autoridades del país.

Era una cuestión moral, dijeron ellos. No eran malas las razones y la idea fructificó.

Entre aquellos arriesgados y voluntariosos personajes, dicho sea de paso, se encontraba un joven médico francés de nombre Bernard Kouchner (¡oh, my God, con la iglesia hemos topado!) y su idea revolucionó la legalidad internacional.

Nos saltaremos todas las circunstancias históricas para no demorar nuestro relato, pero, si alguien tiene mucho interés, le recomiendo una fabulosa crónica periodística de aquellos meses escrita nada menos que por un boniato desconocido llamado Frederick Forsyth, su primer libro, quien luego se convirtió en el famoso autor de Chacal, Odessa, El Cuarto Protocolo, El Afgano, El Puño de Dios y tantos otros excelentes bes-sellers. Dicho libro, titulado “The Biafra Story: The making of an African Legend”, se encuentra traducido al español en versión e-book para Amazon.

Pronto volveremos a Rwanda, para seguir contando historias (y espero que menos Historia) que nos ayuden a reflexionar sobre nuestro asunto principal.

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