Viajar por carretera desde Bangkok hasta la región norte de Tailandia para conocer las tribus que habitan la frontera precisaría armarse de la paciencia de Buda, de la resistencia de los elefantes y de la capacidad de dar vueltas sin marearse de un astronauta. Y además, desde luego, se necesita tiempo.
Lo mejor, por tanto, si no se dispone de demasiado tiempo, será tomar un vuelo de la Thai Airways hasta Chiang Mai, la segunda ciudad en importancia del país y segunda de las capitales que tuvo el antiguo reino de Siam para, desde allí, volar hasta la apacible y recóndita Mae Hong Son, punto de arranque de numerosas expediciones. O hasta Chiang Rai, primera capital de dicho reino, situada a una hora en coche del Triángulo de Oro, lugar en el que el caudaloso y mítico río Mekong, que baja desde China, y uno de sus afluentes, el Ruak, sirven de frontera entre Tailandia, Laos y Myanmar, la antigua Birmania.
Estamos en las últimas estribaciones de la cordillera tibetana y largas cadenas de montañas descienden paralelas de norte a sur dejando entre sí profundos valles a resguardo de los monzones torrenciales y de las altas temperaturas de la costa.
Desde Mae Hong Son, una ciudad-balneario ubicada junto a un pequeño lago artificial, en un fértil valle de clima amable y rodeado de montañas, se pueden realizar múltiples excursiones para visitar un buen número de tribus.
A dos horas de sinuosa carretera hacia el norte, o lo que es lo mismo, a una distancia de más de 400 curvas de ida y otras tantas de vuelta, existen poblaciones de tribus Lisu, de origen tibetobirmano, cuyos miembros mastican a toda hora una pasta negra y sanguinolenta a base de raíces con el fin de mantener sanos sus dientes pero que les otorga un aspecto terrorífico. Son muy competentes en la música, los tejidos y el cultivo de opio. El poblado cuenta con algunas bombillas y entre dos cabañas permanece olvidada una cabina de teléfono público desde la que nadie parece haber llamado en varias generaciones.
Para pasar de un valle a otro atravesamos repetidamente densas nubes de niebla perpetua. En una ladera cercana, una tribu Muser (también llamados Lahu), levanta sus chozas como palafitos en la montaña para salvar las crecidas de la lluvia durante la estación. Los Lahu, cuyas mujeres visten de riguroso negro, proceden de Laos, Birmania y China y, como casi todos estos grupos tribales, viven en una considerable pobreza y practican variadas mezclas de animismo y budismo.
El día comienza en casi todas las tribus enrollando las colchonetas de dormir y moliendo el arroz que se consumirá ese día. Los Lahu cocinan en el centro de la única habitación de la cabaña y comen con las manos un arroz pastoso y seco al que acompañan con pedazos de pollo guisado. Fuera, alguien ha colocado una pancarta en inglés: “We are proud to be a drug free village” (“Estamos orgullosos de ser un pueblo libre de drogas”). Desde luego, nadie en el poblado sabe una palabra de inglés.
Las estimaciones oficiales hablan de 500.000 habitantes pertenecientes a una veintena larga de tribus esparcidos por la frontera norte de Tailandia, procedentes, en su mayoría, de las provincias chinas de Yunnan y Tibet, de Laos, Myanmar, Vietnam y Kampuchea (la antigua Camboya). A su vez, algunas de estas tribus se subdividen en varios subgrupos étnicos y cada una con su propia lengua o dialecto.
Los desplazamientos de estas tribus tienen un denominador común: la persecución política y religiosa a las minorías en sus respectivas áreas de origen, algo que se ha agravado en los últimos 40 años con la expansión de férreos regímenes comunistas a todos los países del entorno.
La variedad étnica y cultural de estas montañas es impresionante. Decenas de clanes de las etnias Hmong (o Meong), Akha, Yao, Karen (o Pa Dong, la de las célebres mujeres jirafa), Lisu, Kachin, Rada, Lahu (o Muser), Shans, Naka y Jam, entre otras, se esparcen por todo el territorio y conviven en un equilibrio imperfecto que da continuos dolores de cabeza al Gobierno de Tailandia.
En un afán por simplificar la solución a sus problemas, las autoridades han decidido clasificar estos núcleos tribales en cuatro grupos. De un lado, las tribus de campo, dedicadas al trabajo agrícola; de otro, las tribus de turismo, que viven fundamentalmente de la venta de sus trabajos artesanales a los visitantes; en tercer lugar, las tribus de refugiados, esencialmente los Karen (o Pa Dong), en guerra contra el Gobierno comunista de Rangún (Myanmar, la antigua Birmania) y que ocupan los campos establecidos por Naciones Unidas en territorio tailandés; y por fin, las denominadas “tribus de producto de reyes”, un eufemismo utilizado para aquellas tribus cultivadoras tradicionales de opio a las que las autoridades, en nombre de la familia real, han ido otorgando terrenos para que cultiven otros productos (café, flores, coles…) que les son comprados directamente por fundaciones patrocinadas por el rey Bhumiphol y por su esposa la reina Sirikit.
El objetivo en este último caso no es tanto moralizar el tipo de cultivos cuanto lograr de ese modo la sedentarización de estos núcleos de población, acostumbrados a trasladarse y a quemar grandes áreas de bosque cada dos o tres años para cultivar sobre cenizas, lo que había degradado seriamente la masa forestal de la zona, en especial la riqueza comercial de los bosques de teca, cuya tala ha sido restringida de manera drástica por las autoridades y ha producido un serio impacto ambiental en todo el país.
Además, las llamadas “tribus de producto de reyes”, que no son de unas etnias determinadas, sino que pueden pertenecer a cualquiera de las ya mencionadas, reciben ayudas diversas, médico y escuela gratis, y a los niños se les enseña la lengua tai en un intento por lograr la integración con los nativos. A pesar de ello, el cultivo de opio ha comenzado a renacer en los últimos años después de un breve período de retroceso.
Pese al aislamiento geográfico y a todos estos problemas que aquejan a la población, las ciudades del norte de Tailandia parecen a toda hora un lugar tranquilo, de clima suave, sin sobresaltos, donde si a las cinco de la mañana oye llamar a la puerta de su lodge puede estar usted seguro de que no será el lechero, pero sí tal vez un macaco juguetón que se ha descolgado desde el envolvente bosque de tecas, pinos, castaños, helechos, plátanos y variedades de bambú de montaña hasta la ventana de su apartamento.
En Mae Hong Son existe un mercadillo de tribus por las mañanas, tiendas abarrotadas de antigüedades orientales y pequeños restaurantes de cocina local que ejercen de modernas estafetas electrónicas y que permiten conectarse a Internet o enviar un e-mail al otro extremo del planeta mientras se come.
En la calle principal del pueblo compiten varios negocios que alquilan toda clase de vehículos y ofrecen excursiones a cualquier rincón de la selva que rodea a Mae Hong Son, incluyendo los poblados de mujeres de cuello largo de la etnia Karen y el subgrupo étnico de las mujeres de orejas largas.
Las agencias oficiales de turismo eluden de sus circuitos en este momento la visita a los Karen porque mantienen un soterrado enfrentamiento con el Gobierno tailandés por las condiciones en que reciben la ayuda humanitaria en los cercanos campos de refugiados que tiene establecidos Naciones Unidas. Y, al parecer, porque en ellos los Karen estarían comerciando con opio y armas para combatir al ejército rojo de Myanmar, al que le disputan la autonomía de su región de origen. El problema se agrió cuando, a finales de los años 80, el gobierno birmano vendió al ejército tailandés un importante número de licencias de explotación de la teca, que, de este modo, al expoliar la selva birmana, dejaba sin resguardo a las tropas de rebeldes Karen.
La economía de las tribus varía en cada caso. Casi todas prefieren tener hijos varones, pero los Lahu y los Pa Dong o Karen, en cambio, prefieren las hijas, dado que la rara belleza de éstas últimas, convenientemente deformadas desde muy pequeñas por los famosos aros de metal, pueden proporcionarles una considerable dote al ser desposadas. En sus fiestas, los Karen celebran la armonía con el medio natural y se juramentan para guardar una lealtad absoluta a sus líderes.
Dada la existencia de luchas fronterizas y de grupos dedicados al bandidaje, la intrincada red de caminos, las crecidas de los riachuelos y la ausencia completa de señalización, lo mejor en esta zona es viajar acompañado por un guía local o un chófer.
En una escarpada elevación de los alrededores de Mae Hong Son viven comunidades Hmong o Meong, una comunidad fieramente independiente, como lo demostró en su lucha contra el comunismo laosiano que amenazaba su forma de vida. Los niños y niñas visten trajes tradicionales bordados al modo chino, uno de sus lugares de procedencia, además de Laos y Vietnam. Mientras los adultos trabajan en los alrededores, los niños juegan a la peonza y las niñas cocinan a la puerta de sus cabañas. Los Hmong son muy productivos y sus comunidades guardan cierto aspecto floreciente en comparación con el resto de tribus que hemos visitado hasta ese momento.
En todas las tribus de las colinas el alimento básico son las diversas variedades de arroz, acompañado de verduras que cultivan en pequeños huertos y, sólo en ocasiones, un poco de pollo o cerdo condimentado con raíces del bosque y chiles muy picantes.
El matrimonio es normalmente monógamo, pero se acepta la poligamia en todas las tribus excepto entre los Karen. Se trata de sociedades pre-industriales cuyas tradiciones se transmiten oralmente, con altas tasas de analfabetismo, que utilizan el trueque en sus relaciones comerciales e incluso aceptan que una familia entera trabaje en sus campos como pago por un cerdo o unos pollos.
Despegamos de la pequeña pista de aterrizaje de Mae Hong Son para regresar a Chiang Mai y emprender viaje por carretera hacia Chiang Rai y el Triángulo de Oro (el “Golden Triangle”). Resulta sorprendente para nuestra visión de occidentales que las autoridades promocionen un destino turístico bajo la denominación de una las zonas más legendarias y poderosas del mundo en la producción de opio.
En el camino hacia Chiang Rai hacemos dos altos en el camino, uno para ver de cerca a los elefantes y otro para remontar el río Kok y conocer las tribus Akha de las montañas. Existen unos tres mil elefantes en Tailandia y el Mae Sa Elephant Camp, a las afueras de Chiang Mai, pasa por ser el mayor campo de entrenamiento de elefantes del mundo. En estos remotos lugares, los elefantes aún son utilizados como fuerza de trabajo en las tareas agrícolas y de deforestación, además de servir como reclamo turístico y poder realizar en ellos paseos a través de las selvas de montaña.
Tras remontar en una lancha rápida durante una hora el río Kok nos encontramos en un poblado Akha. Son de origen laosiano y tibeto-birmano. Practican una suerte de animismo de fuerte devoción hacia sus ancestros, a quienes veneran como guardianes de la continuidad de la tribu. A la entrada de sus poblados de chozas construyen una “puerta de los espíritus” que todos debemos atravesar en señal de respeto al acceder por primera vez al pueblo. Dos extrañas figuras de madera, pronunciadamente sexualizadas, vigilan nuestra entrada en el portal.
El modo de vida de los Akha es bastante miserable incluso para el resto de tribus, aunque las mujeres lucen vistosos tocados con bolas de estaño y llamativos ropajes multicolores. Los hombres, por su parte, deambulan por el poblado fumando grandes pipas de marihuana o pequeñas pipas de opio. Otras tribus, como los Yao, procedentes de Laos, China y Vietnam, están cansados de dar trabajo a los Akha en el poblado de Mae Chan, cerca ya del Triángulo de Oro, porque en cuanto consiguen algo de dinero abandonan el trabajo y no vuelven a presentarse más a las tareas encomendadas.
Los Yao, por el contrario, son laboriosos y amables, construyen casas de ladrillos con varias habitaciones, las mujeres cosen todo el tiempo y fabrican sus artesanías mientras el hombre trabaja en el campo o negocia en los pueblos cercanos sus productos.
El Triángulo de Oro es un lugar, cuando menos, insólito. Por este anchuroso río, el Mekong, que sirve de frontera a Tailandia y Laos durante buena parte de su recorrido, descienden los cargueros chinos cargados de cualquier cosa, incluyendo el contrabando de carne humana, hombres y mujeres de las tribus.
El lugar parece un escenario africano idóneo para el bandidaje a gran escala, un enclave suizo rodeado de selva, con un rio lento y caudaloso como los del África negra. Hay islas inmensas y vacías de vegetación en medio del rio, como tierra de nadie, y espectaculares puestas de sol que echan a arder el cielo.
En esta época del año, mediados de enero, no hay una sola brizna de viento ni mosquitos, sólo la paz ancha del rio Mekong que baja desde China acariciando la orilla tailandesa, donde se ubica un formidable hotel de lujo, el Imperial Golden Triangle. Del otro lado del Mekong, un playón gigantesco sirve de plataforma de desembarco. Inmediatamente detrás arranca la selva virgen e infinita de las montañas laosianas.
Río arriba, separados por el Ruak, afluente del Mekong, comienza otro territorio inextricable, el de los generales comunistas de Myanmar. En esta remota esquina de Myanmar existe lo más insospechado dentro de un régimen político como éste: un lujoso Casino de juego con ese aire de garito fronterizo al que sólo pueden acceder los turistas tailandeses a gastar sus baht (en Tailandia está prohibido el juego), así como las tripulaciones de los cargueros de bandera china.
Salvo en las postales que venden los miembros de las tribus en el camino de acceso al Hotel Imperial, no puede verse aquí una sola flor de opio y sí muchos tamarindos, pomelos y mandarinas sabrosísimas. Los cultivos de opio se encuentran en el interior de las selvas, especialmente en territorio birmano y laosiano, cuyos regímenes militares tienen ahí una importante fuente de financiación. Como es habitual, los cultivadores de las tribus permanecen en la pobreza.
El sosiego que podría respirarse en este paraje es sólo un sueño. Un número infinito de lanchas, afiladas y estrechas como navajas, de caña larga para salvar los bajos del río y veloces como vehículos de carreras, ascienden o descienden el curso del Mekong todo el día y la noche entera. Los pilotos llevan cascos y cristal protector como de tortugas ninjas y las lanchas van equipadas con motores Toyota de automóvil adaptados para navegar, lo que les permite alcanzar velocidades de hasta 150 kilómetros/hora con un ruido aparatoso que lo estremece todo desde varios kilómetros de distancia.
Si el Triángulo de Oro no es, pues, hoy, la denominación de origen de unas cuantas variedades de opio, sólo puede ser célebre por el contrabando de carne humana de las tribus… o no lo será de nada.
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