Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

Los vertederos de El Cairo

Durante una semana recorrí, uno tras otro, los principales vertederos de El Cairo. El único objetivo de nuestro paso por la capital egipcia era intentar conseguir un imposible: un visado para entrar en cierto país integrista de la zona. Al cabo de siete días, la suerte nos miró con la mejor de sus sonrisas, pero hasta entonces sólo vimos, día tras día, un rictus aciago de horror y de pobreza.

La estancia pudo haber sido una aburrida espera visitando pirámides, museos y mezquitas, paseando al atardecer por esta ruidosa y atractiva ciudad, fumando narguiles y tomando té en locales cargados de exotismo, como salidos de una novela de Naguib Mahfuz, o disfrutando del baño en la piscina colgante del Hotel Meridien, en la lujosa avenida de la Corniche cairota, junto al Nilo.

En cambio, ya ves, el fotógrafo Luis Davilla y yo decidimos patear esos lugares que no aparecen en las guías turísticas para algún posible reportaje. Anota: la capital egipcia tiene (nadie sabe con certeza) entre 16 y 20 millones de habitantes. Es una de las diez mayores megalópolis del mundo (algunos aseguran que la segunda, después de México), la mayor de África, con permiso de Lagos, la antigua capital de Nigeria, y su población se duplica, más o menos, cada 20 años.

Cada día, El Cairo acumula unas 10.000 toneladas de basura en una serie de vertederos pavorosos que la rodean, donde se calcula que más de un millón de personas vive de reciclar la miseria. No sé si queda claro, pero no hablo de un lugar de trabajo, sino de ciudades enteras construidas sobre la basura misma, con sus edificios, sus callejones, sus tiendas, sus chabolas de chapa, sus ladrones… Los franceses las llaman “bidonvilles”. En algunos, las chabolas se apelotonan alrededor de la basura. No así en el de las colinas de Mokatam.

El vertedero de Mokatam es un lugar tenebroso, aterrador y, al mismo tiempo, fascinante. Sobre las colinas próximas a la Ciudadela histórica levantada por Saladino en el siglo XII, se extiende otra ciudad-fortaleza con unas 300.000 almas. Dado que muchos de estos recolectores de basura son coptos, producto de la exclusión social en un ámbito de mayoría musulmana, en una ladera del monte se ha excavado sobre la roca viva una basílica que recuerda a las originarias catacumbas del Cristianismo, capaz de albergar a varios miles de personas.

Un camino empinado, estrecho y de piedras conduce hasta el portón de entrada a Mokatam. Convencer al taxista para que nos trajera hasta este lugar costó una hora larga de discusiones y elevarle considerablemente la minuta. Al fin y al cabo, la policía cairota se niega a entrar aquí.

El taxista ni siquiera maniobra para dar la vuelta. La emprende marcha atrás a toda traca, ajeno al precipicio, y, cuando se encuentra ya a 200 metros, pega un volantazo, gira en la angosta rampa como puede y acelera dejando una polvareda a sus espaldas. Resta hora y media de sol y delante nuestro hay un portón metálico cerrado a cal y canto, incrustado en la colina. Aporreamos y, después de un rato, una ojos oscuros asoman por un ventanuco y nos escrutan desde el otro lado. Al momento, alguien abre la portezuela que nos da acceso al… infierno.

Una única calle se abre entre dos filas de casuchas sin pintar y edificios destartalados,  sin marcos en las puertas ni cristales en las ventanas, algunos de dos y hasta tres plantas. Enseguida comprobamos que la calle es sinuosa y empinada. Sube y baja. A veces hay un ensanche, como una plazoleta. Luego, de golpe, la calleja se estrecha y se interrumpe. Otro portón nos impide el paso. Repetimos lo del principio y continuamos. Después de un rato y de atravesar varios portones, comprendemos que para salir de este laberinto tendremos que volver, si eso es posible, sobre nuestros pasos.

Todos los niños van descalzos, pero aún no he dicho que el pavimento que pisamos es blando y viscoso, porque Mokatam es una ciudad construida sobre la montaña de desperdicios. El suelo es una pasta fangosa, pestilente y colorista de la que asoman papeles, cristales, plásticos, alambres herrumbrosos, latas oxidadas, jeringas y la variada mugre que expelen a diario los muchos millones de habitantes de El Cairo. Estas casas de ladrillo desnudo hunden sus cimientos en esa meseta inmensa de inmudicia de olor dulzón, de 30 o 40 metros de altura y varios kms. de longitud. Días antes oí contar que, al pudrirse, la materia orgánica desencadena una autocombustión que termina por quemar ese detritus, dejando bolsas de cenizas en su interior, a 10 o 20 metros de profundidad. En ocasiones, los cimientos de algunos edificios ceden de repente, en mitad del día o de la noche, y mujeres, niños y adultos perecen calcinados o por el impacto, tal vez mientras dormían, engullidos por la bolsa ardiente en una escena dantesca.

De las casas, a veces hasta del primer piso, emerge una montaña de desperdicios que alcanza a la mitad de la calle. Queda apenas un pasillo estrecho para caminar. Estos “zabbalin”, como llaman a los “chiffoniers” o recogedores de basura, están especializados: unos reciclan cristal; otros, alambres y chatarra; aquellos, cartones y papel; la siguiente casa vomita por puertas y ventanas una montaña de telas y andrajos… Aquí no hay luz eléctrica ni agua corriente, por supuesto. Según nos adentramos, se nos suman más y más curiosos de caras sucias y ennegrecidas. Y todos, excepto los niños, con caras de poco amigos. Un tipo fornido y de mirada amenazante, que no se separa dos palmos de nosotros, lleva un palo de billar astillado, con el que, de repente, amenaza a gritos a mi colega, que acaba de alzar con sigilo y mucho tiento una cámara para enfocar a un grupo de niños que juegan descalzos al fútbol sobre la basura con una pelota de trapo. El tipo se niega a aceptar nuestro dinero a cambio y Luis Davilla no vuelve a intentarlo más en toda la tarde.

Hago memoria y te juro que no guardo conciencia de cómo logramos salir de este sitio. Ni qué medio empleamos para regresar vivos al hotel. Sólo sé que estuve en la antesala de un lugar habitado por fantasmas, rodeado de un miedo atroz químicamente puro, que me embotaba todos los sentidos, y en el que una monja llamada Sor Emmanuelle me aseguraba unos días antes en Ismailya, a orillas del Mar Rojo, que habitaban los hijos más amados de Dios. Ese lugar se llama Mokatam.

SOR EMMANUELLE, UNA MONJA PELIGROSA

Nació en Bruselas y el próximo 16 de noviembre cumplirá 95 años. En enero de 2002 recibió la “Legión de Honor” de la República francesa, ha sido varias veces finalista de los Premios Príncipe de Asturias y los franceses la votan desde hace años como una de las tres voces más influyentes de su país, por delante de políticos, artistas o empresarios, junto al Abate Pierre, fundador de los Traperos de Emaús, y el célebre oceanógrafo, ya fallecido, Jacques Cousteau.

Su verdadero nombre es Madelaine Cinquin. Tras quedar huérfana, a los 20 años, entró en la congregación de Nuestra Señora de Sión con el nombre de Sor Emmanuelle. Hasta que se jubiló, en 1971, dio clases de filosofía y letras en escuelas de Turquía, Túnez y Egipto. A partir de entonces, con 62 años, eligió vivir entre los más pobres y se instaló, primero, en el vertedero de Asbet-El-Nakhí y, unos años después, en el de Mokatam. Desde finales de los 80, lo alternó con períodos en los campos de refugiados de Jartum, la capital de Sudán.

Fui a su encuentro en Ismailya, a orillas del Mar Rojo, donde le impusieron un descanso antes de ordenar su retiro definitivo para orar en un monasterio del sur de Francia, cerca de Niza. Se acercaba al siglo de vida, pero, por deseo suyo, conversamos sentados en el suelo: “He aprendido que la tierra, nuestra madre, transmite un magnetismo vital y una alegría que te sube por todo el cuerpo”, dice. “También aprendí que no soy mejor que los ladrones, que los traficantes o que los asesinos. En todos los corazones habita la imagen de Dios. De no haber recibido mi educación, quizás habría sido como ellos”, afirma. Luego me explica que “cuando vivía en la chabola, con dos francos al mes (el equivalente a 40 pesetas), comiendo un solo plato de alubias que nadie preguntaba de dónde había salido, he sido la persona más feliz del mundo”. Todos esos años compartió su chozo “con un gran amigo al que jamás pregunté a lo que se dedicaba. Tal vez haya matado a mucha gente, lo sospecho, pero sólo podía rezar e intentar mostrarle el mejor camino. Él sabe que le amo y le respeto como a un hermano”, sostiene.

Varias veces regresó a Europa para recabar fondos con los que abrir escuelas y mejorar las condiciones de vida en los vertederos de la capital egipcia. Durante un pudiente cóctel celebrado en su honor, Sor Emmanuelle se vió obligada a alzar la voz: “¡El mundo se está muriendo de hambre!”, gritó, y sólo entonces logró un silencio sepulcral, además de valiosas donaciones, entre ellas un cheque de cien mil dólares, algo que ocurriría otro par de veces más a lo largo de su vida. Sus apariciones en TV tienen siempre audiencias millonarias y despiertan una inmediata solidaridad contable: “No soy un gran personaje de la Ciencia, ni del Arte, así que no entiendo qué gana la gente con escucharme”, me dice.

El Vaticano y sus superiores la llamaron a capítulo en más de una ocasión por opinar que la Iglesia debería vender parte de su patrimonio y distribuirlo entre los pobres: “No tuve ningún problema para cumplir los votos de castidad y de pobreza, pero en el noviciado me explicaron que había que plegarse a la autoridad salvo cuando fuese contrario a nuestra conciencia, así que desobedecí tres veces en 60 años…”

En Egipto, Sor Emmanuelle fue considerada “un sujeto muy peligroso” por varios periódicos, que desataron una campaña feroz acusándola de bautizar a niños musulmanes. No hizo nada por defenderse, pero cuando los integristas arreciaron en su campaña, los propios “chiffoniers” o “zabbaldin” de los basureros lo negaron todo y salieron en su defensa.

“¡Qué hermoso volver a ser joven! Trepar la montaña a las cinco de la mañana con una linterna en la mano. Sonreír a los pasajeros del autobús de las 5:30. Sentirse renacer durante la misa de seis. Tomar de nuevo el autobús para llegar a las faldas de la montaña. Subir masticando un pedazo de pan para ahorrar tiempo y estar presente para acoger a los jóvenes harapientos”, evoca con una sonrisa. “Pero ahora no necesitan de mis oraciones. De ellos, Dios no se olvida. Sin embargo, recibo cartas de medio mundo, incluso de gente joven, que dice que se quiere suicidar. ¿Se da cuenta…? Europa está enferma y ha perdido el sentido de lo que es la vida…”, me dice con asombrada amargura.