Bajo ningún concepto debo ser tomado por eso que llamamos un amante de los animales. Admiro, sí, el despliegue de esplendor de la naturaleza y, cada vez que estuve en un remoto lugar salvaje rodeado por la incertidumbre de sombras sinuosas, sonidos amenazadores y miradas acechantes, me sentí conmovido de poder asistir a ese espectáculo inigualable y perpetuo de vida y muerte (¿acaso no son la misma cosa?) que a cada instante se desarrollaba a mi alrededor.
En África, creo, me asaltó por primera vez la idea, tan obvia por otra parte, de que en esa placenta universal de la naturaleza no hay espectadores (menos aún turistas), sino que apenas somos todos una pequeña parte más que alimenta a un ciclo permanente de renovación para el que la muerte es tan decisiva al menos como la vida.
Nos gusta imaginar la primavera como una explosión de vitalidad y de optimismo, pero olvidamos a menudo que cada ciclo, de igual modo, conlleva una explosión de muerte; si no mayor, al menos de idénticas dimensiones. Porque la vida, no lo olvides, se alimenta de sí misma. Y resulta paradójico que sea la vida, tan frágil, contingente y pasajera, y no la muerte, tan rotunda, inevitable y duradera, la que tenga verdadera trascendencia para nosotros.
Acaso sean elementales diferencias de este tipo las que nos alejen del verdadero entendimiento de la naturaleza y quizá por ello sintamos la necesidad de vivir rodeados de una artificialidad cada vez más compleja que nos distancie, al menos en apariencia, de la única certeza, que es la muerte.
Percepciones de este tipo ganarían mucho si proviniesen de alguna especie amenazada, como la del elefante asiático, pero, pese a la inteligencia de estos animales (e incluso el carácter sagrado que se le atribuye en ciudades como Kandy, la antigua capital de Sri Lanka), lo creo improbable. En los últimos 50 años, la población de elefantes asiáticos se ha visto reducida a la mitad y en la actualidad se estima en unos 50.000 ejemplares, lo que, comparado con los entre 600.000 y 700.000 elefantes africanos, refleja una situación bastante calamitosa. En Tailandia, por ejemplo, se calculan entre cinco y siete mil elefantes, de los cuales unos dos mil serían salvajes y entre 3.500 y 5.000 vivirían en cautividad.
Desde tiempo inmemorial, los elefantes, considerados animales de gran inteligencia, vienen siendo utilizados por el hombre, bien como herramienta de trabajo o como máquinas de guerra. Miles de familias viven en el sureste asiático gracias a la ayuda de los elefantes y el oficio de “mahout” pervive en toda la zona para gobernar a estos inmensos bichos, fundamentales sobre todo para el transporte de troncos en zonas de difícil acceso en la tala de árboles de madera de teca.
Tailandia tiene la cuarta población más grande de elefantes, después de la India, Myanmar (ó Burma, la antigua Birmania) y Sri Lanka; pero también existen elefantes en Nepal, Bhután, Bangladesh, Laos, Camboya, Vietnam, Malaysia (incluyendo Sabah y Borneo) e Indonesia (Sumatra y Borneo).
Las graves inundaciones sufridas en Tailandia en 1989 supusieron un cambio brusco en la política forestal de la zona, pues se atribuyó la tragedia a la persistente deforestación que habían venido sufriendo los bosques de teca en las décadas anteriores, lo que condujo a la prohibición radical de la tala y mandó al desempleo a miles de elefantes y sus “mahouts”. No iba a quedar así la cosa, pues los “mahouts” han continuado ejerciendo de manera furtiva su trabajo en el interior de las espesas selvas, para lo cual hacen trabajar a los elefantes dosificados con anfetaminas en largas jornadas nocturnas. En otros casos, los elefantes han sido conducidos a áreas más pobladas para ser usados como simples reclamos turísticos.
Para paliar la situación, en varios países del sureste asiático han comenzado a tomarse medidas drásticas que van, desde declarar la edad de 60 años como fecha de jubilación obligatoria para los elefantes de propiedad pública (caso del estado de Kerala, al sur de la India), a la creación de campos de conservación, de los cuales existen ya más de 50 distribuidos en Tailandia. En uno de ellos, el Mae Sa Elephant Camp, el más grande del mundo, en los alrededores de la ciudad de Chiang Mai, asistí hace unos años a un espectáculo teñido de un aire de tristeza, donde los animales jugaban al fútbol (costumbre muy común en algunos festivales de la India), arrastraban troncos, tocaban instrumentos musicales, pintaban o servían a los turistas para dar paseos por el interior de la selva. A pesar de todo, los elefantes seguían conservando su honor y cierta funcionalidad, además de ser atendidos cuidadosamente por sus “mahouts” y por especialistas.
Pero la última iniciativa sorprendente es la de fabricación de un excelente papel ecológico a base de estiércol (“dung”, en inglés) de elefante, con el cual se confeccionan luego toda clase de útiles para la escritura y elementos decorativos. En numerosos países africanos, como Sudáfrica, Zimbabwe o Namibia, existe desde hace algunos años esta clase de industria que también utiliza excrementos de rinocerontes y jirafas, pero ahora comienza a extenderse por el sureste asiático.
Así, en el Elephant Conservation Center (ECC) de Lampang, al norte de Tailandia, se recogen cada día unos 4.000 kilos de estiércol procedente de 80 elefantes en cautividad. Tras cinco horas de lavado y hervido, el estiércol se desinfecta con agentes antibacterianos ecológicos. Luego se pulveriza y se amasa a la vez que se le añade el color elegido y la pasta resultante se almacena en bolas de idéntico peso antes de ser pasadas a un tamiz y puestas las láminas a secar. Para el hervido se usa como combustible el material de deshecho de todo este proceso.
Es sólo una alternativa más para proteger a estos mastodontes, cuya vida media en cautividad ronda los 65 años (los 70 en estado salvaje), pero a tener en cuenta, pues se trata de animales que, pese a su apariencia, son extremadamente frágiles y sensibles a numerosas epidemias, desde el ántrax (la mayor causa de muerte del elefante asiático) a las infecciones en las patas o en la boca y la progresiva pérdida de sus dientes, lo que les impide comer, dando lugar a que muchos de sus miembros fallezcan en un lugar frondoso y de tallos tiernos, lo cual quizás originó esa leyenda de que los elefantes se retiran a morir a un cementerio propio.
La vida es no sólo el alimento de la vida, sino que a veces la vida es una verdadera mierda.