Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

La imagen que necesitaba más de mil palabras

Esa imagen debería haber dejado mudo al mundo. En cambio, desató una tromba de palabras. Catorce meses después de aquella foto, la noche del 27 de julio de 1994, su autor, el sudafricano de origen inglés Kevin Carter, que venía de recoger el premio Pulitzer en la Columbia University, se suicidó conectando con una manguera el tubo de escape y la cabina de su coche. Tenía 33 años. Todavía algunos creen y difunden que Carter se quitó la vida por el dilema moral y el dolor que le supuso no haber ayudado a esa niña de la imagen.

Yo estuve allí. Y no creo que sucediese de ese modo.

A mediados de marzo de 1993, Kevin Carter y su colega Joao Silva, un mozambiqueño recriado en Sudáfrica, viajaron al sur de Sudán, donde se registraba (y sigue igual) una hambruna brutal por causa de la guerra entre el Gobierno de fanáticos islamistas de raza árabe y los negros cristianos y animistas del sur.

Carter y Silva eran dos de los cuatro integrantes de un grupo de foteros sudafricanos conocido por esos años en Johannesburgo como “El Club del Bang-Bang”. Gente especializada en retratar la brutalidad y la violencia durante los últimos años del appartheid. Gente que no retiraba sus objetivos ni cuando la muerte les miraba muy de cerca. A medio metro y con la sangre salpicándoles las lentes si era preciso. Y muchos conocen el valor que tuvieron sus instantáneas para enterrar al régimen racista de Pretoria. Ken Oosterbroek, el más guapo y equilibrado de los cuatro, había sido elegido dos veces Mejor Fotógrafo Sudafricano del Año por sus trabajos sobre el appartheid, y Greg Marinovich, el cuarto “bang-bang”, había sido premiado con el Premio Pulitzer en 1991.

Ayod es una aldea con unas cuantas casas circulares de barro y techos de paja, rodeadas de una empalizada también de paja. Carter y Silva llegarían en un vuelo de las ONG que operaban en la zona con el apoyo logístico de Naciones Unidas desde un punto del norte de Kenia llamado Lokichokkio, a varios cientos de kilómetros. No había, ni hay, otra forma de llegar hasta ese sitio, y el acceso para la Prensa era y es muy restringido.

Cuando el fotógrafo Luis Davilla y yo llegamos a ese mismo lugar, cuatro meses más tarde, a mediados de julio de 1993, la foto de Carter había dado ya cien veces la vuelta al mundo. La primera vez que se publicó fue a finales de marzo de ese año en el New York Times. Luego, la imagen explotó y conmovió durante algunos segundos millones de conciencias en todo el globo. Nada sabíamos del lugar en el que había sido tomada.

Ayod era el punto de distribución de alimento para millares de personas exhaustas que huían de los combates por estos pantanales infectos. Carter y Silva pasaron la mañana cada uno por su lado, tomando fotos del horror que allí se congregaba. “No vas a creer lo que he fotografiado”, le dijo a su colega cuando se reencontraron. Le describió la escena y luego se sentó bajo un árbol, llorando como un niño. Tal vez sería el único, porque de los cientos de niños esqueléticos que vi en ese lugar cuatro meses después, desgarrados por la hambruna, por las llagas y por las enfermedades más terribles, o simplemente moribundos, no oí un solo gemido durante las horas que estuvimos en Ayod. No es fácil ver llorar a un niño en África, porque sirve de muy poco, si no de nada. Y menos aún en condiciones tan infames. Carter dijo que pasó 20 minutos esperando a que el buitre entrase en plano. Cuando hizo la foto, espantó al bicho y se marchó.

Durante todo el año siguiente, Carter se vio alanceado con preguntas y acusaciones obtusas, infantiles o sencillamente estúpidas, realizadas, por lo normal, por gente situada absolutamente fuera del contexto y que jamás ha pisado un escenario como el de Sudán ni logra imaginarse la realidad atroz de África, pero que de repente parecía hacerse cargo del vértigo terrible que expresaba aquella foto. Carter se vió obligado a explicarse en toda clase de foros y entrevistas y, a menudo, ofreció versiones complejas y hasta contradictorias. Para entonces, su vida personal y profesional era un marasmo. Más allá de su afición a las drogas (fumaba “White Pipe”, una mezcla de marihuana, mandrax y tranquilizantes), de su vida desordenada y desastrosa, de su personalidad compleja de bala perdida y de sus escarceos con la depresión desde la adolescencia, estaba marcado por su constante relación como fotógrafo con el dolor, la violencia y la muerte.

En la nota que dejó en el asiento del copiloto antes de morir, Carter escribió: “Llegué a un punto en que el sufrimiento de la vida anula la alegría… Estoy perseguido por recuerdos vívidos de muertos, de cadáveres, rabia y dolor. Y estoy perseguido por la pérdida de mi amigo Ken…” Su amigo Ken era, por supuesto, Ken Oosterbroek, el líder del Bang-Bang, el cual murió acribillado durante un enfrentamiento en Thokoza, un suburbio de Johannesburgo, el 18 de abril de 1994. A su lado, gravemente herido, estaba Greg Marinovich, mientras que Joao Silva, el cuarto del grupo, sacaba fotos como un poseso de sus dos amigos. Kevin les acababa de dejar, vivos, para acudir a una cita con un reportero local que iba a entrevistarle por la concesión del Pulitzer, la cual le había sido comunicada por teléfono desde Nueva York sólo seis días antes. El 27 de ese mismo mes cesó la violencia y se celebraron las primeras elecciones de Sudáfrica, en las que resultó ganador Nelson Mandela.

Carter, cuya vida personal y profesional, incluso después del premio, era ya un marasmo de circunstancias negativas e infelices, fue criticado por lo que había hecho (¿?) en Sudán. Y un estúpido, sin duda verde de envidia por la hazaña expresiva lograda, llegó a escribir que “el hombre que había ajustado su lente para captar esa foto debía ser otro predador, otro buitre en la escena…” Es difícil ser más imbécil.

Algunos esparcieron la teoría de que la foto era un montaje, pero nadie es capaz de imaginar más horror que el horror mismo. Y en Ayod, el horror es tan real que no precisa de montajes. Si acaso, dadas sus dimensiones, precisaría ser troceado para que entre en el encuadre de una foto. Nada más. “Es la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella”, dijo Carter. “No quiero ni verla, la odio”.

El multipremiado James Nachtwey, considerado como el mejor fotógrafo de guerra del mundo, el cual trabajó en varias ocasiones junto a Carter y sus colegas, ha dicho del “Bang-Bang Group”: “Se colocaban en la cara misma del peligro, fueron arrestados muchas veces, pero nunca lo dejaron. Literalmente, se sacrificaban a sí mismos por lo que creían”. Y sobre la experiencia de Carter, aseguró: “Todos los fotógrafos que han estado envueltos en esa clase de historias han sido afectados. Vuelves cambiado para siempre. Nadie hace esa clase de trabajo para sentirse bien con uno mismo. Es muy duro continuar”.

Pero eso no es todo. La foto no es un montaje… pero sí lo es (así de contradictorio, ya digo, debe ser el infierno). Capta un instante real, que sucedió y que Carter dejó que sucediera ante sus ojos. De nada habría servido que lo hubiese evitado, porque el mismo hecho se sigue repitiendo a diario en Ayod. La mejor prueba que puedo ofrecer es la secuencia que hicimos mi colega Luis Davilla y yo cuatro meses más tarde en el mismo lugar que Carter.

No es un montaje, por tanto…, pero sí lo es, porque los niños van a ese lugar… ¡a cagar! Sí, es el sitio, del otro lado de la empalizada de Ayod, donde los lugareños acuden a defecar. Y por eso acuden los críos en procesión constante, con sus diarreas brutales que les desvencija el ano y hacen que les cuelgue una tripa larga hacia fuera. Es un lugar transitado, casi a las puertas mismas del “compound”, y visible, por tanto, para cualquiera, no sólo para Carter, así que cabe imaginar que de todos modos su cazo de leche le alcanzaría. Basta, pues, de patochadas y de mentiras.

Y por eso están allí los buitres, porque comen toda esa carroña. No están a la espera de que muera ninguno de ellos, como sugiere nuestra imaginación culpable al mirar la foto de Carter, aunque, si muere, desde luego se darán un magro festín con la piel y los huesos de esas criaturas. Así es la realidad a veces, ajena a toda poesía, y así es, nos guste o no, el infierno. Podemos mirar hacia otro lado. Incluso podemos culpar a Kevin Carter de que no hiciese nada más que disparar el obturador de su cámara, pero los niños y los buitres seguirán estando allí todos los días. Aunque Carter ya no esté para retratarlo.

PASEO POR EL INFIERNO

¿Qué otra cosa podía haber hecho Kevin Carter ante aquella escena? Según muchos, desde miles de niños y profesores en colegios donde se suscitó el debate a raíz de la publicación de su famosa foto, a seminarios, congresos, universidades y decenas de opinadores pichaflojas de medio mundo, Carter debería haber llevado a la niña al “compound” donde repartían un cazo de leche enriquecida a cada crío. ¿Le habría salvado la vida con ese gesto? ¿Alguien sabe si llegó por su propios medios y si, a pesar de todo, la niña está viva o está muerta? ¿Acaso era posible que viviera? ¿Para qué debería haber sobrevivido esa criatura en medio de tanto espanto, olvidada del mundo excepto por el retrato conmovedor y trágico que le hizo Kevin Carter aquella mañana de 1993? El asunto todavía agita a sesudos o improvisados moralistas del mundo entero.

Las explicaciones de Carter fueron siempre contradictorias, pero mi visión del caso es que esos puntos de vista procedían de las circunstancias mismas de los hechos. Ayod es la representación más exacta del infierno, o sea, del caos, y esa foto recoge todo el absurdo caos de nuestra existencia. Así que, cuando Carter ofrecía explicaciones contradictorias, estaba haciendo, otra vez, un gran retrato de la realidad, porque, muy posiblemente, el infierno no pueda ser explicado de manera global, ni lineal, ni coherente, sino de forma dispersa, absurda y contrapuesta. Aquello no podía ser real, pero lo era. Como Dios, o el Cielo, el infierno ha de ser perfecto en su imperfección, concepto alejado de la comprensión humana. Carter sólo podía ofrecer fogonazos de lucidez y, sólo quien se ha asomado muchas veces al abismo y ha sostenido la mirada a la muerte tan de cerca, es capaz de expresar lo que Carter con esa foto.

En mi modesta opinión, la imagen contiene lo necesario para reventarnos la conciencia, pero hay quienes quieren imaginarse la escena que no es, que no fue, que jamás pudo haber sido, pero que a muchos viene bien para levantar su dedo acusador y cargar un juicio tras el que esconder el propio sentimiento de culpa que nos levanta la piel del alma a tiras al mirar esa imagen. Todos somos culpables de lo que le sucede a esa niña, menos Kevin Carter, que, sin saberlo, tal vez sin quererlo, fue su redentor.

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