Tras treinta años de guerra continuada por la independencia, Eritrea debería ser hoy un país devastado. Sin embargo, por encima de las penurias propias del caso, este pequeño país de 125.000 kms cuadrados (la cuarta parte de España) y 3,2 millones de habitantes, que tapona a Etiopía cualquier salida al Mar Rojo, es un sorprendente lugar en el que se celebran pruebas ciclistas al modo europeo, viejas lambrettas deambulan por la avenida principal de la capital, Asmara, en sus teatros se organizan a veces funciones de ópera y está habitado por las mujeres posiblemente más hermosas del planeta.
Lo de las pruebas ciclistas, las lambrettas y la ópera lo explica su pasado colonial italiano, cuando estos territorios se llamaban Abisinia. Lo de las bellísimas mujeres pertenece al paisaje natural, o mejor, a su paisanaje.
Pero existen muchos más datos descriptivos del país que sorprenderán al más avisado de los viajeros. Por ejemplo, hasta hace muy poco Eritrea era el país 183 del mundo, el último en obtener su independencia, el número 53 del continente africano, el más joven del planeta. Pero también es quizás el único con unas líneas aéreas comerciales que tienen un director, un aeropuerto, unas oficinas en pleno centro de la capital e incluso una secretaria equipada de bolígrafo bic y viejos folios para tomar nota de las necesidades de vuelo de los viajeros… pero la Eritrean Airlines no dispone de un solo avión.
Esto hace que llegar a Eritrea sea un problema de proporciones casi iguales al de salir del país. Pero gracias a una envidiable compañía, la Ethiopian Airlines (sin duda, la mejor de Africa y una de las más completas del mundo), es posible conectar desde Addis Abbeba, la capital etíope, con Asmara.
Si se quieren evitar sorpresas, el viajero deberá orientar sus movimientos, desde el mismo momento de su llegada, a reservar una plaza que le procure la salida del país. Superados este tipo de trámites y una vez obtenido un alojamiento regular, Eritrea no dejará de sorprendernos en toda nuestra estancia.
La guerra de independencia se inició en 1961 y, durante treinta años, el país padeció dos férreos regímenes militares dictatoriales sucesivos: uno, el de Haile Selassie, con el apoyo de Estados Unidos; y otro, el del apodado “emperador rojo”, Mengistu Haile Mariam, apoyado por los tanques soviéticos y por las tropas conjuntas ruso-cubanas.
Por fin, en 1991, los guerrilleros eritreos lograron la victoria sobre las tropas etíopes y un par de años después los eritreos votaron masivamente (sólo 1.822 votos en contra) a favor de la independencia. Tras ocho años de paz, el año pasado, etíopes y eritreos reemprendieron la lucha por un viejo conflicto fronterizo que este año han vuelto a arreglar en una mesa de negociación.
Es necesario conocer estos pormenores de la reciente historia de Eritrea para comprender el ambiente generalizado que uno se va a encontrar entre los habitantes del país. Pese al tiempo transcurrido desde la obtención de la independencia y el posterior reconocimiento internacional de esta antigua región autónoma etíope, los eritreos viven en una permanente celebración de su logro nacional.
No se trata de una falsa celebración alimentada desde las escuelas o los medios de comunicación por el poder político, no ha habido tiempo para eso, sino que vive entre la población y a cualquier paso uno se encuentra de cara con la expresión satisfecha de jóvenes y ancianos de toda extracción y creencia religiosa que se alegran de que, por fin: “Eritrea is free!”.
Ese espíritu de victoria y cierta épica del romanticismo que tiñó siempre aquella lucha lo inunda todo y, pese a la adversidad de las condiciones que les rodean, sirve de acicate para que los eritreos sigan luchando por reconstruir un país lleno de atractivos y con un potencial turístico que han comenzado a descubrir en los último años tímidamente empresarios libaneses e italianos.
La hospitalidad y amabilidad de sus gentes sólo son comparables con el grado de perenne satisfacción por la victoria obtenida frente al enemigo: “¿Sabe por qué tienen fama de correr tanto los atletas etíopes?”, preguntan en broma los eritreos. Y se contestan: “Del miedo que nos han cogido en treinta años de guerra”.
En una zona de Africa acosada por los fanatismos y los radicalismos de toda índole, Eritrea, una entidad nacional compuesta de nueve pueblos y una decena larga de lenguas y dialectos (el Tigriña es la lengua y la etnia mayoritaria), pasma por la tolerancia de sus gentes. El 40 por ciento de sus habitantes son cristianos ortodoxos, otro tanto son musulmanes, y el 20 por ciento restante se compone de adventistas, católicos y protestantes.
Alminares de las mezquitas y ‘campaniles’ de las viejas iglesias construidas por los italianos siluetean los frescos atardeceres en Asmara, por encima de los 2.500 metros sobre el nivel de mar.
En poco menos de 100 kms uno desciende por una tortuosa y accidentada carretera hasta el litoral, hasta la ciudad costera de Massawa, un bello puerto de mar plagado de hermosos edificios de la época colonial y también de estilo turco que muestran las cicatrices de la guerra en todas sus fachadas.
Para llegar a Massawa es preciso atravesar una franja de desierto con temperaturas difíciles de soportar fuera del aire acondicionado de un potente todo terreno.
Una vez en esta ciudad portuaria, más sorpresas al comprobar que habitualmente sus habitantes trabajan de tres de la madrugada a diez de la mañana. El resto del día sus calles se convierten en lo más parecido a un horno de leña a pleno rendimiento. Ni siquiera las cercanas playas sirven para apaciguar la furia del calor, porque cuando uno toma un baño en este rincón del mundo se tiene la sensación de sudar mientras se chapotea dentro de las saladas aguas del Mar Rojo.
En la actualidad el pueblo eritreo carece de casi todo: faltan viviendas, las necesidades de alimentación son cubiertas en más de un 60 por ciento por la ayuda internacional y miles de personas trabajan en la construcción de embalses y carreteras por un poco de trigo y un cazo de aceite de colza.
Además, la maquinaria agrícola brilla por su ausencia, las botellas de cerveza llevan chapas de refrescos ya usadas, en los bares no suele haber servilletas de papel y se usan como tales pequeños triangulitos de papel de periódico y conseguir un plano de la capital o un mapa de carreteras es una tarea absurda incluso si uno visita el despacho del ministro de Turismo o el de Exteriores, cosa, por cierto, que se puede hacer hasta sin cita previa pues el Gobierno en pleno se concentra en un edificio que resultaría pequeño para el ayuntamiento de un pueblo español de tamaño medio.
“Si le hemos ganado la guerra a los etíopes, también se la podemos ganar a la pobreza. Ahora no tenemos casi nada, pero tenemos lo más importante: Eritrea is free!” dice, mezclando el italiano y el inglés, Worede, un viejo camarero de impoluta chaqueta blanca y raida pajarita que sirve canelones, spaguettis y cafés capuccinos con cordialidad latina en la terraza del Hotel Lagese de Asmara.
“Volved dentro de diez años y entonces estaremos como los japoneses”, nos invita un musulmán de avanzada edad que reposa al atardecer en las escalinatas de la mezquita principal de Asmara. Y un empleado local de Naciones Unidas, Mengestab, que nos acompaña hasta el antiguo cuartel general de Haile Selassie, la base militar de Camp Danden, convertida hoy en un cementerio de chatarra de los poderosos tanques y blindados soviéticos, los temidos T-54, asegura: “Nos gustaría convertir todos estos tanques en tractores para trabajar la tierra y, si es necesario, se los daremos a los japoneses para que los transformen”. Entre tanto, los tanques despanzurrados sirven de ocasional parque de recreo a los niños, que se encaraman en las torretas de esta artillería pesada.
Pese a lo sufrido en todos estos años, el pueblo eritreo no guarda rencor ni revanchismo hacia quienes durante tanto tiempo fueron sus enemigos mortales: “No, ahora preferimos pensar que no tenemos enemigos. Hay que pensar en el futuro y creo que volveremos a salir adelante, porque Dios vigila por nosotros y los eritreos lo hacemos por nuestro país”, afirma Mulugeta Asgodome, un ex combatiente de 35 años al que una bala alojada junto a la médula dejó inmovilizado en una silla de ruedas poco después de cumplir los 20 años.
Mulugeta, como tantos otros de su generación, comenzó a pelear junto a los guerrilleros del FPLE (Frente Popular de Liberación de Eritrea) a los 13 años, con la única compañía de un viejo fusil AK-47 capturado al enemigo, las hienas del desierto y las estrellas que alumbran en el Sahel, una región de valles desérticos al norte de Eritrea que sirvió de bastión a los guerrilleros.
Las mujeres en Eritrea compartieron con el hombre el protagonismo de la guerra: “Ahora sé que en condiciones de guerra cualquier país descubrirá que tiene grandes mujeres”, afirma Mengistab, que perdió a seis hermanos y a su padre en los años de lucha. Y lo confirma Mulugeta Asgodome: “Al principio no creí que ellas pudieran luchar de ese modo”.
Otra dura y sorprendente consecuencia de aquellos años es el hueco generacional que dejaron las muertes de miles de jóvenes, hasta el punto de que los hombres mayores que hoy desean casarse pueden hacerlo con chicas muy jóvenes y las antiguas guerrilleras permanecen obligadas a la soltería, lo que ha llevado a muchas ex combatientes a practicar el lesbianismo y a muchas jovencitas actuales a dedicarse a la prostitución.
Afortunadamente, Asmara, la capital, quedó durante los duros años de lucha a salvo de los combates, por lo que nada material se destruyó y nada ha sido preciso reconstruir. Sin embargo, los efectos saltan a la vista entre sus habitantes, pues las estadísticas aseguran que Eritrea, con un 4 por ciento de su población actual, es uno de los países con mayor porcentaje de disminuidos físicos del mundo.
La mayoría de las mujeres en Eritrea son de una rara belleza y de una suprema elegancia natural. En sus rostros encierran una curiosa mezcla de rasgos, perfiles, perfumes y sutilezas del mundo árabe, del somalí negroafricano y, lo que más sorprende, de Brasil y del Caribe.
No obstante, entre ellas es fácil disntinguir a las antiguas combatientes del FPLE, ya que lucen sus matas de pelo ensortijado o sus trenzas de rastafaris (no se olvide que aquí nació la música reggae) cuya fiera imagen, con un kalashnikov en una mano y un pitillo de marihuana en la otra, se difundió en todo el mundo durante los difíciles años 60.
La zona central del interior es montañosa y no padece problemas de sequía, aunque se trata de terrenos pedregosos, muy erosionados, lo que dificulta las tareas agrícolas. Por toda esta región pueden observarse monasterios ortodoxos que se encaraman en las cumbres más alejadas e inaccesibles.
En el sur, el norte y todo el litoral aparece el desierto, donde grupos tribales practican el nomadismo con sus caravanas de camellos y sus manadas de cabras, acostumbradas a alimentarse de matorrales y hasta del caucho de los neumáticos de los desvencijados camiones que ardieron en las cunetas durante algún asalto de la guerrilla.
Para el Gobierno actual, presidido por un héroe más de la guerra de independencia, Isayase Afewerki, la tarea de reconstrucción es tan básica como la de reeducación de la población, pues los eritreos fueron obligados a aprender el amárico, la principal lengua etíope, y todavía no disponen de emisoras de radio ni de televisión propias, por lo que se ven inundados por las emisoras del país vecino.
En todo ese ingente esfuerzo, el Gobierno lucha por integrar a los más de 200.000 eritreos desperdigados por todo el mundo, muchos de los cuales, dado el carácter emprendedor de este pueblo, ocupan posiciones privilegiadas en sus países de acogida, como empresarios o como profesionales de buena formación, ya sea en Canadá, en Gran Bretaña o en Suecia. Pero, además, casi medio millón de refugiados permanecen en el vecino Sudán, en condiciones muy duras, y otros 300.000 viven en Etiopía como funcionarios de la Administración o con sus negocios. Para vencer a todos sus males, los eritreos podrán seguir celebrando su victoria, pero deberán olvidar la guerra. Para siempre.