Ya casa lang na Cano tampa si quien ya.
“Tiene kame un conoce (ya casa ele na un viejo Cano) aqui na L.A., hende lang chismosa sino bien hambugera y conceited pa. Na mana grupada ele el con todo alboroto y saleroso. Su boca daw machine gun si ta combersa, deficil manda para. Si na kinder si Mate este na college ya. Un dia ese, ya tiene discusion con el suyu officemate. El suyu officemate, un negra este, ya habla: «Hey you! why don’t you and your big mouth go back to the Philippines?». Bien colorao su cara ya queda. Ya man huya gayot este bocachona y bien callao gayot ele despues aquel incidente. Porque kame sabe este suceso? Kay witness kame! Duh!”
(Extraido de la sección “Chismis Del Otro Semana”, del “L.A. Zamboanga Times”. 10-XII-2003)
Fui a la recepción para pagar mi estancia en el Mandarin Oriental de Manila, hotel de lujo de la capital. El joven que me atendió llevaba, como es costumbre, una chapa con su nombre en la pechera: “Lito”, rezaba. Por matar el tiempo, le pregunté, en inglés: “¿Es tu verdadero nombre o el apodo?” (“It’s your name or your short name?”).
– “My short name, of course”, me dijo Lito, amable pero convencido.
Y continué:
– “¿Y tu nombre completo entonces…?” (“So…, what’s your real name?”).
– “Joselito”, me respondió.
Me dejó perplejo. El tipo no se llamaba José, que en España habría podido dar lugar a esa abreviatura cariñosa de “Lito”, sino que su nombre real era, y así figura en su pasaporte, “Joselito”. La sorpresa con los términos castellanos que emplean los filipinos es constante. No me refiero sólo al chabacano, esa curiosa mezcla de tagalo y español que pervive en Cavite y en provincias como la de Zamboanga o la de Batangas, consecuencia directa del tiempo de la Colonia, cuando en el Imperio español no se ponía el sol.
En Filipinas las dos lenguas oficiales son el tagalo y el inglés, y casi nadie, en cambio, maneja ni entiende el español. En cambio, a menudo usan sin saberlo un buen montón de palabras de nuestro idioma. Los niños que vocean los periódicos por la calle desconocen de dónde proviene esa palabra que gritan a razón de sesenta veces por minuto a la salida de la misa de doce: “¡Bulletín! ¡Diarrio!”, dicen, así, con doble erre, y no sospechan el origen del palabro. Y en la gallera, a media tarde, con los hombres enfervorecidos en medio de un griterío, mientras los ojos y los trozos de cresta de los gallos salpican a las primeras filas con las cuchilladas certeras del animal contrincante, se oyen contar en español a todo trapo las apuestas a partir de “Once”. Nada de “Eleven”, “Twelve” o “Fifteen”, sino “once”, “doce”, “quince”…
También los días de la semana y los meses del año se dicen en español, aunque casi nadie sepa que esas palabras (“lunes”, “viernes”, “febrero”, “abril” o “mayo”) son incorporaciones de nuestra lengua. Las cartas de todos los restaurantes, por ejemplo, incluyen uno de los platos nacionales: “Lechón”; además de nombres tan familiares como “Kalderetta”, “Chicharon” (sic), “Calamares fritos”, “Callos”, “Crispy pata”, “Asado”, “Fruta”, “Ampalaya con carne” (sic), “Sizzling gambas” o “Relleno”. Y también, como plato muy común, agárrate: “Adobong”… Y, por cierto, la cerveza nacional es la “San Miguel Beer”, propiedad de la multimillonaria familia Soriano, una de las más grandes fortunas del país.
En Baler, la ciudad que vivió la gesta épica de un grupito de españoles, entre ellos el médico sevillano Vigil de Quiñones, que se negó a rendirse después de terminada la contienda hasta no recibir la comunicación oficial de sus superiores (“los últimos de Filipinas”), se celebra cada año el Día de la Amistad Hispano-Filipina, conservan numerosas tradiciones de origen español y su lengua está llena de vocablos castellanos. “¿Kumustá Kayó?”, es el equivalente chabacano para “¿Cómo está usted, señor?”
Sin embargo, los “pinoys” (filipinos) creen no saber una sola palabra de español, a pesar de que una provincia se llama “Nueva Ecija”, que hay distritos de la capital como el de San Juan, que el gran Hipódromo se llama Santa Ana y que algunos barrios de Manila llevan nombres como Santa Cruz, San Andrés, San Nicolás, Santa Mesa, San Lorenzo, Paco, La Loma, San Francisco del Monte, Ermita o San Isidro. Sin contar, por supuesto, con infinidad de nombres de calles, como Santo Cristo, Jaboneros, del Pan, Madrid, Cataluña, Lepanto, Ayala, Arnaiz, Legaspi, Castilla o Dos Españas.
Lo mejor, no obstante, suele encontrarse entre los nombres de los filipinos. Son chinos de origen en su mayoría, con honda y masiva influencia china y… norteamericana. Así, ves que tienen rasgos orientales, con ese toque propio del indigenismo local, pero por todas partes escuchas nombres imposibles de nuestro santoral más castizo. No es que existan Pancracios, Eulalias, Basilios, Rigobertas o Romualdos, nombres poco comunes en España pero que aún pueden encontrarse en pueblos y aldeas de Castilla y de muchas otras regiones de España, sino que perviven por todas partes los Apolinario, Filoteo, Lamberto, Petronia, Escolástico, Diomedio o Crisóstoma.
En los diarios de Manila, pero también en las lápidas de homenaje del Parque José Rizal, nombre del héroe independentista nacional, encontré nombres tan surrealistas, tan alucinantes, como los de Bella Amores, Filoteo Alano, León Apacible, Lita Lastimosa, Escolástica Maravilla, Teofisto Guingona, Rosalinda Luna, Petronio Huerto, Dalmazio Zeta, Diomedio Villanueva, Lamberto Medina, César V. Platón o Mateo Cariño. Otro nombre curioso que encontré fue el de Betis, que en Filipinas es nombre de mujer. Existe un pueblo llamado así en la provincia de Pampanga, donde muchas de sus féminas lo lucen como nombre de pila. Se entenderá mejor mi asombro si aclaro, por ejemplo, que la presidenta de Filipinas, Gloria Macapagal, tiene una hermana, actual gobernadora de dicha provincia, llamada… Cielo Macapagal. ¿Alguien da más?
Algo raro ocurre también con los apellidos, pero la explicación en este caso es bien sencilla, pues un gobernador de los años finales de la Colonia, ya en la década de los 90 del siglo XIX, forzó el cambio masivo de apellidos para castellanizar a los orientales. Así, ordenó el reparto de apellidos por orden alfabético: a una aldea le tocó “Rodríguez”, a la de al lado “Roldán” y a la siguiente “Romero”. Esto explica que en pueblos enteros todos sus habitantes lleven el mismo apellido aunque no guarden entre sí lazo de sangre alguno.
Por lo demás, en Filipinas son muy aficionados a las abreviaturas, por lo que conviene aprender a descifrar dichas rarezas incluso en los indicadores de carretera. Rizando el rizo, y no creas que es broma, existen en Filipinas muchas mujeres llamadas “Mariaconcepción”, así, todo junto, pero a las que llaman, sin ningún ánimo de guasa, porque no conocen el significado de la palabra resultante, simplemente “Maricón”. Si oyes ese grito por la calle, no lo dudes: una mujer, tal vez en “la otra acera”, se habrá girado con toda naturalidad al escuchar su nombre.