– “¡Papá, nos vamos a jugar a la placita!”
Así se despedían mis hijos, una tarde cualquiera, con un balón bajo el brazo, para echar con sus amigos unos partidos interminables en el improvisado ‘rectángulo’ de juego de la plaza más cercana.
En realidad, la placita es un trapecio irregular de losetas resbaladizas, trufado de alcorques, farolas y naranjos, una de cuyas porterías se sitúa entre un buzón de correos y un banco de hierro forjado, y la otra, algo sesgada, entre un templetillo de mármol coronado por una cruz y una mochila llena de libros.
Pero hay hechos y momentos decisivos en nuestras vidas que pasan desapercibidos. Sólo una memoria atenta y bien intencionada nos permite a veces descubrirlos. Sin saberlo -sin sospecharlo siquiera-, todos hemos puesto alguna vez la bota a sólo unos centímetros de una mina que alguien dejó ‘olvidada’ en un camino. Y todos hemos acudido a una cita, o tomado una decisión, aparentemente intrascendente, que determinó para siempre el curso de nuestra historia. Si es para bien lo llaman “suerte; si para mal, “destino”.
He recorrido selvas, pantanales, montañas o desiertos de cuatro continentes, pero, a menudo, sólo el transcurrir del tiempo me permitió desvelar instantes que, de manera discreta, casi imperceptible, cambiaron o condicionaron mi vida, y la de los míos, para los restos.
Han pasado siete años, siete, desde que una mañana (11 de febrero de 2006) mis hijos y yo, gracias a la generosidad del insigne y excelente compañero que hoy dirige esta revista, tuvimos el privilegio de acceder a las instalaciones del Sánchez Pizjuán al término de un entrenamiento de la primera plantilla.
Aquel año (¡cómo olvidarlo, si además no queremos olvidarlo jamás!) nuestro equipo lograría la primera Copa de la UEFA y la primera Supercopa de Europa contra el Barça de los Messi, Ronaldinho y Eto’o. Terminaríamos el año como “Mejor Club del Mundo” para la IFFHS, con un plantel de ensueño formado, entre muchos, por Jesús Navas, Kanouté, Luis Fabiano, Palop, Dani Alves, Enzo Maresca, Escudé, David Castedo, Aitor Ocio, Javi Navarro, Martí, Adriano, Renato, Poulsen y…, ¡cómo no!, aquel tesoro, aquella espectacular zurda de diamantes, de corazón tan frágil como valeroso, llamado Antonio Puerta.
Pueden imaginarse las caras de mis hijos, Jorge y Nicolás, de 8 y 6 años, respectivamente, aquella mañana, con las mandíbulas descolgadas y los ojos como dos medallas olímpicas. Transpiraban admiración e incredulidad a partes iguales en cada foto, a cada autógrafo, a cada apretón de manos y en cada cariñosa repelusa que les brindaron unos héroes griegos que al finalizar la temporada habrían alcanzado ya la inmortalidad de los semidioses en la memoria individual y colectiva no sólo de los sevillistas, sino de España y de Europa.
En ese preciso instante no percibí que había empezado a nacer algo a lo que no sabría darle nombre. Para mi mujer, que no es aficionada al fútbol, aunque sí una apasionada animadora cuando nos ve sufrir con los vaivenes e incertidumbres de los partidos, a lo que estaba a punto de nacer le cuadraría bien el nombre de “una jodienda”, pues iba a poner en marcha una rutina que se mantiene viva desde entonces y que incluye una disciplina sin controversias ni excusas: entrenamiento diario, cada tarde, y partidos los sábados y los domingos.
De modo que se acabaron los fines de semana en la playa o en el campo. Desde entonces, siento que vivo dedicado al fútbol, aunque no del fútbol, claro está, y toda la parentela más cercana, amigos y demás afectos quedaron sometidos o condicionados a ese maravilloso “plan A” que tanto les ha educado y tantas cosas les ha hecho aprender a ambos para desenvolverse en sociedad.
Y es que, después de “besar al santo”, hipnotizados por la sonrisa, el carisma, la honradez, el talento, la entrega y la sencillez de aquel ‘ángel’ de la banda izquierda, Jorge y Nicolás decidieron tomarse sus deliciosos partidos de la placita algo más en serio.
La fortuna guió nuestros pasos hasta un club cercano a Santa Justa (más un centro educativo que recreativo) para el que sólo tengo palabras de agradecimiento, el A. VV. Centro Histórico, con su presidente, Alfredo, a la cabeza, caballero hasta en el apellido y bético hasta los calcetines; y con un jovencísimo pero avezado y entusiasta coordinador deportivo, cordobés de nacimiento, Bernardo Ruiz, notable compañero en este jodido oficio del periodismo y el erudito más enciclopédico y apasionado que conozco sobre las ‘Semanas Santas’, ojo al dato, ¡de las ocho provincias andaluzas!, que no es cualquier cosa…
Han pasado siete años, siete, y ahora sé que aquella foto -sin saberlo, sin sospecharlo siquiera- captó un alumbramiento. Me percato de ello y tengo la certeza de que aquel día cambió y condicionó nuestras vidas.
Hemos hecho renuncias a cambio de esfuerzo, sudor y muchos lavados de ropa, pero también, ellos y nosotros, hemos coleccionado nuevos amigos, muchas lecciones y algunas recompensas. Madrugones de frío y lluvia o siestas arruinadas por el calor espeso sobre un campo de albero para llevarles a patear una pelota es mucha más educación y mucha más lección de vida de lo que aparenta.