Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

Un pollo sin cabeza

Soy padre de unos niños a los que, un  mal día, un tal señor José Antonio Griñán decidió regalarles un  ordenador portátil. Quizá no se le crean (o sí, porque muchos de ustedes habrán vivido idéntica experiencia), pero lo cierto es que a ese señor en mi casa no lo conocemos de nada. Sabemos, claro está, que, al igual que el anterior, un tal Chaves, preside el Gobierno que gestiona nuestros dineros, el de todos (además de los suyos propios, claro está, aunque ésos, al parecer, de una forma todavía más opaca, a juzgar por la inexplicable cantidad que ambos tenían declarada como patrimonio).

La primera pregunta que me hice al saber de sus intenciones fue: “Pero, ¿quién se ha creído este señor para regalarle nada a ninguno de mis hijos? ¿Qué confianzas se toma con mi familia?”. Y a continuación, sin salir de mi asombro, me dije: “¡Y, además, el ‘regalito’ lo paga con mi dinero! ¿Se puede tener la cara más dura?”

Decidido, me dirigí a la dirección del colegio para comunicar que renunciaba en nombre de mis hijos al regalo de un señor con el que no nos une nada que nos permita aceptar sus dádivas o generosidades. En el colegio me imploraron que no hiciera eso, que les causaría a ellos un problema, pues estaban obligados a repartir los dichosos aparatitos y les harían responsables de la pérdida, estropicio o devolución de cualquiera de los artilugios que no hubiese sido distribuido conforme a lo dispuesto en no sé qué norma, ordenanza o disposición del Boja.

Para colmo, nos reunieron a todos los padres en el salón de actos y nos vimos obligados a firmar un papel y a tragarnos un video de propaganda del más burdo stalinismo en el que se loaban las excelencias de unos políticos denostados no ya por la muchachada del 15-M, por la jauría del 25-S o por los amigos de Sánchez Gordillo (incluido ese José Chamizo al que un día encontrarán momificado, como Tutankhamón, antes que putrefacto, entre las paredes de la Oficina del Defensor del Pueblo), sino incluso por el juez Santiago Pedraz.

Lo confieso: aquel día me cogieron con la guardia baja y acepté los argumentos, más por no molestar al centro donde estudian mis hijos, en el que, como es obvio, tengo depositada mi máxima confianza (no en vano les entrego cada mañana a los que más quiero para que me ayuden a formarlos), que por evitarme alguna bronca con algún espécimen de la Administración autonómica, de ésos a los que cuando cogen con ‘el carrito de los helados’ se niegan a declarar ante una Comisión de Investigación parlamentaria o empiezan a repetir en un juzgado que ellos eran unos simples mandaos hasta para hincharse a ostras, a cigalas y a gin-tonics con dinero público, cosas todas ellas “inherentes al cargo” y “pertenecientes al ámbito privado”, según doctrina hecha célebre en su día por varios altos cargos social-comunistas de cierto organismo público sin que a ninguno se le haya caído aún la cara de vergüenza.

Según leo en estos días, el Gobierno se venía gastando 22 millones de euros anuales en hacer esos ilegítimos e inmorales regalos a los alumnos de Primaria. Ahora, por la crisis, el gasto se reduce a cinco millones ya que han decidido dejar fuera a los colegios concertados.

Además de la infamia que supone que un político nos haga a su capricho regalitos con nuestro dinero (lo mismo un día les da por regalar a toda colegiala un consolador, o un patinete), reto a la Consejería de Educación a que estudie el uso real que se le ha venido dando al portátil de las narices. Desafío, asimismo, a las autoridades a que comprueben cuántos de esos colegios están preparados para enchufar veinte o treinta portátiles por clase al mismo tiempo, ya sea por ausencia de conexión para los mismos, por falta de la potencia necesaria contratada o por incapacidad para pagar el recibo del consumo.

Y aun así, la desvergüenza del señor Griñán y de la consejera del ramo (o de la rama) sigue siendo la misma, porque lo que falla es el argumento. En mi casa, por ejemplo, hay, desde hace años, como en muchas otras de Andalucía, no menos de dos ordenadores, de modo que por qué razón he de considerar seria la decisión de que el jefe de mi Gobierno nos endilgue otro aparato más, a la fuerza…, y pagado con mi dinero.

Miren, señores griñanes de la cosa, si lo que desean es practicar la lucha contra eso que a veces llaman los suyos desigualdad y que tan a menudo confunden con la demagogia de un pollo sin cabeza o con el rancio molde de un igualitarismo de siervos de la gleba, lo que tendrían que hacer, en todo caso, es montar un aula especial en cada colegio con la dotación necesaria. Incluso, si desea hacerse el generoso a costa nuestra, entregue un portátil de nuestro dinero a aquellos alumnos cuyas familias carezcan de medios suficientes, pero no los regale de manera insolente a todo quisque y sólo por su puro interés electorero (supongo que también al hijo de Steve Jobs, si hubiese coincidido uno de estos años en un colegio andaluz, la Junta habría incurrido en la osadía de entregarle uno de estos obsoletos juguetitos populistas).

Tengo un ejemplo que ponerles. Hace un par de años, una buena amiga, nacida en San Francisco, California, donde reside, decidió venirse a Sevilla con sus dos hijos, de 11 y 13 años, para tener un año sabático y de paso perfeccionar todos el idioma español (su marido es de origen chicano). El día que la Junta les regaló a sus hijos el dichoso portátil, como a cualquier otro alumno, mi amiga A. me preguntó, entre perpleja y patidifusa: “¿De verdad nos lo regala el gobierno? Nosotros venimos del Silicon Valley, ¿es que en este país os habéis vuelto locos?…”

Querida A., a la vista de lo acontecido, puedes ver que se trataba de algo bastante peor.