Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

El «uppercut» de Vargas Llosa

Con algunos escritores he pasado tantas horas que me cuesta un mundo descifrar si en verdad hablé con ellos o si sólo compartí lo que escribieron. Si no recuerdo mal, en mi vida he entrevistado sólo a dos Premios Nobel de Literatura. Cabe decir, en descargo de nadie y para mi consuelo, que departí también durante largo trecho con las dos mayores víctimas de la Fundación sueca: el argentino Jorge Luis Borges y el brasileño Jorge Amado. Para su mayor escarnio, la Academia Sueca perdió ocasión con esos dos gigantes en dos ‘países’ poblados de gigantes: el de la lengua española y el de la lengua portuguesa.

Al bonaerense e inexperto ciego (inexperto en la vida, pues pasó toda su existencia en los libros y en el interior de la campana neumática de su inmensurable imaginación), no se lo dieron por puro sectarismo ideológico, es decir, por unas cuantas provocadoras frases sobre cierta dictadura militar de derechas. Al ‘brasuca’ (que Dios les perdone haber suplido el primer Nobel en portugués con el nombre de Saramago), tampoco se lo concedieron por idéntico sectarismo, sólo que a la inversa: había recibido en los años 50 el Premio Lenin, pretendido equivalente del Nobel tras el “Telón de Acero”, de cuya ideología Amado abjuró nada más conocer las monstruosidades del ‘padrecito’ Stalin.

Tras visitar la Fundación Nobel, en Estocolmo, terminé de comprender que no haberles otorgado el premio eran dos errores que empequeñecían sólo a los académicos escandinavos. Penen por ello en la Academia para los restos.

Con quienes sí tuve ocasión de conversar fueron Camilo J. Cela y Mario Vargas Llosa. Al primero, si la memoria no me falla, lo entrevisté en 1981, en el Hotel Doña María, frente a la Giralda, para “El Correo de Andalucía”. Casi lampiño en esas lides y con una osadía juvenil injustificable, le dirigí a aquel Gargantúa de las Letras mi primera pregunta con una introducción que no pude, no supe y no quise reprimir:

–        Verá, Don Camilo… Perdón, pero cada vez que le llamo “Don Camilo” me viene a la memoria el cura de Giovanni Guareschi…

A lo que Cela, zumbón y contundente, pero a risotadas, me respondió:

–        Oiga, jovencito, ¿y a usted no le han dado nunca una patada en los cojones…?

Debió caerle en gracia el atrevimiento, pues a partir de ahí me regaló un cajón repleto de frases redondas y reflexiones impagables para un periodista incipiente y sin tonsura. Para agradecer su generosidad incrementé mi admiración y mi respeto por su obra con una indesmayable fidelidad de lector que sólo interrumpí al final de su carrera.

Mi vez con Mario Vargas Llosa aconteció en Osuna, a donde el gran escritor había ido para pregonar el Primer Aceite del Mediterráneo invitado por la Cooperativa Santa Teresa, la del majestuoso aceite “1881” (loor y gloria a Diego Angulo, gerente y animador de una formidable labor cultural apagada por la crisis y por la irremediable visión alicorta de algunos).

Al término de la cena, el muy sobornable y siempre atento editor Pedro Tabernero (un buen puro y la promesa de un feliz rato de compañía amiga bastan para doblegarle), se aprestó a invitar al genio peruano para departir junto a mi compadre J. Félix Machuca, un reportero de La 2, el propio Tabernero y yo mismo. Imposible resistirse, incluso para Vargas Llosa, a una invitación de Tabernero. Enseguida, nuestra mesa se rodeó de una pléyade de asistentes deseosos de escuchar la improvisada conversa de café con la que el genio había decidido agasajarnos.

Creo que a la cantidad de elogios que merece la obra literaria de Vargas llosa no se han sumado aún los que merece su inigualable maestría cuando habla. Lo descubrí la vez que Iwasaki “el generoso” le invitó a Sevilla, al Aula de Cultura de ABC, para presentar su, por entonces, último libro, “El paraíso en la otra esquina”. Grandioso Vargas Llosa cuando habla, no sólo cuando escribe: perfecto en la construcción gramatical, en la selección exacta de las palabras, en la verticalidad de su relato, en su pronunciación de seda peruana, en la modulación de sus gestos, en la respetuosa actitud hacia quien le escucha…

Tengo para mí que esa elegancia antigua debió alcanzarle incluso en el momento del célebre puñetazo en el rostro a su ex amigo García Márquez en Ciudad de México: «Esto es por lo que le dijiste (“o le hiciste”, depende la versión de los allí presentes) a Patricia». Gabo, el irrefrenable amigo, quedó semiinconsciente, conmocionado al golpearse contra el suelo. La historia de otro deicidio.

Patricia es la mujer de Vargas Llosa, además de su prima hermana. Don Mario, consumado boxeador amateur, como también lo fue el escritor sevillano Julio M. de la Rosa, ajustaba así las cuentas al viejo amigo por algún exceso, quizá un malentendido, cuando éste, al parecer, quiso consolar a Patricia durante un bache difícil del matrimonio peruano.

En Osuna, Don Mario fió esa controversia a los biógrafos: «Que lo averiguen ellos. Yo no voy a dar ninguna pista», nos dijo. No obstante, quiero imaginarme a Vargas Llosa presto al “uppercut” en el rostro del escritor colombiano con la inofensiva y elegante estampa, haciendo ‘rueda’ con los puños, de un púgil de época y de bigotes engominados. Tal es la calidad de su prestancia y apostura.

La misma que debió derramar cuando vino a dar el Pregón Taurino, hace una década, y contó: «Cuando un amigo mío supo que yo iba a recitar este pregón, exclamó maravillado: «¡Pero si eso es más importante que el premio Nobel. «Lo sé muy bien!», dije yo». También la misma que paseó por el barrio de Santa Cruz y por el bar Las Teresas cuando venía, invitado por la UIMP, para hablarnos de Flaubert o de aquella guerra del fin del mundo que logró arrebatarle a Jorge Amado.

En Osuna le pregunté si guardaba alguna esperanza de recibir el Nobel: «Es totalmente imposible. Soy un liberal, así que he tomado todas las providencias para que no me lo den. Está descartado».

Un tercer error de ese calibre por parte de la Academia habría sido demasiado.

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