En 1922, a los 48 años de edad, en medio de una notoria impopularidad de las ideas católicas en Gran Bretaña, el grandísimo escritor Gilbert K. Chesterton, nacido anglicano y agnóstico por elección juvenil, opta por convertirse al catolicismo: “Nosotros realmente no queremos una religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos equivocados”, escribe entonces.
Admirado por todos como polemista, reverenciado como pensador, alabado como maestro de la paradoja, Chesterton, aún hoy uno de los grandes monumentos de la Literatura de nuestro tiempo, se vio impelido a partir de entonces a explicar en numerosos artículos y ensayos las razones de su conversión. Lo hizo siempre de buen grado, cargado de inteligencia, de humor y de fina ironía, sorprendiendo a los fanáticos emboscados de uno u otro signo, fuesen éstos cientifistas, progresistas, capitalistas exacerbados, fascistas o comunistas.
Conocido a veces como “el príncipe de las paradojas”, pero también como “el apóstol del sentido común”, Chesterton es un mar inmenso lleno de ideas diáfanas y tranquilas. No clama por revolución alguna, sino por la paz profunda de quien toma la distancia necesaria para abordar al ser humano y desvelarnos, lejos de los relativismos pretendidamente modernos, la esencia de los acontecimientos, de las emociones, de los conflictos. Y siempre encuentra una respuesta normal, lógica, preñada de sensatez, sin aspavientos ni emplumada de originalidades como las que en esa época se empeñaban en crear tanto fascistas como comunistas con “el hombre nuevo”.
Quien había descrito el sistema educativo de su época como “ser instruido por alguien que yo no conocía, acerca de algo que no quería saber”, abordó la cuestión de la fe durante el resto de su vida desde mil ópticas distintas, tratando de satisfacer la sana curiosidad de sus admiradores de todo signo, pero también la infausta perplejidad de los enemigos de aquella religión que había abrazado. A ninguno de ellos defraudó: «He aquí una frase que oí el otro día a una persona muy agradable e inteligente, y que cientos de veces he oído a cientos de personas. Una joven madre me dijo: «No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo. No quiero influir sobre él; quiero que la elija por sí mismo cuando sea mayor.» Ése es un ejemplo muy común de un argumento corriente, que frecuentemente se repite, y que, sin embargo, nunca se aplica verdaderamente».
Las argumentaciones de Chesterton al respecto hacían enmudecer una y otra vez a quienes deseaban encontrar remilgos estupefacientes de converso y en su lugar hallaban muestras de la inteligencia descomunal que ilumina toda su obra. En “Por qué soy católico”, Chesterton escribe: “La Iglesia usualmente se pone en contra de las modas de este mundo que pasan de moda; y ella tiene experiencia suficiente para saber cuán rápido pasarán de moda. […] Nueve de cada diez de las ideas que llamamos nuevas son en realidad viejos errores. La Iglesia Católica tiene por una de sus principales obligaciones el prevenir a la gente que cometa esos viejos errores”.
No resulta difícil imaginar la perplejidad que causaría ahora el viejo Chesterton entre las bibianas y ministras de la cosa, incapaces de comprender que, al hablar de moda, el sabio grandullón no se refería al fondo de armario de sus señorías.
A más de un prócer actual (¿propondrán “prócera” algún día nuestras ‘femilistas’ de guardia, con “l”?) se le pondrían los pelos como escarpias al llegar a este otro punto: “La Iglesia Católica lleva una especie de mapa de la mente que se parece mucho a un mapa de un laberinto, pero que de hecho es una guía para el laberinto. […] No hay ningún otro caso de una continua institución inteligente que haya estado pensando sobre pensar por dos mil años. Su experiencia naturalmente cubre casi todas las experiencias, y especialmente casi todos los errores. El resultado es un mapa en el que todos los callejones ciegos y malos caminos están claramente marcados, todos los caminos que han demostrado no valer la pena por la mejor de las evidencias: la evidencia de aquellos que los han recorrido […] Por estos medios, previene a los hombres de perder el tiempo o perder la vida por caminos que han sido encontrados fútiles o desastrosos una y otra vez en el pasado, pero que puede, por lo demás, atrapar a viajeros una y otra vez en el futuro. La Iglesia se hace responsable de prevenir a su gente en contra de esto.”
Y peor aún se les pondría la peluca a sus excelencias si entendiesen que, para Chesterton, el sentido común y el racionalismo son cosas sutilmente diferentes. El apóstol del sentido común sostiene que el Mal existe y, por obvio que parezca, se trata de una contraposición al Bien. Ambos tienen un significado propio y en ningún caso son contingentes ni se adaptan a la visión caprichosa de cada cual ni de cada momento.
En su obra “Lo que está mal en el mundo”, Chesterton aborda el tema de la familia como fundamento de la sociedad y enumera los tres grandes errores modernos al respecto: el imperialismo o error acerca del hombre, el feminismo o error acerca de la mujer y la Educación o error acerca del niño.
He aquí la revolución tranquila de la sensatez que describe Chesterton cuando, al referirse a la infancia, a los cientifistas y a los políticos de su tiempo (los llama “doctores”, pero aplicado a los de nuestros días me da la risa), prolonga su visión más allá de la época que le tocó vivir y díganme si no les recuerda a algo o a alguien ese contumaz afán prohibicionista y esta pertinaz afición a confundir los problemas y las soluciones: “Hace poco algunos doctores, a quienes la ley permite dictar órdenes a sus más andrajosos conciudadanos, expidieron un decreto acerca de que debía cortarse el pelo a todas las niñas pobres. Alegaban que los padres viven amontonados de tal modo que no se puede permitir que las niñas tengan el pelo largo por temor a los piojos. Por consiguiente, los doctores propusieron abolir el pelo; nunca se les ocurrió abolir los piojos (…) Ahora bien, el objeto y propósito de estas últimas páginas es proclamar que debemos comenzar completamente de nuevo y por el otro extremo. Yo comienzo con el pelo de una niña. Todo lo demás puede ser malo, pero sé que esto cuando menos, es bueno. Lo que se oponga a ello debe derrumbarse. Si el propietario y la ley y la ciencia están en contra del pelo de la niña, el propietario y la ley y la ciencia deben derrumbarse. Con el rojo pelo de una chiquilla del arroyo yo incendiaré la civilización moderna (…) nadie mutilará ni tocará a esa rapazuela (…) no, todos los reinos de la tierra serán hendidos y rajados en su bien. Las columnas de la sociedad se estremecerán y los techos seculares vendrán abajo en ruinas y a la niña no se le tocará un cabello de su cabeza”.
Con toda su crudeza, pero con indudable belleza, Chesterton pone el dedo en la llaga. Y siempre acierta.