Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

Una empresa llamada «Víctimas S.A.»

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Los sueños rotos en una carretera que conducía a Sodoma y Gomorra. Foto: LUIS DAVILLA.

Los sueños rotos en una carretera que conducía a Sodoma y Gomorra. Foto: LUIS DAVILLA.

A este boniato le gustaría dejar de hablar de la pornografía ya descrita. Una vez más, como tantas otras a lo largo de estos años, empiezo a sospechar que la sobreabundancia de hechos escabrosos termina por habituar al lector y, sin percatarse de ello, cree sentirse dentro del guión de una película…
Pero aquí no se dan un beso al terminar el cuento, no pone The End ni se encienden las luces de la sala.
NO. Esta es la realidad. Y al boniato no le gusta enfangarse en los detalles, pero sí desearía que alguien intentase imaginar la conmoción que supone entrar en un hospital de campaña una mañana, lleno ayer de gente desnutrida y con la moribundia instalada en sus miradas, y contemplarlos ahora envenenados o estrangulados por el personal local al que le estás pagando una pasta (“No les des pescado, enséñales a pescar”, ¿recuerdan toda esa bazofia?) y a los que crees estar prestando otra clase de ayuda bienintencionada que cuesta un pastón en dispositivos logísticos y que a los cooperantes les hace correr, a veces, un buen montón de esfuerzos y de riesgos.
El personal local guardaba un silencio asesino y cómplice ante la estupefacción de todos los ‘musungus’ desplazados a aquella especie de Sodoma. Es más: si aquella Sodoma existía sólo era posible ‘gracias a’, o mejor, ‘por culpa de’ esa mierda solidaria y compasiva que nos habíamos tragado todos a base de telediarios hiperinflacionados de fogonazos y estampas llamativas sobre las que nadie reflexiona jamás y que desataron una nueva explosión del gran NEGOCIO humanitario.
Y cuando el espectador incurre en eso, se agarra a los únicos y elementales datos de los que dispone: normalmente, el eterno autofustazo de que los occidentales, tan colonialistas siempre, somos los culpables de alguna forma de todas sus desgracias y que, dado que son negros y además pobres y desprotegidos, todos ellos son dignos de ayuda y compasión.
¡Y ni mucho menos, por Dios Santo! O dicho sin ambages: ¡Y una mierda! Son tan iguales como nosotros. A menudo más racistas y corruptos que nosotros. Casi siempre más colonialistas que nosotros. Y más despiadados. Ellos no conocen a Spinoza ni a la madre que lo parió. Nada saben, y nada les interesa conocer, sobre Bartolomé de las Casas ni sobre las encomiendas en la América colonial. Ni sobre los debates pontificios en la Universidad de Salamanca para mejorar el trato a los indígenas (que por aquellos tiempos ni siquiera eran considerados seres humanos).
Hoy, ellos saben que se trata de seres humanos, de color negro, igual que los demás vecinos, pero la Radio Mil Colinas llamaba a los tutsis “sanguijuelas” desde hacía muchos meses y seguía alentando en mitad de la debacle al exterminio total hasta no dejar ni huella de aquellos tipos de cara más estrecha y narices menos chatas que sus vecinos.
Pero, ¿qué ocurrió a partir de entonces en el entorno de Benako?
Dada la situación, depravada y atroz, todas las organizaciones que actuaban en aquel lugar celebraron sesiones especiales por la noche en la base de Ngara para analizar las circunstancias. Por primera vez en la Historia de las ONGs, desde la creación de MSF en 1971, la confusión había alcanzado un límite tan salvaje y evidente como en esta ocasión.
Un año antes, en Somalia, la situación había sido algo diferente, pues cuando los marines, tras el feo asunto del ¡Black Hawk Derribado!, arrojaron la toalla (y con ellos, todo el despliegue miltar de Occidente), las ONGs confiaron en que a partir de ese momento se convertirían en solitario en la punta de lanza del humanitarismo y se convencieron de que a partir de ese instante quedaría patente que serían ellos y no los militares los que lograrían pacificar el ambiente poco a poco y restablecer la paz, la concordia y el desarrollo entre los somalíes.
Han tardado casi 20 años en descarrilar sus chiripitifláuticas ficciones también en Somalia, pues muy recientemente, hace apenas unos meses, las principales ONGs lanzaron el mensaje al mundo de que abandonaban el lugar al no poder seguir prestando sus servicios en la confusa y violenta situación somalí. Lejos quedan los juicios practicados a tropas holandesas, italianas, etc. acusadas de violaciones o vejaciones sin cuento a mujeres somalíes que, por otro lado, no se olvide, siguen encontrándose entre las más bellas y elegantes del planeta. Cosas de las guerras.
En Ngara, en cambio, todo sucedía muy deprisa. Discutieron casi hasta la madrugada todas las secciones de cada país y de cada ONG por separado y luego se reunieron, a su vez, representantes de cada una de ellas para exponer sus conclusiones.
Después de muchas horas, no hubo acuerdo general: los holandeses y españoles de MSF decidieron abandonar el terreno, lo que representaba algo inaudito y hasta ahora desconocido, para, a continuación, algunas semanas más tarde, explicar en media página de publicidad en diversos periódicos nacionales e internacionales las razones que les llevaban a salir de allí y abandonar a su suerte a los refugiados solicitando al mismo tiempo una intervención más decidida de la comunidad internacional. Era una especie de protesta y una explicación dirigida sobre todo a sus contribuyentes para justificar su salida. O sea, para justificar el fracaso.
Eso equivalía, les gustase o no, a reconocer que, en determinadas circunstancias, la llamada ayuda humanitaria no es posible sin la intervención directa de una fuerza de choque, lo cual resulta antagónico por completo con los principios fundacionales de dichas ONGs y suponía un reconocimiento tácito de que las reflexiones chiripitifláuticas y buenistas habían colapsado de repente sobre el terreno como en un choque de trenes contra el muro de la realidad.
Se hace preciso recordar que a nuestro amigo makandé, siendo logista ocasional para MSF en el norte de Somalia, le liaron una pelotera surrealista y le expedientaron de la organización por llevar de modo preventivo debajo del asiento de su vehículo un kalashnikov después de haber sido tiroteado y su misión, ubicada en un remoto desierto al norte de Mogadiscio, asaltada en varias ocasiones. Eran los tiempos del buenismo radical y sin contemplaciones, tan difícil de extirpar, que en buena medida continúa hoy en día.
En Benako, otras secciones de MSF decidieron permanecer a pesar de todo. Y el mismo dislate y desacuerdo se produjo entre otras muchas ONGs presentes en la zona. Aunque el dilema moral era considerable, no exento de lágrimas y rabia por parte de algunos responsables sobre el terreno, siempre he pensado que la razón estuvo de parte de quienes decidieron abandonar la zona. No hacerlo de ese modo implicaba algo, a mi juicio, intolerable, como era continuar prestando asistencia a los más infames asesinos de la segunda mitad del siglo XX.

En Benako, los refugiados se hacinaban para recibir su ración diaria de grano. Foto: LUIS DAVILLA.

En Benako, los refugiados se hacinaban para recibir su ración diaria de grano. Foto: LUIS DAVILLA.

El escándalo de la noticia no fue menor, pero el ciudadano medio en Europa no entendió nada o casi nada de lo que se desprendía de aquel comunicado, que callaba la explícita realidad bajo medias palabras, dada la obligada brevedad del mismo.
Nótese a estas alturas del partido que nadie suele preguntarse nunca dónde están las organizaciones humanitarias  de países como Rusia, China, India o Indonesia, potencias emergentes y globales. En la selva humanitaria uno puede encontrarse de casi todo, desde voluntarios altruistas que ejercen la compasión solidaria al buen tuntún (lo cual, a menudo nos cuesta un pico en pago de rescates, desaguisados y esfuerzos diplomáticos y otras lindezas de colores) a organizaciones mayores de procedencia polaca, noruega, canadiense o escocesa. Pero, eso sí, nadie encontrará jamás a organizaciones de esta clase que procedan de esos otros países, algunos de los cuales se sientan en el Consejo de Seguridad de la ONU y con los que es necesario contar cuando llega el momento de adoptar decisiones. Mientras tanto, la izquierda calla y simula que Occidente tiene la culpa de todo lo que ocurre…
Volvamos a Benako. Mientras los dos boniatos y el amigo makandé contemplábamos el naufragio moral en el que se hallaban inmersos los ejércitos de cooperantes, nosotros habíamos decidido echar un cuarto a espadas y abandonar el lugar para dirigirnos a… Kigali. Directos hacia el corazón del miedo.
Necesitábamos un medio de transporte, claro está, pues se trataba de una distancia superior a 100 kms atravesando un país arrasado de cadáveres, de patrullas en desbandada y de millones de personas aterrorizadas. Esperábamos alcanzar la capital al mismo tiempo que las tropas tutsis del EPR para presenciar los combates.
Nos acercamos por segunda vez al puente de las Rusumu Falls para concretar el paso por el punto fronterizo. Un pequeño destacamento, formado en su mayoría por niños que no tendrían ni 14 años, andrajosos pero armados hasta los dientes, ejercían la guardia en aquel puesto de control. Negociamos con el capitán al mando las condiciones, no sin antes advertirnos de que en un lapso de cuatro horas quedaría sellada la frontera hacia el interior del país y que sólo dejarían seguir saliendo a los refugiados: las noticias que llegaban eran de que el avance del EPR sobre la capital parecía ya imparable.
Cuatro horas era demasiado poco tiempo, pues teníamos que volver a Ngara a por nuestros bultos, encontrar un vehículo adecuado y reemprender el regreso hacia la frontera. No obstante, íbamos a intentarlo. Era nuestra última oportunidad de llegar a Kigali desde aquella esquina del mundo.
A mitad de camino hicimos una nueva parada en Benako. Allí, varios camiones cargados de mercancías y de personas procedentes de la lejana Dar-Es-Salam, se dirigían hacia Uganda bordeando la frontera tanzana con Rwanda, pero sin penetrar jamás en territorio rwandés. Una larga vuelta sobre el mapa que, con suerte, quizá nos permitiría empotrarnos más tarde en algún convoy del EPR de los que se dirigían a Kigali desde el norte.
Supimos entonces que se trataba de un viaje de varios días altamente peligroso a través de extensas sabanas y colinas despobladas, donde los camioneros y su troupe de protección acostumbran a violar a las mujeres que viajan en el transporte, renegocian el precio del viaje bajo el chantaje de abandonarte a tu suerte en cualquier punto del recorrido y, cómo no, sometidos a los asaltos imprevisibles de los comandos de bandidos.
Las intuiciones personales, en tales casos, son la mayor garantía de la que uno puede echar mano en tales circunstancias. Unos minutos de conversa y desechamos aquella idea. Había que encontrar una fórmula diferente… Y la encontramos.
Un empresario local, que a la sazón compaginaba sus tareas de desfalco en aquella marabunta humanitaria con el pomposo título de jefe de la Policía tanzana en la aldea de Ngara, nos ofreció un chófer y uno de sus vehículos todoterreno para conducirnos hasta Kigali a cambio de una asequible cantidad. Una vez alcanzado el objetivo, el chófer regresaría a casa en solitario.
Aceptamos el negocio y partimos de inmediato a por nuestros enseres en el campamento de los ingenieros de Ngara: o sea, unas dos horas a la ida y otras tantas a la vuelta. Si teníamos algo de suerte y la barcaza del río se encontraba de nuestro lado en ambos desplazamientos, quizá alcanzaríamos la frontera antes del cierre programado.
El conductor era un muchacho, casi un chaval, taciturno y algo nervioso, que no inspiraba demasiada confianza, pero no teníamos ninguna otra alternativa a nuestro alcance y, de todos modos, ya tendríamos ocasión de untarle con algo de dinero para ponerle en mejor disposición.
Tuvimos suerte, sí, y logramos alcanzar Ngara en tiempo record. Aún estábamos dentro del horario. Recogimos nuestras cosas en el campamento en cuestión de minutos mientras el conductor se dirigió, nos dijo, a repostar gasolina en algún almacén cercano… ¡Malditos sean los demonios! ¡No llegaba! ¿Dónde se ha metido este cabestro?
Al fin, después de media hora larga, hizo su aparición, aunque sus explicaciones en swahili no resultaban nada convincentes ni siquiera sin entender ni una palabra de las que pronunciaba. Raudos de nuevo hacia la barcaza en dirección a Benako y luego a la frontera. Necesitábamos un milagro o que la carretera de los italianos e irlandeses la hubiesen concluido esa misma mañana…
Con el tiempo más que ajustado llegamos a Benako. Había que cruzar la marabunta de gente y de camiones para dirigirnos a toda prisa hacia el puesto fronterizo de las Rusumu Falls antes de que lo cerraran por orden militar.
Entre el fragor de gente que ocupaba la estrecha calzada y los camiones de grano colapsando los accesos, aquello parecía Manhattan en hora punta. De repente, en la cuneta, un desenvuelto boniato israelí, gordezuelo, rodeado de sus pertenencias, dos mochilas, una cámara de TV y varias cajas de 24 botellas de agua mineral, de dos litros y medio cada una, negociaba dando manotazos en el aire la posibilidad de subir a uno de aquellos camiones con la misma intención que nosotros habíamos desechado horas antes en el mismo lugar.
Cuatro frases y el israelí se sumó a nuestra aventura después de montar sus bártulos a toda prisa en el todoterreno mientras maldecíamos a nuestro estúpido conductor, causante del retraso que estaba a punto de hacernos perder la última oportunidad. Si no maldijimos en hebreo al cabrón del chófer era sólo porque el ‘yiddish’ que nos acompañaba ahora tal vez se hubiese mosqueado un rato.
Cuando logramos sobrepasar el campamento de refugiados, habíamos superado ya la hora anunciada para el cierre de la frontera, pero había que intentarlo de todos modos. Tampoco aquellos guardianes infantiles andrajosos cumplirían con la puntualidad de Buckingham Palace el horario anunciado, pensábamos.
Fue en vano. Todos nuestros intentos por convencer a aquella tropa de mocosos armados como comandos para que hiciesen la vista gorda y nos dejasen entrar en el país no sirvieron de nada.
Teníamos que regresar al campamento, frustrados y abatidos. En tales casos, lo mejor es pensar que alguna clase de Providencia ha preferido que así ocurra porque, tal vez, de haberlo logrado, hoy no estaríamos aquí para contarlo.
Nuestro gozo en un pozo, pero con los cuerpos aún a salvo. Había que intentarlo de otro modo, pero allí ya nada podíamos lograr.
Decidimos no pagarle la pasta convenida al chófer, ya que, al fin y al cabo, no habíamos logrado nuestro objetivo por culpa suya. El tipo se enfadó un poco, pero se marchó sin más aspavientos. A medianoche, su jefe, responsable de la Policía en aquel ignoto lugar, se presentó en el campamento de los ingenieros acompañado de dos tipos armados con subfusiles. Nadie les había impedido el paso en aquella base internacional y, de todos modos, los ingenieros y topógrafos nada quisieron saber de aquellos boniatos a los que habían permitido alojarse entre ellos.
Discutimos agriamente, en inglés, con aquel tipo, que insistía en que debíamos pagarle lo pactado, pues, aunque no habíamos cumplimentado el viaje programado hasta Kigali, el acuerdo económico, según él, había que respetarlo de todos modos. Las voces iban subiendo de tono en mitad de la noche africana, hasta que, en un momento determinado, los dos tipos con subfusiles, situados a nuestra espalda, accionaron los cerrojos de sus armas e hicieron sonar sus cargadores.
Ay, amigos, son segundos decisivos en la vida, cuando uno decide plantarse y meter la marcha atrás, cediendo a un chantaje típicamente africano, o prefiere jugar aún la última carta a riesgo de pasarse y no soñar ya nunca más con conocer a sus nietos. No hay nada, realmente, que a uno le permita asirse a una certeza. Sólo juega la intuición en ese momento, tan desnuda como una chica Playboy ante la cámara. Estáis solos, tú y tu destino, para decidir en esos instantes cruciales si uno debe jugar de farol a lo que la suerte le depare o si debe claudicar, sin saber cuál de las dos opciones encierra mayores riesgos, pues a veces ceder a la presión implica que tus adversarios se crezcan y se sientan con derechos excepcionales e insospechados.
Juro que esa vez sentí con claridad que jugarles de farol a aquellos tipos no nos traería nada bueno. Algo en mi interior (creo que también les ocurrió a mis amigos el boniato Luis Davilla y al amigo makandé Rafael S. Lizondo) indicaba que había llegado la hora extraña en que resultaba más rentable perder inútilmente algo de dinero y entregar la cuchara antes que arriesgar la vida. De todos modos, en aquellos días, la vida era un bien de escaso valor en aquella latitud del mundo.
Ya nada pintábamos allí. Sólo nos quedaba intentar salir de aquel maldito lugar en vuelo hacia Nairobi, en la vecina Kenia, para volver a intentarlo desde otro lugar, de otra manera.
El abatimiento y la rabia flotaban en el ambiente entre las ONGs. Ahora resultaba obvio que su tarea allí era algo mucho más que cuestionable. Moralmente intragable y quizá hasta reprobable. En todo aquel marasmo, sólo algunos lo tenían claro. Más claro que el agua cristalina que seguían expulsando las depuradoras alemanas del campo de Benako…

Hospitales de campaña de las ONGs, el patíbulo más inesperado. Foto: LUIS DAVILLA.

Hospitales de campaña de las ONGs, el patíbulo más inesperado. Foto: LUIS DAVILLA.

Me refiero, por supuesto, a aquellas organizaciones cuyo pensamiento no consiste en asumir responsabilidades fuera de su alcance. O tal vez sí, pero por diferentes razones y distinto modo de pensar. Sus ‘cooperantes’ no practican la solidaridad que los ciudadanos a veces pretendemos, sino, llana y simplemente, algo tan antiguo, y para muchos cretinos desfasado, como es la CARIDAD.
Ellos no asumen la tarea de solucionar los problemas del mundo ni los de todos los necesitados del planeta, sino que se apañan con vivir junto a una persona que sufre, una sola. No efectúan nunca balances de rendimientos. Ellos no lucen pelucos buenos en la muñeca ni gafas de marca, ni disponen a su antojo de dispositivos tremebundos y no suelen lucir aparatosos y estridentes walkies-talkies o teléfonos vía satélite, aunque algunos también los tienen.
Ellos no van de un lado para otro con chóferes ni contratan a personal local. No tratan ni siquiera de integrarse vistiendo a la manera de los locales. No comen carne y fruta mientras los locales cocinan en un puchero un poco de grano molido en un mortero prehistórico. No son evacuados a toda prisa cuando caen enfermos como ocurre con los cooperantes de las ONGs. No son jovencitos que reparten órdenes a diestro y siniestro ni hablan de personas en situación de vulnerabilidad, sino de menesterosos e indigentes. No dicen nunca ‘desequiibrio nutricional’ sino ‘hambruna’.
Ellos no están allí para salvar al mundo ni para aprender unas cuantas palabras de un exótico idioma con el que epatar a su regreso, sino para comunicarse y ayudar a alguna gente en lo que puedan, mientras negocian con Dios directamente el precio de su esfuerzo. Los llamamos misioneros, y a menudo tienen unos escrotos y unos ovarios que sólo pueden alimentarse de algo tan increíble como su fe y su amor al prójimo.
No enseñan a pescar, sino que aprenden a pescar con ellos. No contratan a nadie para que les sirva en una tarea, sino que se ponen al servicio de la tarea misma. La esperanza que reparten no es de este mundo ni les hacen creer que sus problemas estarán solucionados con un poco de eficacia. En fin, no me extenderé…, pero, obviamente, se trata de otro negociado y de unos principios diferentes. Nada que ver con el CIRC, ni con la ONU y ni siquiera con las ONGs.
Diré, resumiendo, lo que es una ONG. Fácil: UNA EMPRESA. Y, desde luego, eso de ‘No Gubernamental’ es una estafa.
¿Hay alguna que no sea estrictamente una empresa? Sí, algunas. Casi siempre, como digo, son aquellas que mercadean con algo mucho más etéreo e intangible que una ‘marca’ y que, por lo general, se diferencian del resto no sólo en sutilezas, sino en cuestiones importantes y fundamentales.
Me refiero, una vez más, a quienes cumplen su tarea por practicar la caridad, a secas, a cambio de nada. No buscan “víctimas sexy”. Ni siquiera negocian con las almas de aquellos a quienes tratan de ayudar. Aunque sí, me imagino, trafican directamente con su propia alma. Pero lo hacen en la intimidad, directamente y sin intermediarios, a cambio de ganar una incierta parcelita en lo que ellos llaman Cielo. Lo suyo, ya digo, no son las “víctimas sexy”, sino las personas, sea cual fuere su condición y sea cual fuere el lugar donde se encuentren…
No se desplazan de un lado a otro por las modas mediáticas que haya logrado imponer desde la distancia una ONG poderosa o un secretario de Estado de un Gobierno que no sabe cómo ni en qué gastar el dinero previsto para “ayuda al desarrollo”. No atienden los llamamientos de un grupo de ministrillas que aprovechan sus vacaciones para tomar un avión oficial y marcharse de gira a Mozambique o a Guatemala para bailar unos minutos una danza entre un grupo de nativas de una cooperativa que trabaja el cacahuete, recubriendo por unos minutos sus chaquetillas de raso y sus blusas de 600 euros con tejidos y bordados locales, el tiempo justo de grabar unos planos de relleno para los Informativos de su país.
Cuando las ministrillas llegan para hacerse un puñado de fotos sonrientes, ellos, los cooperantes de la caridad, o sea, los misioneros, ya estaban allí y suman incluso mártires en esa causa. Y cuando la comitiva parta, ellos seguirán allí también, olvidados por el buenismo laico de radicales en conserva y ajenos a las modas del coronel Tapioca.
Unas horas más tarde, al día siguiente, los dos boniatos y nuestro amigo makandé encontrarían un vuelo de suministros que regresaba de vacío al Victoria Airport de Nairobi. Intentaríamos de nuevo el asalto desde otro punto de la frontera con Rwanda, esta vez del lado opuesto, a través de la ciudad de Goma, en territorio del vecino Zaire, hoy República Democrática del Congo, donde se empezaba a amasar la odisea más descomunal de refugiados que se recuerda. Adiós, Benako. Ojalá se pudra tu memoria entre las más infames ignominias del siglo XX.
Hasta aquí, lamento no haber avanzado mucho esta vez en el relato de nuestra estancia en aquellas latitudes ni haberos proporcionado una buena ración de emociones truculentas y escabrosidades, pero espero –aunque yo pueda estar profundamente equivocado- que todo esto sirva para alguna reflexión…
(To be continued)

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