Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

Navidades bajo alerta roja

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Foto: Pepe Arenzana

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Eran las primeras Navidades tras el atentado de las Torres Gemelas de NY… Alerta roja en todos los aeropuertos del planeta. Una sensación de incertidumbre y miedo se agolpaba en todos lados y rezumaba a través de los medios de comunicación. Sentí entonces el deseo irrefrenable de viajar a Estambul, visitar sus palacios y mezquitas, sus legendarias ruinas de capital del Imperio Romano Oriental, su infinitud de iglesias ortodoxas… Caminar, como la primera vez, bajo una gran nevada, frente al Bósforo y recuperar esa clase de arrojo, alegría y amor a la libertad que contiene «La canción del pirata»… Lo publicó ABC.
La puerta de atrás de Europa

Foto: Pepe Arenzana

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Puede que te parezca algo macabro si aprovecho la ocasión para hablarte de Estambul. Pero, ¿por qué no hacerlo? ¿Quién lo prohibe? ¿Acaso la razón? ¿O es el miedo? ¿Un elemental sentido de la supervivencia o la lógica del terror que Ben Laden y sus fanáticos suicidas desean imponer en nuestros tristes corazones de herejes y pecadores sin remedio?

¿Quién ha facultado a ese fascista barbudo para que disponga a su antojo y por decreto si debemos darnos una vuelta o no por los alrededores de la imponente Santa Sofía, de la Mezquita Azul, de la de Suleimán el Magnífico, de la Torre Gálata, del Palacio de Topkapi, de la Mezquita Ortaköy, del Palacio Dolmabahce, de la Cisterna-Basílica de Yerebatan, de la Iglesia de San Salvador en Chora, de Pammakaristos o de las decenas de iglesias bizantinas que estuvieron allí desde mucho antes de que el mismo Mahoma hubiese venido al mundo? ¿Quién ha legitimado a ese cabrón con pintas para negarnos el privilegio de contemplar las mágicas puestas de sol sobre las aguas fosforescentes del Cuerno de Oro y aspirar el aire helado que baja desde el Mármara en estas fechas?

Si lo prefieres, ¿quién ha elegido a tan siniestro ladrón para que decida a su capricho si el mundo puede o no pasear su luna de miel bajo un atardecer pacífico y ceremonioso en la isla de Bali, o recorrer la Medina de Casablanca, o perderse por las calles de Túnez, o visitar Nairobi, o Sicilia, o Londres, o… Nueva York?

Digo más: ¿Qué mierda de dios es el suyo que exige a todas las mujeres del universo enceldar en público sus cuerpos para evitarle, a él y a los curitas desquiciados que le siguen, sus asquerosas tentaciones? ¿En qué estúpida secta religiosa profesa ese canalla que cree que el mundo entero ofende al Cielo por hacer música? ¿Cuáles son sus argumentos (no diré sus pruebas) para que debamos considerar siquiera su infame afán por destruir los modos y costumbres de todo aquel que no huela a cordero, a sándalo o a camello y a todos aquellos que no apunten cinco veces al día el agujero de sus apestosos culos en dirección opuesta a la ciudad de La Meca?

¿En qué clase de recomendación humana o divina sustentan esos orangutanes kamikazes el silogismo que les lleva a ejecutar con dinamita ante los ojos atónitos del mundo a los hieráticos y pecadores Budas de Bamiyán que tanto mal expandían, como sabemos todos, en la conciencia del ser humano?

Foto: Pepe Arenzana

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Ya sé que no es cuestión de tomar a broma lo sucedido en las últimas semanas en Estambul, donde los ciegos santones asesinos de Al-Qaeda han provocado decenas de muertos y de heridos y han hundido en la miseria la economía de miles de familias que vivían del turismo en el único país que, al mismo tiempo, forma parte de la Otan, pretende entrar en la Unión Europea y es miembro de la Organización para la Conferencia Islámica (OCI) que preside el emir de Qatar, pero créeme si te digo que es en casos así cuando la tentación de viajar a esos lugares me resulta casi irresistible.
Ahora más que nunca me apetecería viajar a ese Estambul de cúpulas y calles nevadas que conocí la primera vez, cuando crucé el cambio de año con una botella de güisqui, algunos amigos y el conserje del hotel en el que nos alojábamos.

Desearía recorrer sus monumentos y disfrutar la magia de tanta Historia acumulada a lo largo de siglos, desde la época del Imperio romano hasta la caída del último Selin, o Sultán, en 1923, tras la Primera Guerra Mundial. Quisiera tomar un baño en el hammam antiguo de Semberlitas; extasiarme ante los inmensos mosaicos, casi como campos de fútbol suspendidos en el techo, de las cúpulas de Agia Sofia; visitar su espléndido mercado de especias o Bazar Egipcio; recorrer el harén del Topkapi y admirar en sus salas las porcelanas chinas y los batines, kaftanes, turbantes y puñales de los sultanes empedrados de rubíes y esmeraldas; regatear el precio de un kilin en el Arrasta Bazar; asombrarme con los mármoles de Augusto, Alejandro Magno, Marco Aurelio o Diocleciano en el Museo Arqueológico; dirigirme en un tranvía al Museo de los Derviches, en el barrio de Tunel, para conocer el día que bailarán hasta el trance; fumar un narguile arrecido de frío en la acera de un pequeño café en Istiklal o comer un Donner Kebab junto al Bósforo; compartir un té en el Gran Bazar con un vendedor de oro cuyo escaparate es una cascada luminosa del resplandeciente metal y, en fin, desafiar tanto despropósito y tanta irracionalidad, para demostrarme a mí mismo, a mi conciencia de ser humano, que el deseo confeso de sembrar el pavor en nuestros corazones está lejos de cumplirse y que estamos más vivos que nunca.

Lo hice así a menudo, por ejemplo en Egipto, en plena oleada de atentados de los radicales musulmanes, cuando el turismo cayó en más de un 75 por ciento y hundió la economía de aquel país. No es la violencia islámica la que despierta en mí esa pulsión, lo tengo probado, sino la violencia sin control, irracional, absurda, desaforada, sin objetivos, incomprensible, de mero superviviente, venga de donde venga. Me ocurrió algo parecido con Ruanda, y allí fui, durante el apoteósico genocidio contra el que nadie en Occidente clamó con una pancarta, sino sólo enviando ayuda humanitaria para socorrer a los mismos asesinos que huían después de pasar a machete a ¡800.000 personas! en un solo mes. Y también con la guerra de Sudán. Y con la de Eritrea. Y con el aumento de la violencia callejera de Río de Janeiro. Y con tantos otros momentos de distintos lugares en el mundo entero.

Foto: Pepe Arenzana

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Es, creo, una reacción inconsciente, espontánea, pero muy intensa, que se despierta en alguna parte de mi corazón o de mi cerebro y que me hace desear estar allí en ese instante, lo mismo cuando escucho o leo la violencia desatada en Liberia, en Costa de Marfil o en Chechenia, que en Irak, Afganistán, Irán, Colombia, Sri Lanka, Timor Oriental o Angola. 
Aquella mi primera vez en Estambul, con un cielo de plomo y un paisaje fantástico de cúpulas y minaretes nevados, algunos barbudos radicales, a espaldas de la policía de este Estado laico, se aposentaban alrededor de la Gran Mezquita Azul para intentar amedrentar a los turistas que se disponían a entrar en el templo. Al parecer, lo conseguían de vez en cuando, e incluso algún pacífico viajero ha sido maltratado y robado en alguna ocasión aprovechando un descuido de la autoridad turca. Nada podía excitar más mi curiosidad por contemplar los 21.043 azulejos de color añil que revisten su interior. Y no por violentar el espacio sagrado de nadie, sino por mostrar mi máxima intolerancia individual contra todos los intolerantes.

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