Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

La favela de los capitanes de arena

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Esta es una bella historia. La historia de un bello sueño. El sueño de un bella ciudad. Hablo de Salvador, la capital del Estado de Bahia, Brasil… O mejor dicho, de uno de sus barrios más terribles, el de “Novos Alagados” (“Nuevos inundados”, sería su traducción).

Si Jorge Amado aún viviese quizás la habría contado en una de sus deliciosas novelas repletas de héroes marginales y sencillos, de anécdotas cotidianas, de poesía popular y de alegre ternura. De hecho, los protagonistas de esta historia son los mismos que desfilan por las páginas de “Capitanes de arena” o de “Tieta do Agreste”. O muy parecidos. Ni siquiera cabe añadir que los de este barrio son reales y los de Amado pertenecen a la ficción, porque parecen tan vivos en sus libros como en esta extraña ciudadela situada a 10 kms. del centro, en el fondo de saco de la “Bahía de Todos los Santos” (título de otro de sus libros), en los cuerpos enjutos de sus célebres “meninos da rúa” y en el caminar orgulloso y achulado de esos delincuentes con cara de niños o de esos niños con cara de delincuentes que deambulan a su suerte por toda la ciudad.

Nadie sabe con exactitud cuántos de estos niños callejeros hay en Salvador. Lo que sí se conoce, en cambio, es que en esta “favela” (término que define lo mismo a la chabola que a un barrio de ellas), cuyo 64 por ciento de la población es menor de 18 años, muchos son “meninos da rúa” y se ganan la vida de cualquier forma, desde las drogas y los robos a la prostitución.

En todo Brasil es muy común, cuando se acude a comer a un restaurante, salir con un recipiente de aluminio desechable con las sobras, que le habrán preparado amablemente, sin coste alguno, en el mismo establecimento. En el primer semáforo que encuentren lo entregarán a los “meninos” que pululan a toda hora por la calle. En Salvador de Bahía, buena parte de ellos proceden de la “favela” de los “alagados”, a la que sólo regresarán una vez en semana, como mucho.

¿Cómo surgió este barrio? En 1970, el proyecto de construcción de la autovía suburbana que da acceso por el suroeste a la que fuera primera capital histórica de Brasil, de 2,5 millones de habitantes, derribó centenares de chabolas habitadas por campesinos sin tierras que se habían instalado donde Dios, o sus dioses africanos, los orixás,  les habían dado a entender. Lo hicieron junto al mar, en territorio de nadie, donde podían cultivar patatas, verduras y unos mangos, a la vez que la cercana orilla les permitía mariscar alguna cosa para subsistir.

Varios miles de campesinos y sus familias perdieron sus favelas y entonces decidieron echarse al agua. No para navegar, sino para construir sus viviendas, mar adentro, en el manglar cercano de la costa de esta inmensa bahía. En poco tiempo, surgió una ciudad de casi 20.000 habitantes elevada sobre endebles pivotes e inestables palafitos hechos con tablas, chapas y cartones sacados de cualquier lugar.

Para unirlos entre sí improvisaron una compleja red de pontones y callejuelas colgantes de madera, semejantes a hirsutas raspas de pescado que se iban alejando de la orilla y que permitían el acceso hasta sus chabolas, sobre el mar. No tienen agua corriente, ni infraestructura sanitaria de ninguna clase, por supuesto, pero sus habitantes se las ingeniaron para llevar la electricidad sacando ramales de la red de tierra firme, lo que continúa provocando ahora constantes accidentes por electrocución entre sus habitantes, dada la precaria situación de humedad y de permanente contacto con el agua en la que viven.

Con la marea baja, la “favela” de los “alagados” deja ver un barrizal de basura pestilente e insalubre, un fangal infecto e indescriptible bajo las viviendas. La primera vez que entré en “Novos Alagados”, diez años atrás, 17.000 personas vertían a diario sus miserias directamente bajo sus pies, generando una contaminación que acabó muy pronto con cualquier signo de vegetación o de vida marina, pero que atrajo enseguida epidemias de cólera, parasitosis graves y diversas, enfermedades pulmonares masivas, anemias galopantes y un sinfín de dolencias internas y de la piel de difícil control. Además, se calcula que más del 70 por ciento de sus habitantes ha caído alguna vez de forma accidental a ese fango inmundo y muchos de ellos sufrieron heridas graves, perdieron alguna extremidad, un embarazo o la misma vida al clavarse en los restos amenazantes de palitroques putrefactos que pueblan los fondos de la “favela”.

Cada dos años, en el mejor de los casos, hay que reconstruir las quebradizas tarimas que sostienen este puzzle esquelético sobre el que se levanta un barrio entero. Hay que caminar despacio, tentando bien cada tabla antes de levantar el otro pie, aunque los niños corretean a su antojo cuando vuelven de la escuela, pegan delicados saltos de felino que hacen temblar las estructuras y realizan maniobras de equilibristas, como ajenos a la tragedia que les acecha ahí abajo en cualquier descuido.

Durante décadas, los “alagados”, como se les conoce a sus habitantes, no dispusieron de la más mínima atención médica, educativa o social. Hasta que el movimiento ciudadano de las Comunidades Eclesiásticas de Base (CEB), impulsadas por el ejemplo de Sor Dulce (“Irmá Dulce”), una especie de Sor Ángela local que falleció después de la última visita del Papa Juan Pablo II, en 1992, y que se encuentra actualmente en proceso de canonización, iniciaron una amplia campaña de sensibilización.

El Gobierno del Estado de Bahía recabó apoyos y muchas organizaciones locales e internacionales se sumaron al proyecto de reubicación de los “alagados”, que finalmente obtuvo el respaldo del Banco Mundial. El problema aún está lejos de quedar resuelto, pero, al fin, el año 2000 comenzaron a ser reinstalados en nuevos apartamentos de 22 metros cuadrados construidos en una zona aledaña, frente al mar. Se han abierto tres escuelas, un pequeño centro de atención médica, un local para la reinserción juvenil, talleres ocupacionales donde los jóvenes aprenden oficios y otro donde les enseñan a valorar y a sentirse orgullosos de los elementos que conforman su cultura negra, empezando, cómo no, por los tambores, la percusión y la música en general.

Como los contrastes en Brasil son constantes e inefables, a menos de una milla de distancia en línea recta desde “Novos Alagados”, brillan los mástiles, los cascos refulgentes y el velamen inmaculado de las embarcaciones deportivas de un lujoso club náutico, testigos mudos de una bella aunque terrible historia con un final que se intuye cercano y, más o menos, feliz.

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