Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

¡Dublín, Blam, Bloom…!

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Confieso pertenecer a esa algo horripilante mayoría de aspirantes a leer completo el abrumador “Ulises” de Joyce. Siempre me rendí en mitad del esfuerzo. Con Proust sólo he sumado dos tomos de su infinita búsqueda del tiempo perdido. Y aún tengo pendiente el intento con aquel Schmitz, amigo y prestamista de Joyce en Trieste, que pasaría a la posteridad como Italo Svevo. Al fin y al cabo, el mismo Carl Gustav Jüng reconoció haberse dormido con el “Ulises” después de 20 páginas. Para Virginia Woolf, esa obra era “una catástrofe memorable: inmensa en su osadía, terrífica en su desastre”; y Stefan Zweig diría de ella: «¿Novela? Nada de eso: un sábado infernal del espíritu, un capricho gigantesco, una fenomenal noche de Walpurgis cerebral». A veces, en mi frustrado intento salté a las páginas en las que Molly Bloom exhala esas ocho frases de casi 5.000 palabras cada una, sin puntos ni comas, y que le dejan a uno el cerebro casi licuado. Ni por esas.

No niego que se trate de una de las cumbres del Arte contemporáneo, pero incluso los incondicionales de Joyce habrán de reconocer que esas veinte horas del 16 de junio de 1904 en las vidas de Leopold Bloom y Stephen Dedalus, inmortalizadas de aquel modo, pueden ejercer tanta fascinación como constituir un verdadero abuso para las neuronas. Y a quienes no tumbó con el “Ulises”, Joyce aún les reservaba otra sorpresa, “Finnegan’s Wake”, de la que el propio autor dijo que con ella mantendría ocupada a la crítica durante los próximos 300 años. Y se quedó corto, creo.

Diré en mi descargo, no obstante, que James Joyce y el “Ulises” me siguen produciendo el mismo magnetismo que me hizo devorar las 575 páginas, con sus 1.300 notas, de la biografía que Brenda Maddox publicó de la esposa del escritor, Nora Barnacle, a la que Joyce conoció precisamente ese 16 de junio de 1904 en el que se sitúa la acción de su novela. Recientemente visité Dublín bajo el influjo de esa fecha que ayer se conmemoró y, de forma automática, casi como la escritura a veces de Joyce, guié mis pasos hacia algunos de los lugares emblemáticos que aparecen en el libro, como si la trama del “Ulises” hubiera devorado por completo el alma entera de la ciudad.

Dublín, la capital que durante este primer semestre de 2004 ocupa la presidencia de la Unión Europea, consumida y reducida así a veinte horas en la vida de tres personajes principales y un coro de voces replicando a las peripecias singulares del lenguaje de un escritor sin freno, arrollado por su propia genialidad. El Trinity College, la Custom House, los muelles y puentes de la ciudad o la National Library, que posee una de las bibliotecas más interesantes de Europa, convertidos de ese modo en poco más que atrezzo de escenario de una novela.

Si casi todo en el “Ulises” resulta sorprendentemente autobiográfico, no iban a serlo menos las fantasías y perversiones sexuales de los personajes, que en Joyce y su esposa Nora alcanzan sin paliativos la categoría de perfecta obscenidad y absoluto fetichismo. Si Freud asocia la defecación con gastar dinero o con el parto, Brenda Maddox cuenta que el padre del autor había sido un empedernido dilapidador, todo lo contrario de la “retención anal”, y su madre una prolífica paridora de cuyo cuerpo salían con regularidad pasmosa cosas oscuras y gordezuelas, lo que debió aterrar al impresionable hijo mayor, de nombre James. Dandy, putero, amoral, adúltero, casi ciego, gozador de todas las excentricidades que pasasen por su imaginación, Brenda Maddox dice en el catálogo de exquisiteces desgranadas de las cartas íntimas de la pareja que Joyce “incluso convenció a su esposa de defecar mientras él, tumbado debajo de ella, la miraba hacer…”

Entre otras lindezas que se despachan marido y mujer en sus cartas, Nora le comunica en una ocasión que anda “tan corta de dinero que sale a la calle sin ropa interior”. De inmediato, Joyce, como tocado en un resorte mágico, le manda un billete de banco para que se compre bragas y le describe con todo detalle el tipo de ropa interior que a él le gusta: “Todavía me gustarían más si las bragas estuvieran desteñidas con alguna mancha oscura”, le explica. Y luego le añade que sueña con “echarle un chorretazo de semen en la cara y con penetrarla por el culo”. Nora, por su parte, mujer no muy cultivada y al principio mucho más pacata y recatada, terminó por aceptar el juego. Al respecto, dice Joyce: “Ella quiere que la joda por el culo y quiere que se la meta en la boca y quiere desabrocharme y sacarme la polla y chuparla como una teta”. Poco a poco, Joyce descubrió el talento de aquella mujer, educada en el puritano colegio católico de la Merced, para la pornografía, y a una carta en que ella se describía yendo al “retrete”, Joyce le corresponde lleno de admiración con estas sutilezas: “Dices que te cagarás en las bragas, querida, deja entonces que te joda…”

El “Ulises” fue elaborado por Joyce muchos años después de la fecha en que se sitúa la acción, durante el atormentado periplo del matrimonio por Zürich, París y Trieste (que entonces no era Italia). Molly, la esposa del protagonista, es gibraltareña (que ya es un sitio estadísticamente raro para nacer), hija de madre española. También Nora Barnacle tenía sangre hispana en sus venas, y Galway, la capital del oeste irlandés, patria chica de la mujer de Joyce, presume todavía de cierta herencia española como consecuencia de algunos naufragios de nuestra Armada, entre ellos el del navío “Gerona”, registrados frente a sus costas en el siglo XVI, lo que habría dado origen a cierta comunidad hispana en la zona. Cuenta Brenda Maddox que, en un viaje de Joyce a Galway acompañando a su esposa para visitar a la familia, años después de que ambos se fugaran sin estar casados (cosa que ocultaron a la familia de Nora), Joyce se sintió vivamente atraído por esa clase de historias que pervivían en Galway y que incluso se mostró interesado por recuperar su vena periodística, lo cual le hizo escribir un par de artículos sobre el modo de vida de los lugareños.

Nada más aterrizar en el pequeño aeropuerto provinciano de Galway, vi un letrero en inglés y a su lado otro en una lengua extraña. Era gaélico. A un sonriente empleado del aeropuerto le pregunté: “¿De verdad entienden ustedes eso?”. “Se lo aseguro”, me contestó, y lo leyó paladeando cada sílaba con orgullo. También el “Ulises” está lleno de referencias y juegos de palabras en diversos idiomas, desde el latín y el griego, al sánscrito, el gaélico o el ruso, idiomas todos ellos, entre otros, que manejaba con soltura el autor.

En el Pub Davy Byrnes de Dublín, en el número 21 de Duke Street, Leopold encarga un sandwich de queso gorgonzola con mostaza y un vino Burguinduy. En el Pub Flaherty de la calle Alemanes de Sevilla, ayer, en el “Bloomsday”, hubo riñones y corrió la Guinness, tan emblemáticos para los irlandeses como para un californiano la Coca-Cola y el McDonald’s.

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