Pepe Arenzana

Historias de un Boniato Mecánico (A Clockwork Sweet Potatoe's Stories)

Prohibamos los piojos

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El inmensurable Chesterton se escandalizaba cierto día de que, ante la extensión de parásitos en algunos barrios humildes por la situación de hacinamiento de sus habitantes, los políticos de su época hubiesen decidido que se cortase el pelo largo a todas las niñas por temor a los piojos.

Con su sensatez e ironía habituales, Chesterton bramó contra la desfachatez y la impostura de aquellos cabezas de huevo que tan reconocibles nos siguen resultando hoy en día: “Propusieron abolir el pelo; ¡nunca se les ocurrió abolir los piojos!”, escribió. Indignado ante aquella nueva muestra de estulticia de los gobernantes de su tiempo, amenazó: “Con el rojo pelo de una chiquilla del arroyo yo incendiaré la civilización moderna. Nadie mutilará ni tocará a esa rapazuela…”

Pues en esas estamos. El dominio y la soltura con la que manejan las prohibiciones y los decretazos estos nuevos padrastros de la patria continúa en aumento. Lo mismo les sirve para modificar de facto la Constitución imponiendo una ideología profundamente injusta y discriminatoria por razón de sexo, que prohíben la publicidad de vinos y cervezas en TV y la condenan a horarios propios de Walpurgis, cual si se tratase de venenos enlatados o de preparados Molotov.

Sepan que he nacido y me he criado en tierras del Aljarafe, donde cada otoño sus pueblos celebraban con algarabía (y aún queda el rastro en sus tradiciones) el regalo milenario y repetido de la fertilidad de la Madre Tierra. El aire, entonces, se inundaba de la fragancia espesa que brotaba de los innumerables lagares, bodegas y tabernas esparcidos por las calles, la vid era una fiesta y una suerte de conciencia colectiva nos unía para agradecer el renacimiento de la vida, “que nos había dado tanto”.

La nueva Ley General de Comunicación Audiovisual ha incluido ya tan discutible norma, en atención, dicen, a una serie de organizaciones de diverso pelaje que así lo habían solicitado, algunas de ellas con un carácter marcadamente moralista y a las cuales, sospechosamente, nuestros “decretators” no les hacen ni puñetero caso cuando se pronuncian, por ejemplo, en contra del aborto o a favor de no retirar los crucifijos en las escuelas, pero a las que ponen como escudo cuando coinciden en algún afán prohibicionista. Añaden que también en atención a otras agrupaciones, en concreto las de afectados directos por el alcoholismo patológico, lo que constituye, a mi modo de ver, algo así como que Manolete, víctima en Linares, pidiese abolir los toros; o Fangio abolir los coches.

Lo lamento, porque alguien saldrá a tratar de convencerme de los postulados de su exacerbada conversión y nos pregonará a puras voces los muchos riesgos y peligros que acompañan las patologías asociadas al alcohol. Y no los niego, pero a nadie (todavía) se le ocurrirá relegar la publicidad de automóviles a horario hiper nocturno sólo porque cada fin de semana mueren varios en las carreteras. Muy al contrario, convendría educar a los jóvenes en la prevención en vez de negarles la publicidad televisiva, pues ocultar la existencia de preservativos no ayudará en nada a protegerles de enfermedades contagiosas ni a prevenir embarazos no deseados.

A mi juicio (así lo he expresado con un voto particular dentro del Consejo Audiovisual de Andalucía), la prohibición de la publicidad televisiva de alcohol de menos de 20 grados antes de las diez de la noche constituye una estúpida traslación directa de normas impertinentes que provienen de sociedades bálticas en las que durante seis meses al año, y a duras penas, disponen de un máximo de cinco horas de luz (que no de sol) al día. Para resarcirse de ello, sus habitantes encienden velas, se atiborran de arenque ahumado y, cuando pueden (no me extraña) se beben hasta el agua de los floreros y, con demasiada frecuencia, se las cogen de cuadritos.

Es también mediante esta técnica, la del decretazo, como desembarca estos días en nuestros hogares una tecnología, la TDT, que nos ha obligado a todos, sin alternativa, a gastarnos un dinero (me ocuparé de ello en otra ocasión). Hasta hace poco, los políticos decidían en qué gastar nuestros impuestos, pero parece que ahora también quieren decidir en qué se gasta usted su nómina.

Parafraseo a Chesterton: ¿A nadie se le ha ocurrido prohibir a los piojos, es decir, a esos aficionados a los decretazos, que nos quieren chupar la sangre?

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